RÍO DE JANEIRO — Los habitantes de las favelas de Río de Janeiro, en Brasil, conocen bien el sonido de los vehículos militares blindados de la policía militar.
Los tanques son conocidos como caveirão (gran calavera) porque llevan el símbolo del Batallón de Operaciones Policiales Especiales: un cráneo atravesado por una daga, adornada con dos armas cruzadas. La llegada de los caveirões al arsenal policial, en 2002, significó un nuevo nivel de presión policial en las áreas más pobres de la ciudad.
Este año, sin embargo, hemos dado un paso más rumbo a la deshumanización como política de Estado. Ahora, la muerte llega también de los cielos. Solo en la favela de Maré, al norte de Río de Janeiro, en ocho de las veintiuna operaciones policiacas que se han realizado en el primer semestre de 2019, la policía de Río ha utilizado helicópteros —apodados caveirão volador, la gran calavera voladora— para disparar indiscriminadamente en contra de la población.
El gobernador de Río de Janeiro, Wilson Witzel —en el poder desde enero de este año—, está al tanto. Hace unos días se viralizó un video en el que aparece a bordo de un helicóptero en el que un agente dispara en contra de un lugar de oración en Angra dos Reis, un municipio al sur de Río, porque pensaron que ahí estaba un escondite de criminales. Durante toda su campaña, Witzel defendió que los policías tuvieran permiso para matar. “La policía hará lo correcto: apuntará a la cabeza y va a disparar”, dijo. Su propuesta, claramente inconstitucional, ha derivado en que, según el Instituto de Seguridad Pública, agentes de la fuerza del Estado son responsables del 29 por ciento de las 3048 muertes violentas en los primeros meses de 2019.
Witzel, un desconocido de la política hasta el año pasado, se unió a la ola de candidatos antisistema que, como Jair Bolsonaro, prometían mano dura y combatir la corrupción. Ahora, en el poder, no ha moderado sus declaraciones incendiarias: en junio dijo que su gobierno podría arrojar misiles contra la favela Ciudad de Dios para asesinar a los narcotraficantes. No parece importarle que ahí viven 36.000 personas. Según el último censo, 1,3 millones de personas viven en las favelas de Río. Esa población podría ser el blanco de la brutal represión iniciada por Witzel.
Hace unas semanas visité la Maré, una de las favelas más desfavorecidas de Río. Maré es tan grande que tiene todos los paisajes que se imaginan de una favela: escaleras empinadas y laberínticas y conjuntos habitacionales rectangulares. Vista desde adentro, tiene su belleza propia, con las calles llenas de día y de noche. Las motos van y vienen mientras sortean perros y transeúntes. Ahí entrevisté a varios de sus habitantes.
Dos personas me dijeron cómo deben cruzar las líneas de guerra imaginarias que dividen los territorios entre las distintas pandillas —Comando Vermelho, Tercer Comando de la Capital y las milicias, como son llamados los grupos paramilitares—. Sin embargo, son las incursiones policiales las que pueden ser aún más letales. En los primeros seis meses del año, quince personas (ocho de ellas jóvenes encontrados muertos con indicios de ejecución sumaria) han sido asesinadas en operaciones policiacas ahí.
Algunos de los habitantes con los que hablé coincidieron con que una de las razones por las que le temen a la policía es que los miembros de las operaciones policiales no viven en la comunidad, no reconocen a los vecinos y se han reportado casos en los que disparan sin preguntar quiénes son. Estudiantes jóvenes que van de camino a su escuela, niñas que jugaban en la calle y hasta bebés han sido víctimas de balas perdidas de los enfrentamientos entre policías y criminales.
Fui a Maré días antes de que la onegé Redes da Maré enviara a los jueces del Tribunal de Justicia 1509 cartas de niños en las que explican por qué la policía no debería disparar en contra de sus casas como ha empezado a hacer el gobierno de Witzel. “A mí no me gusta el helicóptero porque dispara y la gente muere. Esto está mal”, dice una carta en la que aparece un dibujo de un policía montado en un caveirão volador descargando en contra de la favela. Desde la ventana de una casita, una persona gesticula a los policías, como quien intenta mandar un mensaje obvio: hay personas viviendo ahí.
Hay, aproximadamente, 130.000 personas viviendo ahí, en Maré.
Esa carta, en su simplicidad, revela algo que debería ser claro para todos: se deben establecer mecanismos que garanticen los derechos humanos en las operaciones policiales en las favelas. Si estas estrategias de disparar sin garantizar la seguridad de los miles de habitantes que viven en Maré y el resto de los barrios en donde se llevan a cabo, la Corte Penal Internacional debe iniciar un examen preliminar para investigar si aquí se está cometiendo un crimen de lesa humanidad.
En 2018 se implementaron dos medidas que redujeron considerablemente —de 42 a 16— las muertes de civiles en las operaciones policiacas en Río. Las incursiones policiales debían estar acompañadas de ambulancias y no transcurrir en los horarios de entrada o salida de las escuelas. Pero en junio de 2019, en el año que promete ser el más violento en décadas, se suspendieron estas acciones.
La favela de Maré es un ejemplo paradigmático de las malas gestiones estatales en las favelas y del fracaso de la política de seguridad pública en las favelas de todo el país. Fue construida en la costa de la bahía de Guanabara por migrantes del interior del país que empezaron a llegar en masa de la región nordeste a partir de los años cuarenta para trabajar en la entonces capital de Brasil. Nueve de sus dieciséis subbarrios fueron construidos como proyectos de vivienda social por el gobierno, pero luego fueron abandonados a su propia suerte, sin infraestructura o seguridad.
A partir de la década de los ochenta, las bandas del narcotráfico comenzaron a dominar esos territorios sin ley. En ese momento, Río pasó a ser un punto de cruce entre los carteles de Medellín y el mercado de la droga en Europa. Cercada por dos de las principales avenidas de la ciudad, próxima a la entrada del aeropuerto internacional, las fuerzas de seguridad se amontonan a su alrededor. Los visitantes que pasan por ahí no alcanzan a ver el techo de la escuela en la que la directora mandó pintar un letrero amarillo dirigido a los helicópteros: “Escuela, no dispare”.
De México a Guatemala, de Colombia a Río, las estrategias draconianas para combatir la violencia han sido un fracaso. Hace quince años, los colombianos entendieron que para rescatar a Medellín, considerada la ciudad más violenta del mundo en los años ochenta, era importante invertir en la comunidad y usar enfoques alternativos: construyeron teleféricos conectando los barrios más desfavorecidos al sistema de transporte y crearon ahí centros de capacitación para pequeños empresarios y bancos de microcrédito. En la comunidad más pobre y violenta, construyeron una biblioteca y un ambicioso parque de ciencia y tecnología. El resultado es la Medellín de hoy, una ciudad que atrae inversión, turismo y ha disminuido sus índices de homicidios.
Pese al clima de violencia y hostilidad que han creado los helicópteros de Witzel, los habitantes de las favelas sienten una fuerte conexión a sus barrios y tienen un profundo sentido de pertenencia. Según el Data Favela, 94 por ciento de los habitantes de las favelas en Brasil dicen ser felices. Y el 62 por ciento afirma estar orgulloso de vivir allí. Esos datos deben considerarse para diseñar políticas que disminuyan la violencia sin usar más violencia. Todo lo contrario de lo que está haciendo Witzel.
Mientras camino por las callejuelas de Maré, veo el rostro de la favela que enorgullece a su gente: grupos de niños se reúnen frente a las tiendas a jugar y se alcanza a escuchar la música que sale de los bares. Siempre visto como un lugar de miseria, la favela también es un lugar de producción, cultura y lucha. Mientras los brasileños vean en la favela un estigma equivocado y sigan votando por gobernantes que criminalizan la pobreza, Río no será un estado próspero y pacífico.
No hay futuro para un país que mata a sus niños en el camino a la escuela.