A cuatro semanas de que termine el mandato del presidente Donald Trump, tal vez está en el momento de mayor desenfreno… y, como lo han demostrado los acontecimientos de los últimos días, más impredecible de su presidencia.
Sigue siendo la persona más poderosa del mundo, pero está enfocado en el ámbito donde tiene menos poder para obtener lo que desea: una manera de no dejar el cargo como un perdedor.
Pasa los días luchando por tener alguna esperanza, si no de revertir el resultado de las elecciones en sí, al menos de presentar pruebas congruentes de que le robaron un segundo mandato.
Cuando ha llegado a salir de su aislamiento relativo, en días recientes, ha sido para insinuar de improviso que tratará de echar abajo el paquete de estímulos bipartidista, creando divisiones en su partido en el proceso, y de otorgar indultos a una serie de aliados y partidarios, principalmente fuera del procedimiento normal del Departamento de Justicia. El miércoles, vetó un proyecto de ley de defensa respaldado por la mayoría de los miembros de su partido.
Por lo demás, se ha aislado en la Casa Blanca y fungido como anfitrión de un grupo de teóricos de la conspiración y partidarios incondicionales que venden ideas como impugnar el resultado de las elecciones en el Congreso e incluso recurrir a la ley marcial, en un intento de ofrecerles a algunos de ellos puestos en el gobierno.
Se ha desentendido casi por completo de dirigir el país incluso ahora que los estadounidenses están siendo abatidos por el coronavirus en cifras históricas. Frente a un agresivo ataque cibernético que casi con toda certeza llevó a cabo Rusia, su respuesta, en la medida que puede considerarse como tal, ha sido restarle importancia al daño y contradecir a sus propios altos funcionarios al insinuar que tal vez el culpable en realidad fue China. Casi no participó en la negociación del proyecto de ley de estímulo que acaba de aprobar el Congreso antes de actuar para obstaculizarlo en el último minuto.
No se sabe bien si el comportamiento de Trump a últimas fechas no es más que un berrinche, una manera de llamar la atención o un tipo de terapia para el hombre que tiene el control de un arsenal nuclear, aunque una idea alternativa, si bien compasiva, es que estos son los preparativos estratégicos para una campaña llena de agravio en 2024.
Como mínimo, generará unos próximos 27 días especialmente angustiosos en Washington.
Este artículo está basado en entrevistas con más de una docena de funcionarios actuales y anteriores del gobierno de Trump, de republicanos y de aliados del presidente.
La mayoría de sus asesores creen que Trump saldrá por última vez de la Casa Blanca antes del 20 de enero. Los indultos que anunció el martes indican que le gustará usar sus facultades de manera agresiva hasta entonces. Pero es difícil vislumbrar a qué extremos llegará para desvirtuar los resultados de las elecciones, si se rehusará a salir de la Casa Blanca o si desplegará una ola de decisiones políticas unilaterales en sus últimas semanas.
No obstante, su comportamiento errático y el desinterés por sus responsabilidades tienen muy preocupados incluso a sus colaboradores y asesores más incondicionales.
Por el momento, Trump les ha dicho a sus asesores que está dispuesto a dejar de hacerle caso a Sidney Powell, el abogado que lo ha cautivado al venderle una teoría conspirativa sobre las elecciones; y a personas como Patrick Byrne, exdirector general de Overstock.com, quien el viernes estuvo presente en una reunión excesiva de casi cinco horas en el Despacho Oval y luego en la residencia presidencial.
Sin embargo, los asesores actuales han hablado de una lucha diaria para hacer que Trump no ceda ante su impulso de escuchar a quienes le dicen lo que desea oír. Y los exasesores afirman que el asunto más preocupante es la desaparición gradual del principal grupo de asistentes del Ala Oeste, quienes, casi siempre trabajando juntos, lograban alejarlo de ideas arriesgadas, peligrosas y cuestionables en términos jurídicos.
“Ha disminuido el número de personas que le dicen las cosas que no desea escuchar”, señaló su antiguo asesor de seguridad nacional, John Bolton, quien tuvo diferencias muy públicas con Trump y quien ha rechazado abiertamente las embestidas del presidente contra su derrota en las elecciones.
Trump ha recurrido a colaboradores como Peter Navarro, un asesor en comercio que ha estado tratando de recabar pruebas de fraude electoral para apoyar las aseveraciones de su jefe. Y escucha a los republicanos que insisten en que el vicepresidente Mike Pence puede ayudar a influir en las elecciones durante el proceso, por lo general rutinario, de ratificación de las elecciones a principios del mes entrante, pese al hecho de que, siendo realistas, no es posible.
Los republicanos del Capitolio hablan de frenar a cualquiera de sus partidarios que pretenda obstaculizar ese proceso, una posibilidad hecha realidad por la insistencia del presidente en convencer al senador electo por Alabama, Tommy Turbeville, de que obstaculice el proceso.
Sin embargo, no es seguro que Turbeville cumpla los deseos del presidente, e incluso si lo hiciera, existe la posibilidad de que el senador republicano por Kentucky y líder de la mayoría en el Senado, Mitch McConnell, intervenga para evitar esa acción. McConnell ya ha exhortado a su comité a no plantear objeciones cuando se certifiquen los resultados, ya que esto obligaría a otras personas a votar de manera pública contra el presidente.
Incluso en los mejores momentos, Trump ha buscado —y necesitado— el respaldo de otras personas fuera de la Casa Blanca con respecto a todo lo que consienten sus colaboradores.
Pero en la Casa Blanca, Trump se está volviendo en contra de sus aliados más cercanos. Se ha quejado con sus aliados de que Pence, quien ha sido ridiculizado por su inquebrantable lealtad durante los últimos cuatro años, debería estar haciendo más para defenderlo. Y está enojado de que McConnell haya reconocido al presidente electo Joe Biden como ganador de las elecciones.
En el Departamento de Justicia, el rechazo público y enfático que el fiscal general William Barr declaró el lunes respecto a la necesidad de asignar abogados especiales para investigar un fraude electoral y a Hunter Biden, el hijo de Joe Biden, pareció destinado, en parte, a proteger a corto plazo al sucesor de Barr, Jeffrey Rosen, de cualquier otra presión por parte del presidente en esos temas.
En privado, los aliados que se han mantenido firmes mientras Trump se ha deshecho de otros mediante purgas de lealtad —mismos que han descartado las críticas de que el presidente tiene tendencias autoritarias— están manifestando preocupación acerca de las próximas cuatro semanas.
Barr, cuyo último día en el puesto es el miércoles, les ha dicho a sus colaboradores que le ha inquietado el comportamiento de Trump en las últimas semanas. Otros asesores han dicho en privado que ya se sienten agotados y desean que ya termine el mandato.
Para quienes quedan, estos días han supuesto esfuerzos desalentadores en los cuales los trabajadores del gobierno se ven obligados a dedicar su tiempo a cumplir la exigencia del presidente de que se compruebe el fraude electoral o a soportar su ira.
Trump ha pasado sus días mirando televisión, llamando a los republicanos para que le den consejos sobre cómo impugnar los resultados electorales y exhortándolos a que lo defiendan en televisión. Como siempre, recurre a Twitter para fortalecer el apoyo y manifestar su enojo. Desde que el clima está más frío, no ha ido a jugar golf y está enclaustrado en la Casa Blanca, deambulando entre la residencia y el Despacho Oval.
Muchos asesores de Trump esperan que su viaje a su club privado de Palm Beach, Florida (Mar-a-Lago) le brinde un cambio de aires y de perspectiva. Se fue el miércoles y tiene programado pasar ahí el Año Nuevo.