LONDRES — Esta es una imagen tomada de mis recuerdos en color sepia que se remontan a la década de 1950: un verano, junto a un campo de trigo repleto de amapolas en el norte de Francia, unos vacacionistas ingleses se detienen para tomar el té.
Un hombre enciende una estufilla de parafina con manivela. Sacan una maltratada olla para hervir agua y una tetera. Los conductores franceses que pasan por ahí en sus alegres Citroën 2cv y sus curveados Renault Gordini observan el ritual con tolerante perplejidad o arrogante desprecio. Los viajeros británicos, que en ese entonces eran poco comunes, saludan agitando la mano cuando ven un automóvil con una placa de su región.
Se dice con frecuencia —sobre todo ahora que el primer ministro Boris Johnson ha llegado a un acuerdo postbrexit con la Unión Europea— que el deseo del Reino Unido de salirse de la Unión Europea está fundado en la nostalgia, una añoranza del antiguo esplendor de un país obstinado. Las imágenes de las consignas sobre emprender el camino solos, “retomar el control”, han resonado con la potencia suficiente como para que Johnson haya ganado una mayoría arrolladora en las elecciones de hace un año.
De hecho, ahora que la mayor parte del país está casi confinada y frente a una cepa mutante y muy contagiosa del coronavirus, la sola idea de control se ha vuelto más apremiante, como si las narrativas paralelas de la política y la pandemia se hubieran entrelazado en el anhelo de un renacimiento poco definido y muy alejado de la certidumbre. Ambas giran en torno a un concepto de soberanía que parecería estar en conflicto con un mundo en el que la interdependencia económica y la enfermedad han traspasado fronteras nacionales con una facilidad equivalente y comparable.
Esta última semana, casi pareció como si ambas se hubieran fusionado. Preocupado por la nueva cepa del virus en el Reino Unido, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, que se encontraba en cuarentena tras dar positivo en la prueba del coronavirus, ordenó que se cerrara la frontera, al igual que unos 50 países aplicaron restricciones, o prohibiciones de ingreso, a los viajeros del Reino Unido.
Miles de camiones —varados en el Reino Unido cuando ya se acercaba la Navidad y la fecha límite para llegar a un acuerdo comercial del brexit— causaron grandes dificultades en los accesos al puerto de Dover y en la entrada del eurotúnel.
Tal vez sea un cliché, pero estuvimos tentados a comparar los acontecimientos con una “tormenta perfecta”: justo cuando el Reino Unido estaba a punto de despedirse de la Unión Europea, el COVID-19 lo había dejado aislado del mundo. Parecía que el caos de camiones atrapados en las carreteras británicas y en un antiguo aeródromo en el condado de Kent ofrecía un adelanto, muy ostensible, de lo que podría ser la vida fuera de la Unión Europea.
Frente a tal conmoción histórica, esa pequeña imagen de hace tantos años en el norte de Francia, cuando todavía estaba fresco el recuerdo del conflicto mundial, apelaba a un anhelo diferente.
Desde luego, las amapolas evocaban a los muertos de la Primera Guerra Mundial, pero representaban un renacimiento después de la Segunda Guerra Mundial. Y, a su humilde manera, la familia que preparaba el té (la mía) y se aventuraba hacia el “continente” a finales de la década de 1950 fue parte de la prudente vanguardia del acercamiento que condujo, en enero de 1973, a la integración del Reino Unido a lo que entonces se llamaba Comunidad Europea, misma que fue confirmada por un referendo dos años después.
Al igual que esa primera votación, un segundo plebiscito en 2016 fue técnicamente no vinculante pero políticamente concluyente. Más de la mitad de los votantes (el 52 por ciento) votaron por salirse del bloque, una señal de insatisfacción y desconexión, una oportunidad para burlarse de manera colectiva de la élite. Pero para algunos pertenecientes al 48 por ciento de los votantes que deseaban quedarse en la Unión Europea, que ahora es mucho más grande, la elección estaba basada en un sentido de identidad y destino común dentro del organismo que había ayudado a cimentar la paz en Europa por la que había luchado la generación de mi padre.
En los cuatro años que han pasado desde entonces de tensas negociaciones y politiquería, la división no ha disminuido. “Salirse” se convirtió en un mantra en una evocación casi mística del Reino Unido en la época colonial, cuando surcaba los océanos remotos en busca de comercio y prosperidad y estaba en control de su destino, libre de grilletes extranjeros. El novelista David Cornwell, quien escribió con el pseudónimo de John le Carré hasta su muerte este mes, le denominaba “falsa” nostalgia.
No obstante, también “Quedarse” era un canto de sirenas de un pasado más reciente de estabilidad y prosperidad, libertad de movimiento y cosmopolitismo. En ocasiones, parece que al decir que anhelan mirar hacia adelante, ambas partes están mirando al pasado —y cada quién por su lado— con una deformación cromática idéntica en sus anteojos color de rosa.
La parte positiva de Quedarse es que la membresía a la Unión Europea conllevaba varios lujos, como la tarjeta sanitaria europea azul que les otorgaba a los británicos acceso a centros de salud en 27 países; programas de intercambio estudiantil; una licencia de conducir que tenía validez tanto en Boloña como en Brighton. Esos privilegios bien podrían ser parte del sacrificio que exigía la visión de los partidarios del brexit acerca de un Reino Unido soberano, liberado de las ataduras burocráticas de Bruselas para que pudiera alcanzar su verdadero potencial.
Quienes votaron por quedarse y algunas otras personas sostienen que habrá otros costos, como la contracción de la economía británica y algunas interrogantes acerca de las lagunas en el reciente acuerdo, sobre todo la falta de garantías para los servicios financieros británicos que han hecho que sus bancos, sus corredores de bolsa, sus operadores y sus aseguradoras sean una fuerza motriz que impulsa la mayor parte de la economía del Reino Unido. Pese a que el acuerdo ofrece a las empresas británicas acceso a los mercados del continente sin aranceles punitivos ni cuotas restrictivas, la posibilidad de laberintos burocráticos y de retornar a las antiguas distinciones nacionales recuerda épocas anteriores.
En esencia, el brexit representa un triunfo para los miembros de Partido Conservador, quienes han cambiado de manera fundamental las valoraciones del país acerca de dónde están sus intereses, un triunfo sobre el pragmatismo del cual solían enorgullecerse los británicos.
Es un cambio enorme que ha dejado de lado los sentimientos de los votantes que conformaron un grupo que quienes votaron por Salirse denominaron Quejumbrosos. Ya han aumentado las fuerzas centrífugas que tiran de los elementos integrantes del Reino Unido, sobre todo Escocia, la cual votó por permanecer en la Unión Europea y donde está aflorando un clamor popular a favor de abandonar el Reino Unido después de 300 años.
Más que nada, este impacto del COVID-19 y el brexit ha reafirmado las pasiones más autocomplacientes del excepcionalismo británico. De manera sistemática, Johnson se refiere a la ciencia británica como de excelencia mundial, pese a que el país ha registrado la segunda cifra más alta de decesos por COVID-19 de Europa, después de Italia. Un ministro de Estado habló de su país como simplemente mejor que el resto del mundo, en particular porque había sido el primero en aprobar el lanzamiento de las vacunas que fueron desarrolladas en Alemania y fabricadas en Bélgica.
“En este país tenemos a las personas más capaces y, por ende, a los mejores reguladores médicos”, afirmó este ministro, el secretario de Educación Gavin Williamson. “Mucho mejores que los que tienen los franceses, mucho mejores que los que hay en Bélgica, mucho mejores que los estadounidenses. Eso no me sorprende en absoluto porque somos un país mucho mejor que cualquiera de ellos, ¿no es así?”.
Johnson y sus partidarios esperan que la sensación predominante que provoque el acuerdo entre los británicos sea de alivio. Sin embargo, de modo más ominoso, las encuestas de opinión han arrojado pruebas constantes de que muchos británicos se aferran a las ideas que expresaron durante la batalla del referendo en 2016, lo que indica que no se han resuelto las divisiones del país. Las opciones de 2016 ya no están sobre la mesa. Con su separación de la Unión Europea, el Reino Unido ha marcado un profundo cambio no solo en su relación con Bruselas, sino también en la manera en que el resto del mundo ve el proyecto europeo.
“Este momento marca el final de un largo viaje”, comentó Ursula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea, la rama ejecutiva del bloque.
Al igual que el viaje por los campos de amapolas del norte de Francia hace tantas décadas, también es una incursión nueva y no probada hacia lo desconocido.