IGUALADA, Cataluña — A la vuelta de casa, en Igualada —la primera ciudad de España enviada a cuarentena, hacen ya 19 días—, hay un moderno edificio de departamentos.
Terminaciones rectas, nórdicas, gris cemento en las paredes, vidrios en los balcones. Cuando pasas frente a él sorprende su aspecto ministerial: parece que nadie viviera allí ni en fin de semana. Si algo denuncia que hay gente son las senyeras desteñidas en los balcones.
Ese palomar fantasmal ha cambiado con el confinamiento obligatorio: los vecinos se asoman por las ventanas y, por fuerza de la cercanía, vaya, hablan. De un piso a otro, con la voz normal o a los gritos. Ríen. Unos hasta se las han ingeniado para asistir sus despensas pasándose bolsas con azúcar colgadas de una caña de pescar.
Yo soy reservado y tengo aprendida la importancia de vivir en sociedad. Mi experiencia es más bien de ácrata entrenado —disfruto de la soledad—, así que ese despertar barrial me ha sorprendido.
No ha sido el único. ¿Han visto esas intensas arias y canzonettas entonadas de edificio a edificio en los barrios de Roma, Siena, Nápoles o Turín? En Lleida, los alumnos y profesores del Conservatorio y la Escuela Municipal de Música salen a los balcones para tocar una pieza clásica cada día. En las ciudades españolas ya es una rutina que pone la piel de gallina escuchar los aplausos masivos en agradecimiento a los profesionales de la salud. ¿Y han visto los arcoíris con que los niños colorean los balcones, primero en Italia y luego en media Europa, animando a confiar que saldremos de esta?
Ahora que en los países de América Latina comienzan a ordenarse las cuarentenas, ese renacimiento vecinal se asoma como una consecuencia positiva ante la vertiginosa COVID-19. En algunas ciudades de Perú, Chile y Argentina han comenzado los músicos a salir a las ventanas —incluida la virtual, como Facebook—. Pasada la emergencia, ojalá conservemos esta forma mínima de resocialización.
Quizás la ausencia de mucho por hacer —o vivir encerrados— nos ha sacado de esta cápsula de crisálida obligada para recuperar al vecino. La normalidad perdida —o eso que creíamos lo normal— ha creado esta festejable impostación de nueva normalidad, perenne o no. ¿Será que el miedo a perderlo todo nos devuelve a lo básico, incluida esta aproximación a la aldea?
Mientras, el confinamiento privatizó y virtualizó los conflictos y civilizó la vecindad. Ahora nos peleamos dentro de casa con los únicos humanos que tenemos a mano y seguimos las batallas en las redes sociales. Pero, y creo no equivocarme, hemos ganado una paciencia inesperada con aquellos que antes eran “hola” y “chau”. Hasta mi vecino gruñón al otro lado de la medianera juega con su perro en el patio como un niño y nos saluda y sonríe que ya da apuro no devolverle el favor.
En la vida normal, esa que sucedía hace dos millones de años, el otro era subalternizado. Siempre un alguien más. Subsidiario. Tenía un rol más funcional que afectivo. En verdad, pasamos más tiempo en las oficinas que en el barrio y al regresar a casa nos recluimos con los nuestros. Recuerdo a menudo el libro Bowling Alone, donde Robert Putnam dice que las relaciones de amistad en los barrios de Estados Unidos, donde vivo parte del año, se han debilitado en la primera década del siglo XXI. Apenas un tercio de los estadounidenses se junta con sus vecinos al menos una vez al mes en estos tiempos; en 1974, era casi la mitad.
Yo crecí en un barrio de ciudad pequeña. Jugaba en las calles con mis amigos hasta la noche. Mis padres eran amigos de sus vecinos. Pero mi generación despegó del pasado. Tomamos distancia de nuestros vecindarios. Nos fuimos. Hacerse una carrera, en alguna medida, era descontaminarse del pasado. Soltar amarras debía inmunizarte de esas relaciones vecinales, siempre tan próximas, un poco meterete, y darte otra cosa: mundo.
Como me estoy haciendo viejo, una parte de mí tironea hacia construir amistades cada vez más duraderas y afincadas en la proximidad, física o no. Hoy —en especial hoy— nos necesitamos más que en mucho tiempo. Peter Lovenheim se pregunta en su libro In the Neighborhood si conocemos lo suficiente a nuestros vecinos como para darnos cuenta de si en la casa de al lado sucede algo horrible o si son suficientemente confiables como para pedirles ayuda ante el peligro. “Hemos llegado al punto donde la ansiedad es nuestra sensación predeterminada”, escribe, “donde es aceptable vivir uno al lado del otro […] por años, e incluso décadas, sin saber nada uno del otro”.
En la vida normal el conflicto está a flor de piel porque los problemas vecinales son tan usuales como comprar el pan; ahora, supongo, el vecino es un bien escaso y se ha vuelto una relación cultivable. Hemos desacelerado y al hacerlo se hizo visible la gente que siempre estuvo delante de nuestros ojos. La ausencia del capital —en el sentido de que ya no llevamos nuestra fuerza de trabajo a empresas o industrias— nos devolvió a la aldea. Y la aldea, por tamaño y subjetividad, es siempre un vecindario corto.
Quisiera creer que esto irá hacia alguna forma de relación más inmediata y perdurable. Pero tenemos nuestros modos tan enrulados en el inconsciente que temo que quizás nos quitemos estas amistades recuperadas como olvidamos los amores de verano. Igual insisto: espero que superado el muro invisible de la distancia social seamos capaces de sostener algunos de esos lazos de vecindad gritona y fiestera —solidaria— a los que nos empujó el coronavirus. Que no haya sido solo el miserable temor al vacío el que nos lanzó sobre los demás. Que hayamos aprendido, como peroran con el virus, que a esto que somos solo podremos salvarlo unidos.