Muchas fuerzas emergentes están cambiando la relación del liberalismo con la religión, como la percepción de conciencia, la secularización, incluso el paganismo. Pero el nuevo presidente, en lo personal, no encarna ninguna de ellas.
La toma de posesión de nuestro segundo presidente católico fue, a su manera, un espectáculo muy católico estadounidense. Un jesuita realizó la invocación inicial, el presidente citó a San Agustín e hizo una pausa para un momento de oración silenciosa con la duración justa para una apresurada avemaría, y los jueces y las celebridades presentes representaron varios grupos étnicos católicos: irlandés por parte de John Roberts, italiano de Lady Gaga y Nancy Pelosi, latino de Jennifer Lopez y Sonia Sotomayor. (Quedó en manos de Garth Brooks, quien cantó “Amazing Grace”, representar a la cultura protestante).
Como señaló James Keane de la revista America Magazine, incluso los candidatos para el gabinete de Joe Biden son casi todos demócratas católicos, y hay pocos hombres blancos protestantes a la vista.
Es normal que los presidentes estadounidenses se apeguen al centro religioso del país. Durante mucho tiempo eso significó que todos los presidentes pertenecían a una de las llamadas principales denominaciones protestantes: entre 1881 y 1961, por ejemplo, hubo 13 presidentes afiliados a una de las principales iglesias del protestantismo (además de un cuáquero y un unitario). El último de ellos, Dwight Eisenhower, demostró la influencia de las principales iglesias protestantes cuando se bautizó como presbiteriano al inicio de su presidencia, como un príncipe del siglo XVI que adopta la religión del Estado para ocupar un trono vacante.
El declive subsecuente de la institución protestante, el suceso más importante en la vida religiosa de Estados Unidos desde la década de 1960, ha alterado esta dinámica. En lugar de estar vinculada a un claro centro religioso, la presidencia ha pasado por distintas tendencias religiosas que aspiran, hasta ahora sin éxito en gran medida, a tener el estatus de las antiguas iglesias principales del protestantismo.
Por lo tanto, George W. Bush representó la alianza cultural entre su propio cristianismo evangélico y el catolicismo conservador, que se visualizaba a sí mismo como una nueva institución religiosa, y luego se desintegró en medio de la crisis católica de abuso sexual y una nueva ola de secularización.
Después, Barack Obama encarnó una fusión tensa entre un protestantismo liberal atenuado y la Iglesia negra estadounidense, antes de que el surgimiento de un progresismo más ferviente y “consciente”, a partir de su segundo mandato y en adelante, dejara atrás el estilo religioso más independiente de Obama.
Luego Donald Trump, un cristiano de la escuela del “poder del pensamiento positivo” de Norman Vincent Peale que, en realidad no se apegaba a ninguna creencia, se convirtió en un avatar para la teología de la prosperidad y el nacionalismo cristiano: un estilo de religiosidad con una tendencia fundamental de derecha demasiado fuerte como para reivindicar el centro religioso.
Ahora tenemos a Biden. Muchas fuerzas emergentes están cambiando la relación del liberalismo con la religión, como la percepción de conciencia, la secularización, incluso el paganismo. Pero el nuevo presidente, en lo personal, no encarna ninguna de ellas. Más bien ha elevado su propio catolicismo liberal hacia el centro de nuestra vida nacional.
Llamar “liberal” a una forma de religión puede significar dos cosas diferentes: por un lado, un liberalismo teológico, que busca una evolución en la doctrina que se adapte a las necesidades modernas; por el otro, un apoyo a las políticas públicas y a los partidos de centroizquierda. Sin embargo, en la práctica, ambas cosas suelen ir de la mano: la Iglesia católica estadounidense como institución está atrapada entre las dos coaliciones políticas, pero los demócratas católicos más prominentes son liberales, tanto en la teología como en la política.
No obstante, más que un conjunto de ideas, el catolicismo liberal es una cultura, que se identifica por sus instituciones y sus tropos, su iconografía y sus alusiones, desde el papa Juan XXIII y las universidades jesuitas, hasta la “túnica sin costuras” de la enseñanza católica, el “espíritu” del Concilio Vaticano II, la obra de Thomas Merton y los himnos como “On Eagle’s Wings” (que Biden citó en su discurso de victoria).
Y, por supuesto, los llamados al papa Francisco. Hace una década, era común ver el catolicismo liberal como una tradición en decadencia. Su periodo de máxima influencia, al final de la década de los sesenta y durante los años setenta, fue una época de crisis institucional para la Iglesia, lo cual dio lugar a los pontificados conservadores de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Los católicos conservadores sintieron que las ideas liberales se habían puesto a prueba y habían fracasado, los católicos liberales sintieron que habían sido reprimidos.
Sin embargo, después vino Francisco a darle nueva vida a la tendencia liberal, al reabrir controversias que los conservadores asumían que ya se habían cerrado y al inclinar al Vaticano hacia la cooperación con el establecimiento liberal y lejos de los vínculos con el conservadurismo.
El papado no ofrece respaldos políticos públicos, pero al parecer hay pocas dudas de que muchas figuras en el círculo íntimo de Francisco aceptan la presidencia de Biden. Cuando la declaración de los obispos estadounidenses sobre su toma de posesión incluyó una crítica severa de su postura en materia de aborto, hubo un rechazo aparente por parte del Vaticano y uno explícito por parte de los cardenales estadounidenses más alineados con Francisco. Esto implica que los católicos conservadores que pasaron todo el año electoral argumentando que Biden no es un buen católico ahora se encuentran (y no por primera vez) en un conflicto tácito con su papa.
Ese conflicto pertenece al drama interno del catolicismo. No obstante, en el drama interno de Estados Unidos, el catolicismo liberal es un candidato interesante para reivindicar el centro religioso y ocupar el lugar desvanecido de las principales iglesias protestantes.
Si se quisiera abogar por su potencial y posible influencia, se podrían enfatizar tres cualidades católicas liberales distintivas: un institucionalismo perdurable, en contraste con el individualismo puro y disperso de tantas religiones estadounidenses; un carácter cada vez más multiétnico, que coincide con nuestra república cada vez más diversa; y una inclusión fervorosa, una ansiedad de que nadie debe sentirse discriminado ni abandonado.
Esta inclusión significa que el catolicismo liberal a veces parece representar mejor las aspiraciones universalistas de la Iglesia que sus subculturas conservadoras y tradicionalistas. Se supone que estas últimas son para todos, pero en este momento tienden a apelar a tipos particulares de personalidad (dice mientras se mira al espejo) y aún son bastante ajenas para los estadounidenses comunes; consideremos que, últimamente, “común” no solo equivale a cualquiera que dude de algunas de las enseñanzas más complicadas de la Iglesia sino a cualquiera que dude de la sensatez de un voto a favor de Donald Trump.
Por otro lado, el catolicismo liberal a veces adquiere su sensación de universalidad al simplemente atribuirse la influencia católica del mundo entero —es cierto que ya no es católico practicante, pero ¿sabían que Anthony Fauci fue educado por jesuitas?— sin tener en cuenta si esa influencia en realidad equivale a mucho más que una espiritualidad vaga, o un humanitarismo genérico.
Esto significa que la cosmovisión católica liberal siempre corre el riesgo de ser simplemente absorbida por el liberalismo político, despojada de todas sus características religiosas, tal como las posturas provida que Biden expresó en el pasado ahora han sido absorbidas en su totalidad por la ortodoxia de su partido con respecto al aborto, por ejemplo. O, en su defecto, corre el riesgo de ser remplazada por prácticas rivales de fe, como las nuevas ortodoxias progresistas que probablemente guíen la agenda de nuestro presidente católico en las cuestiones sociales del día.
Este es un reto para cualquier creencia que aspire a convertirse en un nuevo centro religioso para nuestra sociedad dividida: encontrar una postura que de verdad sea imparcial y que, con toda claridad, sea religiosa en primer lugar y conservadora en segundo lugar.
En este sentido, es válido decir que los conservadores religiosos de todas las tradiciones a menudo han fallado o se han quedado cortos.
Sin embargo, es igual de válido dudar que el catolicismo liberal, rescatado de lo que parecieron sus últimos años y traído a esta apoteosis inesperada, esté preparado para superar la prueba.