Salvo pocas excepciones, o aprendes de tus competidores o dejas de ser competencia.
Hace más o menos un siglo, cuando Henry Ford revolucionó la producción automotriz moderna, ingenieros de Francia, Japón, Alemania y la Unión Soviética acudieron en masa a Detroit para aprender a copiar sus métodos que hacían milagros. La planta en River Rouge de Ford, entonces la fábrica más grande del mundo, acabó inspirando las instalaciones de Renault, Volkswagen, Toyota y la automotriz rusa Gaz. También dio lugar a la pesadilla económica de la Segunda Guerra Mundial, cuando tanques, aviones y productos químicos tóxicos salían de las cadenas de producción de todo el mundo.
Aquellos ingenieros no estaban en Detroit solo motivados por la curiosidad. Sabían que tenían que estar al día con los métodos estadounidenses. Como dijo un conservador de Weimar, Alemania tenía que “estudiar los medios y mecanismos de los estadounidenses”, de lo contrario, se volvería “presa de Estados Unidos”.
Ahora, le toca a Estados Unidos ponerse al día económicamente, en el floreciente sector de las energías limpias. A partir de este año, China es el mayor exportador de automóviles del mundo, gracias a una próspera industria de vehículos eléctricos, y tiene una cuota de mercado de al menos el 74 por ciento en cada etapa de la cadena de suministro de paneles solares. China aprendió a dominar los sectores de la energía solar, las baterías y los vehículos eléctricos a lo largo de la década de 2010, mientras que en Estados Unidos se discutía si aprobar o no una política de energía limpia e incluso si existía o no el cambio climático. Con la Ley de Reducción de la Inflación, Estados Unidos tiene ahora la oportunidad de ser más competitivo y nada entusiasma más a los legisladores de todo el espectro político que la perspectiva de aplastar a China.
Pero Estados Unidos no puede crear una industria automotriz competitiva renovable o eléctrica desde cero. La historia de la innovación —y del mundo moderno, para ser honestos— demuestra que los ingenieros estadounidenses avanzarán en estos sectores solo si pueden trabajar con sus colegas chinos.
Basta ver la situación en la que se encuentra Ford
Para 2026, Ford quiere empezar a vender en el mercado estadounidense vehículos eléctricos equipados con baterías fabricadas con una mezcla química conocida como LFP (litio-ferrofosfato). Las baterías LFP pueden cargarse más rápido y con más frecuencia que las de cobalto y níquel que Ford utiliza en este momento, además de que son más baratas y resistentes, y están hechas de minerales que son más fáciles de conseguir.
El único problema es que Ford no sabe cómo fabricar las baterías LFP a gran escala. Ninguna empresa estadounidense lo sabe. Aunque los estadounidenses fueron los primeros en inventar y desarrollar la tecnología del litio-ferrofosfato, en la década de 1990, las empresas chinas fueron las que descubrieron cómo producirla en masa. Hoy, se puede decir que estas empresas tienen un monopolio.
Pero Ford tiene una solución
En febrero, anunció sus planes de abrir una nueva fábrica de baterías LFP de 3500 millones de dólares en Míchigan. La empresa obtendría la licencia de la tecnología de un fabricante de baterías chino, cuyos ingenieros (en palabras de Bill Ford, presidente de la compañía) “nos ayudarán a acelerar el proceso para poder fabricar estas baterías nosotros mismos”. La empresa china CATL ganaría dinero y prestigio, Ford aprendería a fabricar estas baterías y Estados Unidos crearía 2500 nuevos puestos de trabajo. Este era, al parecer, exactamente el tipo de situación que la ley climática de Biden pretendía establecer.
Sin embargo, el senador Joe Manchin, el demócrata de Virginia Occidental que ayudó a elaborar la ley, estalló ante la noticia. “Que me cuelguen si dejo que les den 900 dólares de cada 7500, para que se vayan a China por un producto que nosotros prácticamente empezamos a fabricar”, dijo en una conferencia sobre energía en Houston (se refería a la subvención que la ley concede a los compradores de vehículos eléctricos nuevos, aunque Ford asegura que la empresa china no recibiría nada de ese dinero federal).
¿Me estás diciendo que no tenemos a la gente inteligente ni la tecnología y que no podemos avanzar con la rapidez suficiente?”, preguntó. “Eso no tiene sentido”, concluyó.
A los republicanos tampoco les gustó la asociación. El gobernador de Virginia Glenn Youngkin, quien en algún momento intentó que la fábrica se instalara en su estado, retiró su propuesta abruptamente y despreció el proyecto por tratarse de “una relación de caballo de Troya con el Partido Comunista de China”. El senador de Florida Marco Rubio exigió que el Departamento del Tesoro evaluara el acuerdo como un riesgo para la seguridad nacional.
Sin embargo, a pesar de toda la retórica exagerada, la verdad es que la colaboración fluida y en persona ha sido el modo fundamental en que la tecnología atraviesa las fronteras. Salvo pocas excepciones, o aprendes de tus competidores o dejas de ser competencia.
Otros países sí lo entienden. Estados Unidos es el que ha tenido que aprender esta lección una y otra vez.
Primero, la aprendimos en la primera década del siglo XX, cuando Alemania tenía la industria química más grande del mundo. Las empresas químicas estadounidenses tuvieron que esperar hasta después de la Primera Guerra Mundial para traer científicos alemanes al país a fin de que Dupont y Dow pudieran aprender cómo fabricar químicos tan bien como sus competidores alemanes.
Luego, la volvimos a aprender en los años ochenta, cuando el gobierno de Reagan animó a los fabricantes de automóviles japoneses a abrir fábricas en Estados Unidos, lo que permitió a los ingenieros estadounidenses comprender mejor el modelo de fabricación superior que habían desarrollado los japoneses. Esas fábricas iniciales tuvieron tanto éxito —en una, el tiempo de trabajo disminuyó de 36 a 19 horas por vehículo— que el modelo se adoptó en toda la industria y en todo el mundo.
Cuando los ingenieros estadounidenses comenzaron a trabajar con sus colegas japoneses, les asombró darse cuenta de cómo no comprendían ciertas ideas y estrategias sino hasta que veían cómo las aplicaban los japoneses. “Toyota enseña de manera implícita”, observó el profesor de una escuela de negocios. “No pueden poner en palabras lo que están haciendo, ni siquiera en japonés”.
Una industria tras otra narra una historia similar. Para describir la información fundamental que no puede escribirse en un libro ni describirse en una patente, los sociólogos utilizan el término “conocimiento tácito”. Nosotros podemos usar un término más sencillo: saber hacer.
El saber hacer es lo que hace funcionar a nuestra sociedad moderna y técnica. Para operar a alguien, refinar un químico peligroso o fabricar una batería de iones de litio hay que tener los conocimientos tácitos necesarios.
Cualquiera puede comprar una maquinaria en el mercado mundial, pero solo el saber hacer permite utilizarla bien y desplegarla con eficacia en una línea de producción.
Y la razón por la que Ford recurrió a la empresa china es justo ese saber hacer. Claro, los ingenieros de Ford pueden estudiar la química de estas baterías más avanzadas, pero eso no ayudará a fabricarlas, como tampoco memorizar el reglamento de la NFL te convertiría en Tom Brady. Por el momento, China es el mayor fabricante de baterías de vehículos eléctricos en el mundo. Solo sus ingenieros pueden mostrarles a los ingenieros de Ford cómo producir esas baterías de manera rápida y confiable, y a un precio competitivo a nivel mundial. Lo mismo ocurre en todas las demás industrias ecológicas.
Manchin y Rubio tal vez encuentren maneras de desalentar este tipo de asociaciones. Según la Ley de Reducción de la Inflación, las baterías de vehículos eléctricos producidas por una “entidad extranjera preocupante” no son elegibles para el crédito fiscal de 7,500 dólares para vehículos eléctricos. Aunque el significado de esa frase sigue sin estar claro, una posible interpretación sugiere que casi cualquier empresa sujeta a las leyes chinas estaría prohibida, lo que significa que incluso si Ford produjera todas las piezas de un auto en Estados Unidos, la participación de la empresa china podría descalificar al comprador del autor para recibir el crédito fiscal de 7,500 dólares.
Pero rechazar los conocimientos tácitos de China, irónicamente, nos hace más dependientes de este país en cualquier fractura relacionada con la seguridad en el futuro, porque tendríamos que importar de China lo que nunca aprendimos a fabricar nosotros mismos.
Este es el tipo de dilema que la secretaria del Tesoro, Janet Yellen, tuvo que sortear durante su viaje reciente a China, y que los funcionarios federales deberán negociar durante los próximos años. Si las empresas estadounidenses no pueden abrir fábricas con empresas chinas en Estados Unidos, entonces los trabajadores del país se quedarán sin empleos, sus consumidores no tendrán acceso a nuevas tecnologías y sus ingenieros se quedarán detrás de los mejores del mundo. Competir con China es una buena idea. Desconfiar tanto de ella que tú mismo te pongas el pie, no lo es.