A lo largo de las últimas décadas, el Congreso se ha diversificado de maneras importantes. Ha tenido menos blancos, menos varones y menos heterosexuales, todo lo cual representa avances positivos.
Pero cuando observaba una de las muchas audiencias recientes del Senado, llena de la habitual bravuconería magistral y el bla, bla, bla engreído, caí en la cuenta de que hay un aspecto del Congreso que lo ha llevado en la dirección equivocada y lo ha vuelto bastante poco representativo de manera flagrante.
No, no es que el lugar esté plagado de millonarios, aunque también tiene ese problema.
Es que los miembros del Congreso tienen una formación académica excesiva. Una cantidad asombrosa de ellos tienen una serie de títulos que acompañan su nombre.
De acuerdo con el Servicio de Investigación del Congreso, más de una tercera parte de la Cámara Baja y más de la mitad del Senado son licenciados en derecho. Aproximadamente una quinta parte de los senadores y representantes tienen maestría. Cuatro senadores y veintiún miembros de la Cámara Baja tienen títulos en medicina, y una cantidad idéntica en cada grupo (cuatro y veintiuno) posee algún doctorado, ya sea en ciencias, filosofía, educación o religión.
No obstante, tal vez lo más fundamental es que el 95 por ciento de los miembros de la Cámara Baja actual han obtenido una licenciatura, al igual que todos los miembros del Senado. En contraste, solo un poco más de la tercera parte de los estadounidenses han cursado una licenciatura.
“Esto significa que las pocas personas con formación académica gobiernan a las muchas personas que no han ido a la universidad”, escribe el filósofo político Michael J. Sandel en “The Tyranny of Merit” (La tiranía del mérito), publicado en el otoño.
Se puede argumentar que nosotros deberíamos querer que nuestros representantes fueran un grupo de personas muy letradas. Muchas personas han defendido este argumento, el cual se remonta hasta Platón.
El problema es que parece que no existe ninguna correlación que Sandel pueda ver entre una buena gestión pública y la escolaridad. Este autor señala que en la década de 1960 entramos a la guerra de Vietnam gracias a “los mejores y los más brillantes” (ha pasado tanto tiempo desde la publicación de este libro de David Halberstam que la gente olvida que el título era perversamente irónico). En las décadas de 1990 y 2000, la gente con mucha preparación académica nos aportó (y aquí Sandel hizo una pausa para tomar aire) “salarios estancados, desregulación financiera, desigualdad salarial, la crisis financiera de 2008, un rescate bancario que no ayudó mucho a la gente común, una infraestructura muy deteriorada y la mayor cifra de encarcelamientos del mundo”.
Hace cinco años, Nicholas Carnes, politólogo de la Universidad Duke, intentó medir si una formación académica más formal hacía que los dirigentes políticos fueran mejores en su trabajo. Luego de realizar un amplio análisis de 228 países entre los años 1875 y 2004, Carnes y su colega concluyeron que no, no era así. Una formación universitaria no significaba que fuera a haber menos desigualdad, un PIB más alto, menos huelgas laborales, menos desempleo ni menos conflictos militares.
Sandel sostiene que la incorporación gradual de una élite de tecnócratas al Congreso y los parlamentos europeos —lo que dio como resultado las fatídicas decisiones de externalizar los trabajos y desregular las finanzas— ayudó a fomentar las revueltas populistas que ahora se multiplican por el mundo occidental. “Tergiversó nuestras prioridades”, me comentó Sandel, “y dio lugar a una clase política que es demasiado tolerante al capitalismo clientelista y está mucho menos atenta a los aspectos fundamentales de la dignidad del trabajo”.
Ambos partidos tienen la culpa, pero, según Sandel, al parecer los demócratas fueron especialmente optimistas en cuanto a las virtudes de la meritocracia con el argumento de que la universidad sería el camino hacia la prosperidad de quienes luchan por abrirse camino. Y es una idea magnífica, bien intencionada e idealista en esencia. Pero también en ella está implícito un concepto castigador: si no tienes éxito, solo tú tienes la culpa. El presidente Donald Trump lo detectó de inmediato.
“A diferencia de Barack Obama y Hillary Clinton, quienes constantemente hablaban de ‘oportunidades’”, escribió Sandel, “Trump casi nunca mencionaba esa palabra, sino que hablaba tajantemente de ganadores y perdedores”.
Trump fue igual de contundente después de ganar los comités republicanos de Nevada en 2016. “¡Me encantan los que no tienen escolaridad!”, gritó.
Algunos estudios de 2019 también cuentan la historia, en cifras, de la profesionalización del Partido Demócrata, o de lo que Sandel denomina “la valorización de la formación académica”. Uno, de la organización Politico, muestra que existe una probabilidad mucho más alta de que los demócratas de la Cámara Baja y del Senado hayan asistido a universidades privadas de artes liberales que a universidades públicas, mientras que sucede lo contrario con sus contrapartes republicanos; otro estudio muestra que es mucho más probable que los demócratas del Congreso contraten a egresados procedentes de escuelas de la Liga Ivy.
Este prejuicio de clase hizo que los blancos sin título universitario fueran buenos candidatos para ser reclutados por el Partido Republicano. Tanto en 2016 como en 2020, dos terceras partes de ellos votaron por Trump; pese a que el Partido Republicano tiene minoría en la Cámara Baja, en la actualidad menos de esos republicanos poseen títulos universitarios que los demócratas. Esos once representantes son varones. La mayoría de ellos procede de las regiones desindustrializadas del sur y el Medio Oeste.
Ah, ¿y en el próximo Congreso? Seis de los siete nuevos miembros sin título de licenciatura son republicanos.
Desde luego, fuerzas mucho más tenebrosas ayudan a explicar lo que atrae a la gente al Partido Republicano moderno. Tendríamos que ser ciegos y sordos para no detectarlo. Durante décadas, los republicanos han recurrido tanto de manera sarcástica como en serio —es difícil decidir qué manera es más atroz— a los resentimientos raciales y étnicos, si no es que al odio. Existe una razón por la que la clase trabajadora negra no está pasándose en masa al Partido Republicano. (De los nueve demócratas de la Cámara de Representantes sin título universitario, vale la pena destacar que siete son personas de color).
Por el momento, parece que tiene poca importancia que los republicanos hayan aportado poco mediante políticas para restaurar la dignidad del trabajo. Han aprovechado un caudal de resentimiento y parecen gustosos de canalizarlo, sin importar si esas personas tienen título ni dónde la han obtenido. Ted Cruz, muy probablemente el pedante más insolente del Senado —no participaba en ningún grupo de estudio en la Escuela de Derecho de la Universidad de Harvard con nadie que no se hubiera graduado de Princeton, Yale o Harvard—, estaba dispuesto a defender la causa de Trump para anular los resultados de las elecciones de 2020 si el bochornoso caso del fiscal general de Texas hubiera llegado a la Corte Suprema.
Lo cual plantea una pregunta provocadora. Ya que el trumpismo ha encontrado respaldo entre los egresados de la Escuela de Derecho de la Universidad de Harvard, ¿habría alguna diferencia si el Congreso reflejara mejor a Estados Unidos y tuviera más miembros sin títulos universitarios? ¿Modificaría eso la política de manera significativa?
Tal vez dependería de dónde vinieran. Sigo pensando en lo que me dijo el representante demócrata de Texas Al Green. Su padre fue ayudante de mecánico en el segregado sur. Los blancos para los que trabajaba lo llamaban cruelmente “el secretario” porque no sabía leer ni escribir. “Así que si mi padre hubiera sido electo tendríamos un Congreso diferente”, afirmó Green. “Pero si hubieran sido electas las personas para las que trabajaba, los mecánicos que le pusieron ese apodo peyorativo, es probable que tuviéramos el Congreso que tenemos ahora”.
Es difícil decir si una mayor diversidad socioeconómica garantizaría que hubiera diferencias en las políticas o en la eficiencia. Pero podría hacer algo más sutil: reconstruir la confianza de la población.
“Hay personas que miran al Congreso y ven a la clase política como un sistema cerrado”, me dijo Carnes. “Me imagino que si el Congreso se pareciera más a la gente en general, no sería tan popular la opinión desdeñosa respecto a él (Vaya, todos están en su torre de marfil, no les importamos).
Cuando hablé con el representante republicano de Ohio Troy Balderson, estuvo de acuerdo y añadió que si más miembros del Congreso no tuvieran título de licenciatura, disminuiría el estigma de no poseerlo.
“Cuando hablo con los chicos de bachillerato y les digo que no me titulé, se les ilumina el rostro”, me comentó. Balderson estuvo en la universidad y le encantó, pero sabía que no estaba hecho para eso. Finalmente, se regresó a su pueblo natal para encargarse de la concesionaria de autos de su familia. A los estudiantes suele parecerles alentadora su historia. La sola mención de cuatro años en la universidad les provoca pánico a muchos de ellos; se les estereotipa incluso antes de crecer, los sacan del juego antes de que siquiera comience. “Si no posees un título universitario, eres un fracasado”, explica. Luego lo miran a él y ven mayores posibilidades. Que pueden ser los portavoces de alguien. “Puedes llegar a ser miembro del Congreso”.