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‘Euphoria’ reivindica la experiencia adolescente

‘Euphoria’ reivindica la experiencia adolescente
La actriz estadounidense Zendaya como Rue Bennet en la serie EuphoriaCreditCredit HBO. Tomado del NYT

Euphoria es una serie aparentemente vacía de euforia. “Una vez fui feliz”, nos dice la protagonista, Rue (Zendaya), en los primeros segundos del capítulo piloto, mientras se ve a un feto inmerso en la paz de la placenta. Después llegó el parto. Y, tres días más tarde, el 11-S, una inyección tremenda de realidad y dolor. Pero pronto “el dolor dio paso al atontamiento”. Y en él seguimos.

El atontamiento de la clase media (y media-baja) de los suburbios estadounidenses durante las dos primeras décadas del siglo XXI. El de las drogas que ayudaron a neutralizar un nuevo dolor (la enfermedad y la muerte de su padre). Circular, el capítulo termina con una imagen gemela de la escena inicial: tras la llegada de Jules (Hunter Schafer) a la vida de Rue, un plano cenital nos muestra a ambas en una cama protectora como un útero.

A partir de ese momento la primera temporada narra los intentos de los personajes por conquistar la euforia, tanto en fiestas puntuales como en estrategias a largo plazo. Rue lo hace tanto a través de las propias drogas como de un amor romántico, ingenuo, platónico, que la anima a abandonar las drogas; Jules, buscando la pasión de un hombre en internet y la amistad amorosa con mujeres en la vida física; Kat (Barbie Ferreira), encontrando una mina en el cibersexo y perdiendo la virginidad; Cassie (Sydney Sweeney), en una relación sentimental con un chico mayor; Maddy (Alexa Demie), mediante el sexo con desconocidos y el amor imposible por Nate (Jacob Elordi), el mejor atleta del colegio, que se comporta como un psicópata desde que a los once años descubrió la colección de vídeos en que su padre se graba con chicos jóvenes que le llaman “papi”.

Todos ellos comparten una misma expresión en el rostro: la de apatía, hastío o espera. La elocuencia reside sobre todo en sus ojos y en su maquillaje inesperado, que contrastan con la impasibilidad del resto de la cara (¿dónde acaba el ser y empieza la máscara?). Si en el centro de la serie hay un núcleo de vacío existencial, un núcleo vacío de euforia, que se refleja sobre todo en la tensión facial de las chicas, la construcción formal comienza con un primer nivel de fantasía en las sombras de ojos, la purpurina y los pintalabios.

La complejidad hipnótica de la voz de la narradora omnisciente, las simetrías y las inversiones de los planos cinematográficos o las arquitecturas narrativas de los episodios suman más capas de artificio a ese nivel cero de maquillaje. Se trata de la clásica operación barroca: el horror vacui se combate con retórica y acumulación. Es así como la euforia migra de las vidas de ficción a la forma de la serie: su plasmación eufórica.

“Me ha costado mucho mirarla, porque muestra sin filtros lo que para muchos jóvenes de secundaria y universidad de los Estados es su experiencia cotidiana. Yo personalmente no me correspondo con esos personajes, porque me han explicado los efectos de las drogas y no las consumo, pero conozco a mucha gente que sí toma drogas y viven realmente así”. (

Natalee Litchfield, 16 años, Molalla, Oregón, Estados Unidos).

La euforia no es el único elemento que debería estar —por título o por tema o por género— y del que ha sido vaciada la serie. Esas ausencias definen tan bien a Euphoria como los temas y las figuras que sí están presentes y que a nadie se le escapan: la adolescencia como angustia y montaña rusa, las drogas cotidianas en el marco de la cultura de la terapia, el sexo como realidad o como horizonte de deseo, la aceptación del cuerpo más allá de las normas sociales, las relaciones tóxicas, el acoso físico y pixelado, la vida en la periferia, la presión del futuro universitario.

En Euphoria no hay pedagogía, ni en el instituto ni en el hogar, porque no cuenta con auténticas figuras de autoridad. Sus encarnaciones —casi siempre masculinas— resultan fallidas: el director del centro educativo es incapaz de gestionar la crisis del vídeo porno de Kat, que ella misma acaba resolviendo mucho mejor que él; el padre de Nate no sabe cómo enfrentar el lado oscuro de su hijo, quien extorsiona, golpea y miente con maestría criminal; y la policía fracasa en su intento de proteger a Maddie de los malos tratos de su pareja, engañada por ella misma y por Nate.

La madre de Rue está perpetuamente al borde de un ataque de nervios, saturada de los engaños y los flirteos con la muerte de su primogénita; y la de Cassie se pasa el día borracha. La adolescencia se revela en la serie como un sistema radicalmente autónomo: Jules se acuesta sin saber exactamente por qué con hombres adultos, Kat gana dinero como ciberdominatrix, Nate no paga por sus múltiples delitos y Rue burla todos los sistemas de control de la drogadicción. Solucionan sus problemas sin recurrir jamás a sus padres, tutores o profesores. Como si habitaran un mundo paralelo.

“La vida emocional de los personajes está cargada mayoritariamente de mucha tristeza. Me parece que este sentimiento está muy presente en la vida de los jóvenes, acompañado de una gran incertidumbre y enojo. La violencia se vive de forma muy cercana a la nuestra. El acceso a las drogas también lo veo muy parecido. Con el auge de la cuarta ola feminista, la juventud acostumbra a gozar tanto del sexo con otres como de la autosatisfacción, lo cual se hace presente en la serie, aunque en las fiestas a las que yo acostumbro a ir no se forman enseguida parejas en los distintos dormitorios de la casa, como pasa siempre en las series norteamericanas”. 

(Vera Noejovich, 17 años, Buenos Aires, Argentina).

Ron Leshem y Daphna Levin, los creadores de la serie israelí original que Euphoria adapta con libertad, nacieron en 1976 y 1968, respectivamente. Sam Levinson, el creador del proyecto de HBO, lo hizo en 1985. A la misma franja de edad pertenece el resto del equipo creativo, como la directora Augustine Frizzell, el músico Labrinth, la diseñadora de vestuario Heidi Bivens o la maquilladora Doniella Davy. Las actrices que lideran el casting nacieron, en cambio, durante la década de los noventa; y encarnan personajes que lo hicieron durante la primera de este siglo.

Davy y Levinson estudiaron tutoriales de belleza en Youtube y perfiles de Instagram para diseñar esa dimensión narrativa de la obra. Pero el polisémico maquillaje de Euphoriatambién está inspirado en el último tercio del siglo XX (recuerda, de hecho, al de Pose o al de Glow).

Su horizonte de referencias audiovisuales también abunda en esa misma época. En las fiestas de disfraces encontramos a algunas protagonistas convertidas en la niña de Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese; la monja asesina de Ms. 45 (1981), de Abel Ferrara; la prostituta explosiva de True Romance (1993), de Tony Scott; o la Julieta de Romeo + Julieta (1996), de Baz Luhrmann. Y el final de la temporada nos sitúa abruptamente en un videoclip alucinado, en cuya coreografía se transparenta —ectoplasmática— la de Thriller (1982), de Michael Jackson.

Esos datos biográficos, creativos y culturales pueden conducir a la conclusión de que se trata de una ficción que intenta conectar a través de la sociología con los espectadores más jóvenes, y a través de la nostalgia con los de mediana edad. Pero creo que no existe tal divergencia. Levinson ha declarado que excavó en su propia adolescencia para nutrir la serie de fantasmas verdaderos. Y aunque parezca existir un monopolio iconográfico de los años 80 y 90, en realidad todos esos referentes se amalgaman con los propios de los milénials.

No me refiero solo a las apps y las plataformas, omnipresentes; sino a las propias actrices, que ya forman parte de la mitología artivista de nuestra época. Con casi 750.000 seguidores, Hunter Schafer, además de intérprete, modelo y artista, es la activista LGTBI+ que denunció al estado de Carolina del Norte por discriminar en el uso de los lavabos públicos. Con más de un millón, Barbie Ferreira, modelo de tallas grandes y actriz, fue destacada por la revista Time como una de las adolescentes más influyentes de 2016. Zendaya tiene casi 70 millones y con su interpretación perfecta en Euphoria ha conseguido escapar del estereotipo de estrella Disney y liderar una producción que aspira a trascender.

“Me encantó la manera en cómo abordan la violencia en el noviazgo, la homofobia internalizada, el porno, el empowering del cuerpo, la salud mental, la condición trans o la drogadicción, de un modo súperreal, con la que mucha gente se puede identificar, para llegar a mucha más de la que llegaría si fuera un simple teen show de high school. Yo ya no soy una adolescente, pero no hace mucho que lo era, y me regresó a esa locura de sentimientos”. (

Ximena Rodríguez, 20 años, Hermosillo, México)

.En las primeras temporadas de Ray Donovan, mientras que el protagonista y su mujer veían la televisión, sus hijos adolescentes miraban vídeos en Youtube. Esa escisión generacional de las audiencias ha obsesionado a las productoras durante los últimos años. El auge de la emisión en directo, la captación de youtubers estrella o series híbridas como Skam (un formato noruego, con adaptaciones en siete países, que combina la emisión de los capítulos en televisión con los clips y las actualizaciones en redes sociales de la cadena) forman parte de las estrategias de la televisión —cada vez más tentacular y mutante— para adaptarse a las formas de consumo de las nuevas generaciones.

La dimensión más ligera, hormonal, divertida y musical de la adolescencia ha sido tratada por muchísimas series y constituye el grueso del subgénero adolescente. La más dramática se ha retratado en ficciones sociales y criminales como The Killing (donde aparecen los miles de menores de edad que viven como vagabundos en los Estados Unidos) o American Crime (con una segunda temporada magistral ambientada en un instituto). Son pocas las series que se han ubicado en un punto medio. La estupenda 
Friday Night Lights
destaca con luz propia entre ellas. Como lo hace ahora Euphoria, siguiendo el camino de Por trece razones y perfeccionándolo.

No me refiero solamente al énfasis en la autonomía del mundo de los jóvenes y en el consecuente alejamiento de las figuras pedagógicas (en estas nuevas series es impensable un personaje carismático y paternal como el Coach Taylor), sino también en una decisión formal que me parece clave en ambas ficciones. En ambas hay una narradora. La de 
Por trece razones
es parcial y habla desde la muerte a través de unas cintas de cassette. La de Euphoria es omnisciente e hipnótica.

Aunque Whatsapp y las redes sociales hayan introducido la escritura y la imagen en la conversación cotidiana, en la adolescencia es importantísima la voz. Y la música. En su apuesta barroca, Euphoria logra equilibrar la oralidad y la música con la fuerza visual. Y se ha convertido en un fenómeno positivo que la otra serie, mucho más tremendista, no ha sabido o querido ser. Los personajes de Zendaya, Ferreira y Schafer, y ellas mismas, se han vuelto modelos tanto de maquillaje como de activismo. Una serie se vuelve relevante cuando además de opiniones y entusiasmo, genera realidad.

“Me encanta la voz de la narradora, que tiene algo de La broma infinita, de David Foster Wallace, con su descripción hipertécnica de las drogas y de las reuniones de adictos. Y el personaje trans es genial, nunca es una víctima y —sobre todo— su arco narrativo no trata de su ser trans. Pero lo que yo veo es que Euphoria cuenta la juventud de los que estamos llegando a los 30, pero mezclando elementos nuestros, como las fiestas o las ferias, con otros de ellos, de los que ahora tienen entre 15 y 20, como las apps, que a nosotros nos han ido llegando y para ellos han sido omnipresentes”. (Rubén Darío H. Londoño, 25 años, Medellín, Colombia).

Se podría situar también a Euphoria en una serie de series de HBO que han sabido vincularse —a razón casi de una por década— con el espíritu femenino del momento, gracias a personajes cada vez más jóvenes. Sex and the City (1998-2004) lo hizo, pionera, con las treintañeras más sofisticadas de Manhattan; Girls (2012-2017), con las veinteañeras más precarias de Brooklyn; y Euphoria parece capaz de hacerlo con las alumnas de secundaria más extraviadas de la América profunda de Trump.

Es importante inventar tradiciones como ésas para no caer en analogías que limitan las interpretaciones (como con la película 
Kids
de Larry Clark o la serie Skins) en lugar de dilatarlas. Como Sexo en Nueva York o Girls, Euphoria va mucho más allá de la radiografía de una nueva audiencia, de la voluntad de seducirla y de los guiños y las referencias a iconos y relatos de este cambio de siglo: diseña una narrativa y una estética que se ajustan a su época y se toma muy en serio los temas y la edad que se propone diseccionar, con la firme voluntad de superar las expectativas.

Por eso la escena más elocuente de esta primera temporada tal vez sea un homenaje cinéfilo que es al mismo tiempo teatral. Es Halloween: Jules se ha disfrazado de la Julieta angelical que encarnó Claire Danes y Rue, de Marlene Dietrich con smoking. En la fiesta, Jules la arrastra a la piscina: sumergidas calcan con sus cuerpos y gestos la famosa escenade la rompedora película de Luhrmann —y la reescriben—.

Pero la aspiración de ese ejercicio es mayor: la obra de Shakespeare no se limita a representar con fidelidad los miedos y los anhelos de los jóvenes aristócratas europeos de la última década del siglo XVI, ni se dirige a ese público. Del mismo modo, Euphoria no habla solamente de los adolescentes estadounidenses de la segunda década del siglo XXI ni aspira a que éstos sean sus únicos espectadores convencidos.

La adolescencia es un invento del siglo XX; durante milenios no existió, de modo que es uno de los muchos temas ahora universales de los que no pudieron hablar los clásicos. Para entendernos: pese a la edad parecida de sus personajes, el Lazarillo no habla de la adolescencia, en cambio El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger, sí lo hace.

Su espectro temporal se ha ido ampliando y ahora ya abarca al menos una década de la vida de la mayoría de los seres humanos. Tengamos la edad que tengamos, esos cerca de diez años que pasamos perdidos, buscando y encontrándonos, siguen ahí, dentro de nosotros como un animal enjaulado o como una mirada atónita asediada por filigranas de purpurina y reclaman representaciones a la altura de su importancia.

Así lo entiende Euphoria, una serie estadounidense que adapta una israelí y dialoga con millones de personas de todas las edades y de todos los rincones del planeta. Lo hace creando en el centro de cada personaje un gran vacío, una gran angustia, que es contrapesada por aros concéntricos de maquillaje, de drogas, de fugas, de disfraces, de movimientos de cámara, de coreografías imposibles, de eufórico barroco.

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