La película de Cristopher Nolan explora en detalle lo que este país le hizo a su científico más famoso.
Un día de la primavera de 1954, J. Robert Oppenheimer se encontró con Albert Einstein a la salida de sus oficinas en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, Nueva Jersey, Oppenheimer era director del instituto desde 1947 y Einstein miembro de la facultad desde que huyó de Alemania en 1933. Los dos hombres podían discutir sobre física cuántica —Einstein refunfuñaba que no creía que Dios jugara a los dados con el universo—, pero eran buenos amigos.
Oppenheimer aprovechó la ocasión para explicarle a Einstein que iba a ausentarse del instituto durante algunas semanas. Se estaba viendo obligado a defenderse en Washington D. C., durante una audiencia secreta por acusaciones de que era un riesgo para la seguridad, y quizás incluso desleal. Einstein argumentó que Oppenheimer “no tenía ninguna obligación de someterse a la caza de brujas, que había servido bien a su país, y que, si esta era la recompensa que Estados Unidos le ofrecía, debía darle la espalda”. Oppenheimer objetó y afirmó que no podía darle la espalda a Estados Unidos. “Amaba a su país”, comentó Verna Hobson, su secretaria, quien fue testigo de la conversación, “y ese amor era tan profundo como su amor por la ciencia”.
Einstein no lo entiende”, le dijo Oppenheimer a Hobson. Pero mientras Einstein volvía a su despacho le dijo a su ayudante, asintiendo en dirección a Oppenheimer: “Ahí va ese tonto”.
Einstein tenía razón. Oppenheimer se estaba sometiendo tontamente a un tribunal irregular en el que pronto fue despojado de su autorización de seguridad y humillado públicamente. Los cargos eran endebles pero, por una votación de dos a uno, el panel de seguridad de la Comisión de Energía Atómica consideró a Oppenheimer un ciudadano leal que, sin embargo, era un riesgo para la seguridad: “Consideramos que la conducta y asociación continuas de Oppenheimer han reflejado un grave desprecio por los requisitos del sistema de seguridad”. Al científico ya no se le confiarían los secretos de la nación. Celebrado en 1945 como el “padre de la bomba atómica”, nueve años más tarde se convertiría en la principal víctima célebre de la vorágine macartista.
Puede que Oppenheimer fuera ingenuo, pero hizo bien en luchar contra las acusaciones y en utilizar su influencia como uno de los científicos más destacados del país para hablar en contra de la carrera armamentista nuclear. En los meses y años anteriores a la audiencia de seguridad, Oppenheimer había criticado la decisión de construir una “superbomba” de hidrógeno. De manera sorprendente, había llegado a decir que la bomba de Hiroshima se utilizó “contra un enemigo en esencia derrotado”. La bomba atómica, advirtió, “es un arma para agresores, y los elementos de sorpresa y terror son tan intrínsecos a ella como los núcleos fisionables”. Estas francas disensiones respecto de la opinión predominante de la élite de seguridad nacional de Washington le trajeron poderosos enemigos políticos. Precisamente por eso se le acusaba de deslealtad.
Tengo la esperanza de que la nueva y asombrosa película de Christopher Nolan sobre el complicado legado de Oppenheimer inicie una conversación nacional no solo sobre nuestra relación existencial con las armas de destrucción masiva, sino también sobre la necesidad en nuestra sociedad de científicos como intelectuales públicos. La película de Nolan, de tres horas de duración, es una apasionante historia de suspenso y misterio que profundiza en lo que este país le hizo a su científico más famoso.
Tristemente, la historia de la vida de Oppenheimer es relevante para nuestros predicamentos políticos actuales. Oppenheimer fue destruido por un movimiento político caracterizado por demagogos ignorantes, antiintelectuales y xenófobos. Los cazadores de brujas de aquella época son los antepasados directos de nuestros actuales actores políticos de cierto estilo paranoico. Estoy pensando en Roy Cohn, el abogado principal del senador Joseph McCarthy, que intentó citar a Oppenheimer en 1954, solo para que le advirtieran que eso podría interferir con la inminente audiencia de seguridad contra Oppenheimer. Sí, ese Roy Cohn, que le enseñó al expresidente Donald Trump su descarado y totalmente desquiciado estilo de hacer política. Basta con recordar los comentarios del expresidente sobre la pandemia o el cambio climático, rebatidos por los hechos. Se trata de una cosmovisión que desprecia con orgullo la ciencia.
Después de que el científico más célebre de Estados Unidos fuera acusado falsamente y humillado en público, el caso Oppenheimer envió una advertencia a todos los científicos para que no se presentaran en la arena política como intelectuales públicos. Esa fue la verdadera tragedia de Oppenheimer. Lo que le ocurrió también dañó nuestra capacidad como sociedad para debatir honestamente sobre la teoría científica, la base misma de nuestro mundo moderno.
La física cuántica ha transformado por completo nuestra comprensión del universo. Y esta ciencia también nos ha traído una revolución en la potencia informática e increíbles innovaciones biomédicas para prolongar la vida humana. Sin embargo, demasiados de nuestros ciudadanos siguen desconfiando de los científicos y no comprenden la búsqueda científica, el ensayo y error inherentes a la comprobación de cualquier teoría frente a los hechos mediante la experimentación. Solo hay que ver lo que les ocurrió a nuestros funcionarios de salud pública durante la reciente pandemia.
Nos encontramos en el umbral de otra revolución tecnológica en la que la inteligencia artificial transformará nuestra forma de vivir y trabajar y, sin embargo, aún no tenemos con sus innovadores el tipo de discurso civil informado que podría ayudarnos a tomar decisiones políticas acertadas sobre su regulación. Nuestros políticos deben escuchar más a innovadores tecnológicos como Sam Altman y a físicos cuánticos como Kip Thorne y Michio Kaku.
Oppenheimer intentaba con desesperación mantener ese tipo de conversación sobre las armas nucleares. Intentaba advertir a nuestros generales que no se trataba de armas para el campo de batalla, sino de armas de puro terror. Sin embargo, nuestros políticos optaron por silenciarlo; el resultado fue que pasamos la Guerra Fría enfrascados en una carrera armamentística costosa y peligrosa.
Hoy en día, las amenazas no tan veladas de Vladimir Putin de desplegar armas nucleares tácticas en la guerra de Ucrania son un duro recordatorio de que nunca podemos ser complacientes a la hora de convivir con las armas nucleares. Oppenheimer no lamentó lo que hizo en Los Álamos; comprendía que no se puede impedir que seres humanos curiosos descubran el mundo físico que les rodea. No se puede detener la búsqueda científica ni desinventar la bomba atómica. No obstante, Oppenheimer siempre creyó que los seres humanos podían aprender a regular estas tecnologías e integrarlas a una civilización sustentable y humana. Esperemos que tenga razón.