WASHINGTON — Este verano y otoño, cuando las lluvias tropicales inundaron la base naval de Estados Unidos en la bahía de Guantánamo, las aguas residuales anegaron las celdas donde los militares han encarcelado a Jalid Sheij Mohammed y a otros “detenidos de alto valor” de Al Qaeda desde hace más de diez años, según dijeron algunos presos a sus abogados.
Esto fue un problema tanto para los reclusos como para los guardias. La luz iba y venía. Los inodoros se desbordaban. El agua salía hirviendo de repente. Las puertas de las celdas se atascaban.
Las descripciones encajaban con relatos anteriores de militares que señalaban la infraestructura deficiente en el centro de detención más secreto y de máxima seguridad del complejo penitenciario, llamado Campamento Siete , que alberga a los 14 detenidos que estuvieron en los centros clandestinos de detención de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por su sigla en inglés) y que fueron trasladados a la base en 2006.
El gobierno entrante de Biden aún no ha revelado planes para Guantánamo, donde fragmentos sobrantes de las respuestas más controversiales del gobierno de Bush a los atentados del 11 de septiembre de 2001 —que consistieron en arrestar a sospechosos de terrorismo por un tiempo indefinido como prisioneros de guerra, sin acceso a juicio, a fin de torturarlos y enjuiciarlos en comisiones militares— siguen sin resolverse tras el paso de tres presidencias.
No se espera que el presidente electo Joe Biden repita la llamativa promesa —pero a fin de cuentas insatisfecha— que el presidente Barack Obama hizo en 2009 de cerrar la prisión al cabo de un año, según personas familiarizadas con las deliberaciones de transición. Una ley prohíbe que se trasladen detenidos a un centro de detención nacional, como Obama había propuesto hacer, y Biden declaró durante su campaña que se requiere la aprobación del Congreso para cerrar Guantánamo.
Sin embargo, el nuevo gobierno se verá obligado a enfrentar varias decisiones difíciles, por ejemplo, qué hacer con el edificio que alberga a los 14 presos detenidos por la CIA, que está al borde del colapso.
“El Campamento Siete está en malas condiciones, cada vez se ve peor”, dijo el general de brigada John G. Baker del Cuerpo de Marines, abogado en jefe de la defensoría de las comisiones militares. Tras cumplir dos semanas de cuarentena en la base el mes pasado, él se convirtió en el primer abogado defensor en reunirse con un presidiario en persona durante la pandemia de coronavirus.
“Se han realizado labores de mantenimiento que no parecen reparar las deficiencias”, dijo, al transmitir la descripción que dio un prisionero a quien se rehusó a identificar. “Los muros están agrietados. La luz atraviesa las paredes entre las celdas. El suelo está resquebrajado. El agua fluye de manera intermitente y está muy caliente”.
Una de las soluciones que se están considerando, según personas enteradas de las deliberaciones internas, es cerrar el Campamento Siete, trasladar a los exprisioneros de la CIA al complejo penitenciario principal y seguir aislándolos en una unidad especial de alojamiento, donde no podrían comunicarse con la población general de 26 reos de menor nivel.
La concentración de 40 detenidos en un mismo sitio les permitiría a los militares reducir la fuerza de 1500 miembros del Ejército de Estados Unidos que son desplegados en misiones de nueve meses para custodiarlos. Una menor cantidad de soldados supondría un ahorro en los costos de operación, que se han estimado en 13 millones de dólares por prisionero al año, 150 veces más de lo que pagan los contribuyentes por cada recluso por terrorismo interno.
No obstante, trasladar a los detenidos requeriría la aprobación de la CIA, que tiene voz y voto respecto de las operaciones en el Campamento Siete gracias a un memorando de entendimiento firmado en 2006 por Donald Rumsfeld y Michael Hayden, el secretario de Defensa y el director de la CIA en aquel entonces.
Los detalles siguen siendo, en su mayoría, confidenciales, pero la influencia de la CIA en el Campamento Siete le ha permitido controlar el flujo de información sobre los prisioneros y la que ellos comparten —sus recuerdos de tortura en los centros clandestinos de detención, dónde estuvieron detenidos y por quién— mediante medidas de clasificación, segregación, vigilancia y una unidad especialmente capacitada de guardias llamada Task Force Platinum (Comando Platino).
La idea de combinar a los prisioneros en un mismo sitio surgió después de que el Pentágono abandonó un esfuerzo para remplazar el Campamento Siete con una nueva prisión con acceso para sillas de ruedas como parte de un plan de 25 años basado en la suposición de que, como el Congreso bloqueó el plan del gobierno de Obama de cerrar la prisión, algunos reclusos envejecerían y morirían en la bahía de Guantánamo.
En 2017, el Congreso financió un nuevo cuartel residencial de 124 millones de dólares para alrededor de 850 guardias penitenciarios, el cual se está construyendo en este momento frente al McDonald’s de la base, pero en repetidas ocasiones rechazó una petición de destinar 88,5 millones de dólares a una “prisión para detenidos de alto valor” con capacidad para cuidados paliativos.
En lugar de eso, la idea es trasladar a los prisioneros que solían residir en los centros clandestinos de detención a pabellones separados en el complejo militar principal de Guantánamo, conformado por dos edificios penitenciarios adyacentes, llamados Campamento Cinco y Seis. El complejo tiene una clínica, que incluye una unidad de salud mental con una celda acolchada, un sillón dental para la población general de prisioneros y una unidad de cuidados intensivos con capacidad para aislar por motivos médicos hasta cuatro pacientes a la vez.
El almirante Craig S. Faller, que supervisa la prisión en Guantánamo como jefe del Comando Sur de Estados Unidos, ha descrito la combinación de prisioneros como parte de un enfoque de “reestructuración” del despliegue de soldados en el centro de detención, aunque se ha rehusado a dar más detalles al respecto. “Sin embargo, el hecho de que eso proceda es una decisión normativa”, les dijo a reporteros hace poco.
Al gobierno entrante le esperan varias otras cuestiones normativas, entre ellas, cuándo reanudará el Departamento de Estado las negociaciones para encontrar instalaciones seguras para los detenidos cuyo traslado a otros países ha sido aprobado, y si es debido restaurar la función de la era de Obama de designar a un comisionado especial para que se haga cargo de esta tarea.
De los 40 presos que ahora se encuentran en Guantánamo, nueve han sido acusados o declarados culpables de crímenes de guerra, para seis de ellos se han recomendado traslados con condiciones de seguridad en el país receptor, y el resto sigue cumpliendo una sentencia indefinida, sin cargos, pero son considerados demasiado peligrosos para ser liberados.
Una cuestión política especialmente espinosa que enfrentará el gobierno de Biden es si debe reconsiderar la configuración del sistema de comisiones militares para llevar a juicio a los detenidos que han sido acusados. El sistema ha operado con tal lentitud que se ha vuelto prácticamente disfuncional.
Ocho años después de su lectura de cargos, el juicio de pena de muerte de Mohammed y otros cuatro hombres acusados de conspirar para la perpetración de los atentados terroristas del 11 de septiembre, los cuales cobraron la vida de casi 3000 personas, siguen estancados en las audiencias previas al juicio.
Año tras año, las probabilidades de avance para lo que podría ser un juicio bastante extenso —incluso antes de años de apelaciones inevitables— siguen disminuyendo; los retrasos más recientes del caso, en parte debidos a las restricciones de viaje durante la pandemia de coronavirus, implican que el juicio no puede comenzar sino hasta después del vigésimo aniversario de los atentados.