Si me pidieran que trazara el declive de la psique estadounidense, supongo que tomaría como referencia una serie de cambios culturales que comenzaron justo después de la Segunda Guerra Mundial y se fueron consolidando a lo largo de las décadas siguientes, cuando escritores tan diversos como Philip Rieff, Christopher Lasch y Tom Wolfe advirtieron la aparición de lo que llegó a conocerse como la cultura terapéutica.
En épocas culturales anteriores, mucha gente ponía su autoestima en la relación con Dios o en su capacidad para ganar en el mercado comercial. Pero en una cultura terapéutica, el sentido de autoestima de las personas depende de sus sentimientos subjetivos sobre sí mismas. ¿Me siento bien conmigo mismo? ¿Me gusto?
Desde el principio, muchos escritores se dieron cuenta de que a menudo convertía a las personas en narcisistas frágiles. Las apartaba de las tradiciones morales y de las fuentes normales de significado e identidad. Las ensimismaba, las llevaba hacia ellas mismas, las hacía anhelar la afirmación pública para sentirse bien consigo mismas. Como escribió Lasch en su libro de 1979, “La cultura del narcisismo”, esas personas viven asoladas por una inseguridad que solo pueden “superar viendo su ‘grandioso yo’ reflejado en las atenciones de los demás”.
Lasch continúa: “Plagado de ansiedad, depresión, vagos descontentos, una sensación de vacío interior, el ‘hombre psicológico’ del siglo XX no busca ni el engrandecimiento individual ni la trascendencia espiritual, sino la paz de espíritu, en condiciones que militan cada vez más en su contra”.
Unas décadas más tarde
La sensación de pérdida e inseguridad, que Lasch y muchos otros habían visto en ciernes, se había transmutado en una rugiente epidemia de dolor psíquico. Por ejemplo, en 2010, empezó a quedar claro que estábamos en medio de una crisis de salud mental, con un aumento de las tasas de depresión y suicidio, una epidemia de desesperanza y desesperación entre los jóvenes. Las redes sociales se convirtieron en un lugar al que la gente acudía en busca de atención, validación y afirmación, aunque a menudo encontraran rechazo.
En poco tiempo, surgió el seguritarismo; esto es, la suposición de que las personas son tan frágiles que necesitan ser protegidas del daño social. La revista Slate proclamó 2013 “el año de la advertencia desencadenante”. Conceptos como “microagresión” y “espacios seguros” no podían quedarse atrás.
Esto vino acompañado de lo que podríamos llamar la elefantiasis del trauma
Antes, la palabra “trauma” se refería a las brutales heridas físicas que uno podía sufrir en la guerra o por malos tratos. Pero el uso de la palabra se extendió de tal manera que se aplicó a toda una gama de experiencias perturbadoras.
El enorme éxito editorial sobre el trauma, “El cuerpo lleva la cuenta”, de Bessel van der Kolk, se convirtió en el artefacto cultural que definió la época. Parul Sehgal escribió un perspicaz artículo en The New Yorker titulado “The Case Against the Trauma Plot” (Argumentos en contra de la trama traumática), en el que señalaba cuántos personajes de novelas, memorias y programas de televisión intentan recuperarse de un trauma psicológico, desde Ted Lasso hacia abajo. En enero de 2022, Vox declaró que “trauma” se había convertido en “la palabra de la década”, señalando que había más de 5500 pódcast con la palabra en el título
Para muchas personas, el trauma se convirtió en su fuente de identidad. La gente comenzó a definirse por la manera en que las habían herido.
Al parecer, todo fenómeno nacional tiene que convertirse en una guerra cultural y eso es lo que ocurrió con la crisis psicológica. En un bando, estaban los protectores. Eran las personas que se enfrentaban directamente a cuánto abuso, maltrato y dolor había en la sociedad. Intentaron modificar el comportamiento y reformar las instituciones para que nadie se sintiera emocionalmente inseguro.
La respuesta a los protectores vino de lo que podríamos llamar la coalición antifrágil. Estaba liderada por Jordan Peterson y miles de sus imitadores menores, desde el senador Josh Hawley hasta un ejército de influyentes masculinistas. Al principio, esta coalición parecía un grupo de individualistas aguerridos que les decían a los copos de nieve del mundo que se endurecieran y dejaran de lloriquear. Pero no hacía falta estar mucho tiempo en este mundo para darse cuenta de que solo representaban la otra cara de la frágil mentalidad victimista.
Ya sea de izquierda o de derecha, parece que ahora todos somos víctimas
La inestabilidad del yo ha creado una cultura pública inmadura: impulsiva, dramática, errática y cruel. En una institución tras otra, desde iglesias a escuelas y organizaciones sin fines de lucro, las voces menos maduras dominan y lanzan acusaciones, mientras que las más maduras permanecen agazapadas, intentando pasar el día.
Las personas con estas voces más fuertes a menudo actúan de esa manera histriónica que sugiere que están tratando de resolver heridas personales a través de la expresión política. En todos los bandos, la gente llega a creer que es impotente y no está dispuesta a asumir ninguna responsabilidad por su situación, otro síntoma clásico de inmadurez.
El problema central se remonta al propio ethos terapéutico
La forma en que aísla a la gente de las fuentes más grandes de un orden moral; la forma en que impone a la gente que se cree a sí misma por sí misma, a partir de sí misma; la forma en que se niega a reconocer la realidad de que nos vemos a nosotros mismos como nos ven los demás.
Los fundadores del ethos terapéutico pensaron que estaban creando individualistas autónomos que se sentirían bien consigo mismos. Pero, como pronosticó Lasch: “El narcisista depende de los demás para validar su autoestima. No puede vivir sin un público que le admire. Su aparente libertad frente a los lazos familiares y las limitaciones institucionales no le permite estar solo ni vanagloriarse de su individualidad. Al contrario, contribuye a su inseguridad”.
Si queremos construir una cultura en la que sea más fácil ser maduro, tendremos que abandonar algunos de los principios de la cultura terapéutica. Hoy, como siempre, la madurez consiste en comprender que uno no es el centro del universo. El mundo no es una gigantesca historia sobre mí.
En un entorno no terapéutico, las personas no construyen identidades seguras por sí mismas. Tejen su yo estable a partir de sus compromisos y vínculos con los demás. Sus identidades se forjan a medida que cumplen con sus responsabilidades como amigos, familiares, empleados, vecinos y ciudadanos. El proceso es social y absorbe a los demás; no es terapéutico.
La madurez en este ethos alternativo se consigue saliendo del propio punto de vista egoísta y desarrollando la capacidad de absorber, comprender y habitar los puntos de vista de los demás.
La mejor vida es una serie de exploraciones audaces emprendidas desde una base segura. La cultura terapéutica minó esa seguridad interior para varias generaciones de estadounidenses. Quizá podamos intentar construir una cultura en torno al ideal de la madurez y su fuerza silenciosa.