A un centenar de kilómetros al este, en Gaziantep o Kahramanmaras, la situación está aún mucho peor. Ahí hay barrios enteros sin un edificio en pie.
Decenas de hombres y mujeres observan de pie, en silencio, las excavadoras que arrancan placas de hormigón de un enorme montículo de escombros: es todo lo que ha quedado de un bloque residencial de ocho pisos en Osmaniye, al sureste de Turquía.
“La mitad de quienes vivían dentro aún están debajo”, comenta a EFE un hombre mayor, Ferhat, sin quitar ojo a la decena de trabajadores que en lo alto de los escombros manejan palas y azadas y a veces se agachan para escarbar con las manos.
Ferhat tiene una hermana en este edificio o lo que queda de él. ¿Hay esperanza aún de encontrarla con vida, más de 30 horas después del terremoto? “Es muy difícil”, dice en voz baja. “Pero quizás”. Hace apenas unas horas, los equipos sacaron con vida a una mujer de este mismo montón de escombros.
También Musa, que observa otro monte de escombros, tenía familia en este conjunto residencial de Osmaniye: los padres, una hermana, un hermano, cuatro personas. Aquí no parecen quedar esperanzas, solo trabaja una excavadora.
“Los equipos de Afad, el servicio de emergencias nacional, solo han venido esta mañana, ayer pasamos todo el día sin que nadie apareciera de este organismo”, se queja Musa.
Admite que Afad debe de estar desbordado: los dos terremotos, el de magnitud 7,7 en la madrugada del lunes y el de 7,6 al mediodía del mismo día, han devastado diez provincias del sureste de Turquía.
A un centenar de kilómetros al este, en Gaziantep o Kahramanmaras, la situación está aún mucho peor. Ahí hay barrios enteros sin un edificio en pie.
De los 14 bloques de vivienda de ocho pisos, todos iguales, edificados en los años 1980, dos se han derruido por completo. Los habitantes de los demás se salvaron, saliendo en plena noche y con temperaturas bajo cero, con lo puesto, a la calle tras el primer temblor.
Nadie ha podido volver a su casa, dice a EFE Özkan, otro vecino que observa estoicamente su coche, aparcado delante de la puerta y aplastado por un generador solar que estaba instalado en el techo del edificio. A él, al menos, no se le ha muerto nadie.
Pero descarta entrar a su casa: en el hueco de la escalera hay grandes derrumbes, una bicicleta está medio cubierta por escombros. El edificio se puede venir abajo en cualquier momento. “No camine por las aceras ni bajo los toldos”, aconseja Özkan.
Prácticamente todo Osmaniye, una ciudad de 280.000 habitantes a 20 kilómetros de la costa mediterránea y a 50 de la frontera siria, se ha quedado en la calle.
Por todas partes se ven fachadas agrietadas, escaparates destrozados, restaurantes y tiendas con todo el mobiliario revuelto. Ningún negocio está abierto, salvo unas gasolineras donde los coches hacen cola.
Pese al peligro, de vez en cuando algunos vecinos entran en algún bloque y salen al poco rato con prisas, algunas mantas bajo el brazo.
El sol empieza a calentar, pero por la noche, las temperaturas bajan de cero. Al menos hoy no hay nevada, como más al norte, donde los equipos de rescate trabajan entre tormentas de nieve a mil metros de altura.
Según Musa, hay 150 edificios derrumbados en Osmaniye, por lo que el balance de muertos, teme, puede fácilmente llegar a mil solo en esta provincia, una de las menos afectadas por el seísmo.
Ferhat sigue mirando. Tras él, alguien ha colocado con cuidado en un murete un gran álbum de fotografías de boda, solo ligeramente dañado por polvo y lodo.
Los transeúntes se paran brevemente, nadie parece reconocer a la pareja recién casada en la portada. Habrá que esperar si el equipo de rescate hace algún milagro.