Los candidatos deben ajustar sus estrategias a fin de ser atractivos para el amplio espectro de hispanos estadounidenses.
El jueves culmina el Mes de la Herencia Hispana, en el cual se celebra la historia y cultura de las comunidades latina e hispana de Estados Unidos. Es una conmemoración adecuada de nuestras profundas raíces en el continente americano, de cuánto depende Estados Unidos de nosotros en términos económicos y cómo hemos ayudado a definir la cultura estadounidense.
Sin embargo, también es un recordatorio de que nos siguen viendo como una población marginal y no como parte de la columna vertebral estadounidense que le dará forma al futuro de la nación.
A menudo, las campañas políticas han usado el Mes de la Herencia Hispana para escalar la comunicación con las comunidades latinas. Suelen anunciar nombramientos clave, cenan en restaurantes “latinos”, envian a sustitutos latinos en giras de conferencias y ofrecen discursos con algunos toques de español. Este año, no ha sido diferente.
Desde hace tiempo, los estrategas hispanos de ambos partidos han sentido que esos esfuerzos son demasiado limitados y tardíos. Fernando Oaxaca, quien trabajó en la campaña de Ronald Reagan en 1980, estuvo juntando “soldados, carretas, caballos” durante meses antes de la convención del verano, pero se quejó cuando la campaña principal no le dio ninguna instrucción y los esfuerzos de Reagan para llegar a los hispanos no se pusieron en marcha sino hasta el Mes de la Herencia Hispana. Reagan ganó la tercera parte del voto hispano que suelen obtener los candidatos presidenciales republicanos, pero se mantuvo el sentimiento de que debió priorizar a los latinos desde el principio.
Tanto Donald Trump como Joe Biden han gastado millones de dólares en campañas publicitarias en inglés y español para estados pendulares tradicionales con poblaciones latinas del tamaño suficiente para ser el voto decisivo, como Arizona, Florida y Nevada. También han gastado cantidades más pequeñas en estados como Míchigan, Minnesota y Wisconsin, un reflejo del crecimiento de las comunidades latinas en esos lugares y de los estrechos márgenes de la elección presidencial de hace cuatro años.
Los latinos han vivido en esos estados durante mucho tiempo; el hecho de que estén llamando la atención ahora es una señal de cómo nuestra influencia política se ha propagado más allá del suroeste del país y Florida. En 2016, entre los diez estados con márgenes de victoria más estrechos estuvieron los estados habituales con poblaciones cuantiosas de latinos pero, en esa elección, también estuvieron Maine, Minnesota y Nueva Hampshire.
A excepción de Maine, la cantidad de votantes latinos en esos estados es mayor al margen de victoria de 2016. Además, las comunidades latinas de más rápido crecimiento son Dakota del Norte, Alabama, Tennessee y otros lugares que no suelen considerarse bastiones latinos.
Una realidad del sistema del Colegio Electoral es que no todos los estados son igual de importantes, y esto ha tenido consecuencias negativas para los latinos porque hace parecer que solo vivimos en los estados donde nuestros votos cuentan. Somos muy visibles en algunos lugares, en otros no.
Como resultado, no somos vistos como parte del tejido nacional. El presidente Trump dejó esto claro cuando, en un mitin de campaña en Nuevo México, le preguntó a uno de sus simpatizantes “¿Quién te cae mejor, el país o los hispanos?”, como si fueran incompatibles.
Claro está que las campañas cuentan con recursos limitados, por eso tienen una estrategia de gastos. Sin embargo, mi idea no costaría nada. En vez de hablarles a los votantes estadounidenses como representantes de grupos definidos de productores de leche, trabajadores de la industria automotriz o amas de casa suburbanas —quienes, por cierto, también son latinas y latinos—, los candidatos deberían trabajar para unir nuestras comunidades, a fin de que todos los estadounidenses se interesen por las vidas de los demás.
La idea se opone a los estrategas políticos latinos, quienes aseguran que los candidatos deberían segmentar y microfocalizar a los votantes latinos —por ejemplo, a los cubanos, venezolanos y puertorriqueños de Florida, o a los mexicanos de Arizona— con anuncios que contengan acentos conocidos, iconos culturales y temas específicos para grupos individuales a nivel nacional.
Esta estrategia demuestra la comprensión implícita de una campaña sobre la diversidad de los latinos, pero es demasiado simplista. Aunque articulemos nuestras respectivas identidades nacionales, cada vez nos consideramos más como miembros de una comunidad panétnica latina, que a la vez representamos a nuestros grupos particulares a nivel nacional. Estas dos identidades no se excluyen mutuamente.
Hace más de una década, Vicki Ruiz, como presidenta de la Organización de Historiadores Americanos, hizo un llamado a replantear la manera en que se debería hablar a los latinos y sobre los latinos, cuando arguyó que la historia de los latinos es la historia de Estados Unidos. La idea de que los candidatos se involucren y sostengan relaciones con los latinos de todas partes, incluso en los estados pendulares donde no representan una gran tajada del electorado, puede sonar como una quimera.
Este momento parece ideal para ese tipo de replanteamiento. Un candidato debería ser capaz de reconocer que un trabajador mexicoestadounidense de la industria textil en Los Ángeles pueda tener diferentes preocupaciones que las de un empresario mexicoestadounidense que es dueño de un negocio en Chicago, pero al mismo tiempo dirigirse a ellos como parte de la misma comunidad nacional.
Los políticos se hacen cargo de cambiar las realidades demográficas cuando siguen a los nuevos votantes donde sea que estén, pero cuando se trata de los latinos también deben pensar más allá de las elecciones, y más allá de la importancia estratégica del Mes de la Herencia Hispana. Cuando nos vean como algo más que votantes, tal vez les daremos nuestros votos.