Hace tres años, cuando me encontraba junto a la cama de mi primer paciente con coronavirus, me costaba entender por qué alguien relativamente joven y sano había enfermado tanto.
Lo desconocido del virus ya era bastante aterrador, pero pensar que una enfermedad grave podía aparecer de la nada era insostenible. Incluso con mi equipo de protección personal, contuve la respiración, de pronto consciente de mi propia vulnerabilidad. El propio aire me parecía peligroso.
Hace un par de meses, mi padre me llamó para decirme que su prueba de coronavirus era positiva. Apenas reaccioné, hasta que me di cuenta de que un resultado positivo significaba que él no podría viajar a visitar a mi bebé de brazos como estaba previsto. Ya se había puesto todas sus vacunas y sus refuerzos, así que no me preocupó su salud, pero me sentía frustrada. De inmediato, sentí que mi decepción se convertía en juicio. Podría haber tenido más cuidado.
Mientras pensaba en mi reacción —y en el paso del coronavirus de una amenaza mortal a un inconveniente— me encontré pensando no solo en los primeros días de la pandemia en la unidad de terapia intensiva, sino también en cómo este virus está tan vinculado con la moralidad.
Desde que aparecieron las primeras noticias
El debate público solía culpar de la propagación del coronavirus a cierto origen étnico, a las condiciones de salud subyacentes o a un partido político. Resulta tentador creer que el personal sanitario es inmune a estas reacciones. Al fin y al cabo, atendemos a todos los pacientes, sin importar si son culpables de sus propias enfermedades. Pero ante la inevitabilidad de otra pandemia, debemos reconocer que, cuando nos enfrentamos al miedo y la incertidumbre, los que trabajamos al pie de la cama no somos del todo diferentes.
Desde hace mucho tiempo las enfermedades se han usado como un arma en contra de quienes se consideran los “otros”. Desde la plaga bubónica del siglo XIV hasta la tuberculosis y el VIH, los ejemplos resuenan a lo largo de la historia de la medicina. Cuando la gente tiene miedo, busca a alguien a quien culpar, para crear una narrativa —sin importar si es falsa— en la que la enfermedad es un castigo en lugar de un suceso desafortunado.
Por supuesto, los trabajadores de la salud atienden con frecuencia a pacientes que sufren, directa o indirectamente, a consecuencia de las acciones que han llevado a cabo. Trasplantamos órganos a quienes padecen insuficiencia hepática por cirrosis tras años de alcoholismo, o insuficiencia cardíaca tras décadas de mala alimentación y poco ejercicio. Gran parte de lo que hacemos en el hospital son segundas oportunidades, cuidados libres de juicio.
Y, a pesar de ello, la idea de la culpabilidad, ya sea que nuestros pacientes tengan o no la culpa de sus enfermedades, sigue presente. Por ejemplo, cuando vemos en consulta a pacientes con cáncer de pulmón, mencionamos si fueron fumadores crónicos. La madre joven con una masa en el pulmón que nunca ha fumado es una tragedia; un hombre mayor que desarrolla cáncer tras 50 años de fumar motiva una respuesta distinta. Eso no quiere decir que la atención médica que ofrecemos sea diferente, al menos no de ninguna manera cuantificable. Pero la distinción importa. Afecta la manera en que enmarcamos la historia, la manera en que entendemos el mundo.
La enfermedad que no puede explicarse con ningún comportamiento es aterradora. Nos recuerda que, hagamos lo que hagamos, tengamos el cuidado que tengamos, cualquiera de nosotros puede enfermar y morir. Es un recordatorio de que ninguno de nosotros está a salvo. Esa es una de las razones por las que el coronavirus nos asustó tanto a los profesionales sanitarios. La enfermedad no solo traspasó los límites entre médico y paciente, sino que los diezmó. Todos éramos vulnerables. Y al principio pensé que esa vulnerabilidad podría aumentar la empatía, pero luego, con el paso del tiempo, esa empatía disminuyó. Y nosotros también empezamos a encontrar un “nosotros” y un “ellos”.
Primero ocurrió con los cubrebocas
Los pacientes que no usaban cubrebocas eran, en cierto modo, responsables de su propia enfermedad. Nos frustramos aún más, y nos sentimos más cómodos con expresar abiertamente esa frustración, cuando se trataba de pacientes que no estaban vacunados. Había trabajadores sanitarios que se oponían a la idea de ofrecer recursos avanzados y escasos, como un baipás pulmonar o un trasplante, a pacientes no vacunados con enfermedades que podían ser mortales.
Incluso cuando no se trataba de recursos médicos, era evidente que el estigma de los no vacunados estaba presente en la forma en que abordábamos un caso. Cuando hablábamos de los pacientes en las rondas, mencionábamos en la primera frase si se habían vacunado. Como en el caso del paciente con cáncer de pulmón, este conocimiento no afectaba el tratamiento, pero sí cambiaba la manera en que enmarcábamos la historia. Las personas que teníamos delante habían tomado una decisión y, como consecuencia, estaban enfermas e incluso moribundas. No estaban libres de culpa, por lo que quizás merecían menos nuestra compasión.
Esta pandemia está menguando, pero habrá otra
Quiero decir que aprenderemos y seremos diferentes, tanto en la cabecera de la cama como en el mundo. Quiero decir que seremos compasivos, que sabemos que culpar solo nos separa más, pero entonces repaso la historia. Pienso en nuestra percepción de los no vacunados. Pienso en el estigma que conllevan tantas enfermedades, en lo poco que queremos reconocer la importancia de la suerte y el azar. Y tengo que preguntarme: cuando llegue la próxima pandemia, ¿a quién culparemos?