Protestas masivas, bloqueos y denuncias de represión policial marcan una crisis de gobernabilidad sin precedentes
Panamá atraviesa una crisis política y social de magnitudes históricas, considerada la más grave desde el retorno de la democracia en 1989, ya que lo que comenzó a finales de abril como una huelga nacional impulsada por sindicatos y gremios docentes, ha evolucionado en un movimiento de protesta generalizado que paraliza sectores clave del país, informó el diario español El País.
Las protestas también repudian el acuerdo del gobierno panameño con Estados Unidos para garantizar el retorno a antiguas bases militares, y las intenciones de reabrir la mina de Donoso cerrada por orden de la Corte Suprema en el 2023 por inconstitucionalidad.
Las protestas se han propagado por todo el país, con marchas masivas, bloqueos de la Carretera Panamericana y violentos enfrentamientos con las fuerzas de seguridad.

En Bocas del Toro, los trabajadores de la bananera Chiquita mantuvieron bloqueado el acceso durante tres semanas hasta que el gobierno declaró estado de emergencia en la provincia.
En tanto, indígenas del Darién denunciaron abusos policiales y enviaron una carta al Papa León XIV en busca de apoyo, y en la capital del país, estudiantes, mujeres y activistas siguen encabezando movilizaciones semanales frente a la Presidencia.
“La estabilidad política que caracterizó a Panamá tras la transición democrática se ha quebrado”, afirmó Harry Brown, sociólogo del CIEPS, en tanto para el politólogo Juan Diego Alvarado, “hay un agotamiento de todo lo que conocíamos como sistema político”.
El descontento social tiene raíces profundas. Panamá, uno de los países más desiguales de la región más desigual del mundo, ha visto crecer el desempleo, la informalidad y la precariedad laboral, mientras los servicios públicos se deterioran.
A ello se suma una percepción generalizada de que la ciudadanía no tiene voz real en las decisiones del Estado.
La actual ola de protestas no es aislada. En el 2019, las calles frenaron una reforma constitucional inconsulta. En el 2022, el alza del costo de vida mantuvo movilizaciones durante meses, y en el 2023, la oposición masiva al proyecto minero superó todos los récords previos.
A ese escenario se suman el temor a jubilaciones indignas y la percepción de un gobierno “entreguista” a intereses extranjeros.

Por su parte, el presidente José Raúl Mulino, quien llegó con la promesa de “dinero en el bolsillo” y a casi un año de su gestión, los recursos escasean y los conflictos se multiplican.
En febrero, Mulino calificó de “mafia” y “maleantes” al Suntracs. En las últimas semanas, varios líderes sindicales fueron detenidos bajo distintos cargos. Saúl Méndez, secretario general de Suntracs, solicitó asilo en la embajada de Bolivia, en un episodio sin precedentes en la historia reciente del país.
Organismos locales e internacionales han alertado sobre el uso excesivo de la fuerza, la criminalización de la protesta y un “deterioro acelerado del orden institucional”, marcado por la persecución a docentes, estudiantes, gremios y ciudadanos movilizados.
Con las posiciones cada vez más polarizadas, expertos coinciden en que la solución pasa por un giro en la actitud del gobierno. “El presidente debe abrir canales de diálogo reales”, señala la abogada Ana Carolina Rodríguez. “Es momento de reconocer errores y desactivar el conflicto con acciones concretas”.