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La comida chatarra era nuestro lenguaje del amor

La comida chatarra era nuestro lenguaje del amor
La comida chatarra era nuestro lenguaje del amor. Foto/The New York Times

Para sentirme cerca de mi padre, un hombre al que nunca conocí del todo, como nuggets de pollo.

Otra vez llegó el otoño, el octavo desde la muerte de mi padre y me dan ganas de comer ‘nuggets’ de pollo.

Cuando comenzó la pandemia, se me antojaban alimentos que parecían ser más virtuosos. Soy clienta asidua de la comida para llevar de los restaurantes locales de San Francisco que pasan por dificultades económicas: sopa de res con tallarines de un restaurante pequeño en Irving, frijoles refritos de una taquería en la calle 24, unas costillitas de cerdo de mi lugar favorito del barrio en Divisadero. Todas mis acciones estaban motivadas por el concepto de hacer el bien. Compré pilas de libros en librerías independientes, busqué guantes para jardinería, hice donativos, descargué una aplicación para hacer ejercicio, comencé a leer “La guerra y la paz”.

Y luego vino la depresión, el hartazgo del Zoom, un gran logro en mi vida que no fue posible celebrar, las muertes de figuras públicas, las muertes de los trabajadores de salud en el frente, la muerte del padre de un amigo, las muertes de los migrantes detenidos en la frontera, la muerte del padre de una amiga, la muerte del padre de otra amistad.

Seis meses después, decidí mudarme a casi 1300 kilómetros en un intento por apaciguar esa sensación de que todo está perdido, atravesé varios estados en auto y cada parada era un ejercicio para lidiar con la angustiosa tarea de compartir el aire y las políticas cambiantes del uso de cubrebocas y todo lo que quería era la facilidad de comprar ‘nuggets’ de pollo desde mi vehículo.

Mi padre habría entendido.

No lo recuerdo diciendo: “Te quiero”, que no es una frase habitual en mandarín, su idioma preferido. Siempre tuvo algunos problemas para comunicarse. Pero su lenguaje del amor eran los placeres simples de la comida procesada.

Tengo una fotografía de nosotros dos, cuando yo tenía 2 años, ante el reluciente logo de un restaurante McDonald’s en Pekín. La franquicia acababa de llegar a China y en aquel entonces su “M” era un símbolo de lujo, un indicador de la cosmopolita clase media alta a la que mis jóvenes padres aspiraban ingresar. En la fotografía, le ofrezco una papa frita a mi padre. Ambos nos vemos resplandecientes. Cada rincón iluminado de esa fotografía deslucida es tan dorado como los arcos.

Mi padre era el padre divertido, el consentidor. Me enseñó a comer papas fritas, crema batida directo del contenedor y los refrescos. Después de que emigramos a Estados Unidos, donde había franquicias de McDonald’s por doquier y ya no eran un lujo, los fines de semana hacíamos un viaje de una hora en auto para consentirnos, victoriosos, con un cangrejo de verdad de una bufetera como parte de un bufé cualquiera en el que podíamos comer todo lo que quisiéramos.

Yo comía un helado suave tras otro hasta vomitar. Mi padre nunca me regañó por comer de más como hacía mi madre. Se reía. En aquel entonces, no parecía importar que su inglés no fuera fluido ni que ya se me estuviera olvidando el mandarín.

Nuestro lenguaje de la comida chatarra evolucionó para convertirse en uno que solo ambos entendíamos. Una Cajita Feliz cómplice de nuestro viaje de pesca. Los 2 litros de Coca-Cola que bebíamos juntos antes de que mi madre llegara a casa. Me sentí honrada hasta que comencé a entender que mi padre también tenía sus secretos.

En el tercer grado, llegué a casa tras ser advertida sobre los peligros del cigarrillo y tiré todas las cajetillas de mi padre. Se enfureció, luego prometió dejarlo, pero su ropa y su auto siguieron oliendo a humo.

Mi padre no era un dechado de virtudes. Era un hombre de vicios y placeres rápidos. La comida procesada, la nicotina, la ciencia ficción china de mala calidad, las apuestas, el adulterio. El golpe de dopamina, el subidón de azúcar. No pregunté por qué recurría a esas cosas, en mi familia no se hacía eso y, de todos modos, teníamos la barrera del idioma.

En cambio, comencé a distanciarme. Para cuando me gradué de mi universidad prestigiosa, recién aleccionada sobre la clase y sus parámetros, supe cuál era la persona que aspiraba a ser. Esa persona no era un reflejo de mi padre obrero, adicto a las apuestas, divorciado y que apenas masticaba el inglés. Se había vuelto un artefacto vergonzoso para mí, uno que quería dejar atrás. Me fui alejando cada vez más mientras me centraba en mi nueva vida con la frialdad impersonal de la juventud.

Mi padre murió dos años después de que me graduara de la universidad. Él tenía 49 años; yo, 22. Su muerte llegó como un rayo fulminante caído del cielo, que marcó la tragedia central de mi vida. Lamenté su muerte y luego lamenté el hecho de que en realidad nunca lo había acabado de conocer. Había preguntas que nunca pensé en hacerle y matices que no habría podido articular en mi idioma o en el suyo.

Ahora puedo ver que la muerte de mi padre fue una tragedia, pero no una sorpresa. Si no hubiera muerto en 2012 de una posible falla cardiaca, habría muerto en otro año de diabetes o colesterol elevado o COVID-19. Solía culparlo por el cuerpo debilitado que lo mató; producto, pensé, de su virtud debilitada. Había una especie de consuelo en los términos tajantes de “bueno” y “malo”.

Sin embargo, cuantos más años cumplía, más me veía hacer concesiones también. Mi vida a los 30 años es menos perfecta de lo que me imaginé que sería a los 10. El mundo es duro e implacable, para algunos mucho más que para otros.

Y así, cada otoño, pienso: “Ahora estoy en la edad en la que mi padre tenía que cuidar de una hija recién nacida”; “Ahora estoy en la edad en la que siguió a su esposa a un país donde no hablaba el idioma”; “Ahora estoy en la edad en la que fue despedido de su empleo y aceptó un empleo de salario mínimo”; “Ahora estoy en la edad en la que él, deprimido y triste, encontró su primer sitio web para apostar en línea”, tan irresistible para él como lo son para mí los juegos tontos del celular.

Mis amigos, en su adultez, han llegado a conocer a sus padres como personas con las que pueden intercambiar intimidades y verdades. No es mi caso. Las únicas intimidades que tengo son los años de mi vida que se superponen con los años de la vida de mi padre y, en cada intersección, pienso: “A esta edad se es demasiado joven para cargar con las responsabilidades que él tenía. ¿Cómo puedo guardarle resentimiento a mi padre por ser producto de un mundo asombrosamente injusto, uno que, de manera sistemática, asfixia más a unos que a otros?”.

Y también puedo imaginar el vertiginoso poder que mi padre debe haber sentido al mudarse a Estados Unidos en los años noventa para descubrir que McDonald’s se había convertido en cosa de todos los días. Más barato que el pescado, más accesible que la fruta fresca, más sencillo que una llamada de larga distancia a Pekín en la que se sentía obligado a ocultar sus penurias, su soledad y su aislamiento.

Puedo imaginar el bálsamo de carne procesada preternaturalmente suave para una lengua entorpecida por la traducción; cómo el azúcar podría calmar un ego herido por el rechazo, el racismo y la necesidad de preguntar si una tienda acepta cupones de alimentos. Puedo imaginar cómo, cuando se dificulta el lenguaje para lo anterior, puede ser más fácil darle a tu hija un ‘nugget’ dorado, ya que el gesto es una promesa de abundancia y placer, aunque sea momentáneo.

El otoño es una época en la que la piel del mundo se siente delgada, quizá permeable; es la estación en la cual mi padre nació y murió. Este otoño, llevamos ocho meses de una pandemia a la que demasiados servidores públicos, incluido el actual presidente, han llamado el “virus chino”, una caracterización peligrosa que exuda xenofobia y trae aparejada la culpa. Conozco algo de la incertidumbre que experimentó mi padre, con su acento marcado y su visa expirada. Ninguna cantidad de años vivida en este país, ni estudios ni buenas obras, pueden protegerme de la angustia de tener una cara china en un año que ha visto un auge en los delitos contra los estadounidenses de ascendencia asiática.

En tales condiciones, la exigencia de una virtud perfecta parece imposible, incluso cruel. Así que me atiborro de mala televisión cuando no puedo con los buenos libros. Me fumo un cigarrillo a la semana. Y, de vez en cuando, me compro los condenados ‘nuggets’ de pollo. Son vicios que debemos permitirnos, incluso si, en teoría, nos quitan un día, una semana o un año de vida, porque primero tenemos que sobrevivir este día, estasemana, este año.

¿Está mal comparar a mi padre con un pedazo de comida procesada y frita, esa creación profana que es como un pollo traducido hasta la náusea hasta que alcanza una nueva forma de existencia? Porque pienso en él siempre que muerdo uno. Si eso suena extraño, pues bueno. Es una representación más fiel que las metáforas habituales de los padres como refugios, pilares o maestros. Ninguna de esas aplica tratándose de mi padre. Un ‘nugget’ de pollo funciona mejor. Después de todo, algunas religiones ven a Cristo en un pedazo de pan.

La próxima vez que me llegue el antojo y sienta que me falta el aire, me comeré un ‘nugget’ o dos… o cuatro. Me dará el subidón de los aditivos, el golpe del placer fabricado artificialmente y, aunque sé que no puedo comprender en todas sus contradicciones a un hombre muerto y admito que imaginar las motivaciones de mi padre es no conocerlas, en ese momento, en la comunión de una costra dorada, entenderé a mi padre por completo.

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