Vladimir Medinsky, exministro de Cultura de Rusia y asesor presidencial, ha ayudado a construir el edificio ideológico sobre el que se asienta buena parte del régimen de Putin.
A partir de este mes, todos los estudiantes de bachillerato de Rusia tienen un nuevo libro de texto de Historia. En sus páginas, encontrarán un relato asombrosamente simplista de los últimos 80 años —desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta el presente— que prácticamente lleva la firma del Kremlin.
Llamarlo revisionismo se queda muy corto. Stalin, a diferencia de cómo se lo solía representar en los libros de texto rusos de los últimos 30 años, es presentado como un dirigente sabio y eficaz gracias al cual la Unión Soviética ganó la guerra y la gente común empezó a vivir mucho mejor. Se mencionan las represiones, pero de forma acusatoria. Al lector le queda la sensación de que las víctimas de Stalin eran culpables y sufrieron un castigo merecido.
El relato sobre el final de la Unión Soviética está igualmente distorsionado. En los libros de texto anteriores se analizaba el colapso del sistema soviético y la ineficiencia de la economía planificada, se escribía sobre la irracionalidad de la carrera armamentista y de los dirigentes soviéticos envejecidos.
El nuevo volumen culpa de todo a Mijaíl Gorbachov, y lo reprueba tachándolo de burócrata incompetente que sucumbió a la presión de Estados Unidos. Luego están las 28 páginas sobre la guerra en Ucrania. En ellas no hay, por supuesto, historia alguna, sino solo propaganda descarada, un conjunto de clichés reciclados de la televisión rusa.
El libro fue escrito, junto con otros, por Vladimir Medinsky, exministro de Cultura de Rusia y actual asesor presidencial. Medinsky tiene otro papel, más secreto: es quien le escribe los textos al presidente Vladimir Putin. Trabaja con un equipo de ayudantes y redacta textos sobre historia que firma con el nombre de Putin.
Dada la obsesión del presidente con la historia y el uso que hace de ella para justificar su régimen, Medinsky ocupa una posición importante en la Rusia actual. Desde las sombras, ha ayudado a construir el edificio ideológico e histórico sobre el que se asienta buena parte del régimen de Putin.
Pero ¿quién es?
Medinsky nació en la región ucraniana de Cherkasy, pero no es ucraniano. Su padre era militar y Medinsky pasó su infancia viajando por toda la Unión Soviética, de guarnición en guarnición. En este entorno itinerante, según algunos allegados, Medinsky creció con unos valores muy conservadores y como sincero patriota de la Unión Soviética.
La educación también fue importante —su madre era maestra— y, con el tiempo, eso lo llevó al Instituto de Relaciones Internacionales de Moscú. Estudiante modelo, destacó en la Facultad de Periodismo y fue miembro del Komsomol, la organización juvenil del Partido Comunista.
Pero llegado el momento de su graduación, la Unión Soviética se había derrumbado. A Medinsky no le costó adaptarse. En 1992, con un grupo de compañeros de clase, creó su propia empresa de publicidad, Ya Corporation. Sus clientes eran sobre todo empresas financieras y tabacaleras.
Pronto se convirtió en el especialista en relaciones públicas del grupo de cabildeo del tabaco, un poco al estilo del protagonista sin escrúpulos del libro de 1994 <em>Gracias por fumar</em>, de Christopher Buckley.
Fue en aquel entonces cuando conocí a Medinsky, cuando yo era estudiante de instituto, a finales de la década de 1990. Él era 10 años mayor que yo, y distante, y acababa de empezar a impartir clases de relaciones públicas. Era una disciplina nueva y muy de moda, y muchos de mis compañeros de clase que querían ser “gente de relaciones públicas” soñaban con aprender de él. Medinsky, una especie de estrella en el campus, era considerado un empresario de éxito y ayudaba con gusto a los estudiantes: a los mejores los fichaba para hacer prácticas en su empresa.
En 2000, Putin se convirtió en presidente de Rusia, en sustitución de Borís Yeltsin. Como debe hacer cualquier profesional de las relaciones públicas, Medinsky se adaptó al cambio de ambiente, y se valió de un empleo en la función pública para dar el salto a la política. Para 2004, ya era diputado del partido de Putin, Rusia Unida. A pesar de las acusaciones de que, siendo un cargo electo, siguió ejerciendo presión en favor de las tabacaleras y los casinos, Medinsky era un hombre en alza.
A eso ayudó que empezara a comerciar con el patriotismo. En 2007, este excabildero del tabaco empezó a escribir libros sobre historia; o, más bien, empezó a crear relaciones públicas históricas. En una serie de libros titulada “Mitos sobre Rusia”, se propuso desmontar los estereotipos rusos y, en su lugar, poner otras nuevas historias en circulación. Había libros sobre “la embriaguez, la pereza y la crueldad rusas”, “el robo, el alma y la paciencia rusos” y “la democracia, la suciedad y el encarcelamiento rusos”.
En cada uno de los libros, Medinsky sostenía que todo lo malo de la historia no eran sino calumnias de los enemigos. Por ejemplo, Iván el Terrible no era, en realidad, un tirano demente, porque, para empezar, siempre estuvo motivado por los intereses de su pueblo e hizo todo lo posible por el bien de Rusia. Por otra parte, los gobernantes occidentales de la época eran aún más crueles. Y, en cualquier caso, todas sus supuestas atrocidades fueron en realidad fantasías de los historiadores europeos.
Desde el principio, la obra de Medinsky recibió las críticas de los verdaderos historiadores rusos. Sin embargo, él nunca ocultó que su trabajo no estaba basado en los hechos. Para él eran irrelevantes: el verdadero objetivo era crear un relato convincente. “Los hechos, por sí solos, no significan mucho”, escribió Medinsky en uno de sus libros. “Todo empieza, no con los hechos, sino con las interpretaciones. Si amas a tu patria, a tu gente, entonces la historia que escribas siempre será positiva”.
Con este planteamiento, Medinsky ideó el mito de una Rusia benévola y poderosa, que siempre se alzaba con justas victorias frente a otros países supuestamente inferiores. Es evidente que llamó la atención del presidente y, en 2012, Putin lo nombró ministro de Cultura. Según una fuente cercana al Kremlin, el presidente le encomendó una tarea muy clara: emprender la militarización de la sociedad rusa.
Eso fue exactamente lo que hizo. En 2013, Medinsky se puso al frente de la Sociedad Histórica Militar Rusa, una organización benéfica que, en actos y exposiciones, ensalzaba las victorias militares del pasado. Como ministro, Medinsky destinó fondos a películas que crearan mitos patrióticos sobre la Segunda Guerra Mundial, como Mariya. El símbolo de la guerra y Los 28 hombres de Panfilov. El arte era desdeñado —en una reunión, Medinsky dijo que no podía considerar arte nada que pudiera dibujar él mismo— en favor de los éxitos comerciales. Toda su política cultural se puede calificar de propaganda de guerra y de la violencia.
Fueron años de éxito. Sin embargo, a principios de 2020, Putin remodeló su gobierno; junto con la mayoría de los miembros de la gobierno, Medinsky fue destituido y pasó a ser asesor del presidente. Según sus conocidos, fue un importante descenso de estatus, y la degradación le escoció. (Al parecer, le molestó sobre todo no recibir el coche nuevo que suelen disfrutar los empleados de la administración presidencial).
Pero la pandemia le ayudó a recuperarse. En el verano de 2020, Putin se confinó en su residencia de Valdái. Siempre le había interesado la historia; allí, donde tenía tiempo libre, se obsesionó notablemente con ella. Empezó a hablar sobre temas históricos, pero necesitaba un asesor, alguien que pudiese perfeccionar sus ideas y darles plena expresión. Medinsky era la opción evidente.
Es cierto que Medinsky no escribe él solo, exactamente, sus propios textos. La persona que le escribe los textos a Putin tiene su propio y numeroso equipo de escritores fantasma o ghostwriters. Sigue al frente de la Sociedad Histórica Militar Rusa, cuyos empleados trabajan en sus artículos y libros. En general, el proceso es más o menos el siguiente: el presidente dicta sus tesis a Medinsky, quien las desarrolla y se las dicta a su vez a sus ayudantes. Estos escriben los ensayos y, después, los textos recorren el camino inverso —a Medinsky y, finalmente, a Putin— para ser editados.
Así es, por ejemplo, como surgió el infausto ensayo de Putin de 2021, en el que escribió por primera vez que Occidente, de forma deliberada, estaba volviendo a Ucrania “antirrusa”. Estaba repleto de afirmaciones estrafalarias: que los rusos y los ucranianos eran un solo pueblo; que Ucrania fue una creación de los bolcheviques; que el Imperio ruso y la Unión Soviética nunca infringieron los derechos de los ucranianos.
El artículo, publicado en la web oficial del presidente, fue enviado a todas las unidades militares del Ministerio de Defensa, y Putin sigue repitiendo periódicamente sus puntos centrales en sus discursos públicos. El artículo fue incluido casi en su integridad en el nuevo libro de texto de historia.
El libro, que tiene la capacidad de formar a toda una generación de estudiantes rusos, es tal vez el mayor logro de Medinsky hasta la fecha. Según sus colegas, se compara a sí mismo con los intelectuales conservadores del Imperio ruso, como Konstantín Pobedonóstsev, el infame ideólogo del reinado de Nicolás II.
Otros modelos son Andréi Zhdánov, mano derecha de Stalin tras la Segunda Guerra Mundial, y Mijaíl Súslov, principal ideólogo de Brézhnev, que defendió la persecución de los disidentes.
Medinsky, por supuesto, es una parodia de los anteriores, al igual que su versión de la historia rusa. Es una mentira tan poco convincente e indisimulada que, en la práctica, sirve para condenar todo el relato imperial de la historia rusa. A pesar de su éxito, Medinsky podría convertirse en el sepulturero de la ideología imperial rusa. Porque, después de él, ya no será posible hablar sobre el pasado de Rusia sin vergüenza, horror y asco.