Su legado serán las divisiones que ha sembrado entre estadounidenses.
“Todo empezó con la frontera, y todo sigue ahí”. Estas son las primeras líneas de la canción de los Drive-By Truckers “Ramón Casiano”, lanzada justo antes de la elección de Donald Trump en 2016. He estado tarareando la canción durante gran parte de los últimos cuatro años, porque el viaje del señor Trump a la Casa Blanca comenzó con promesas de un “gran muro” a lo largo de la frontera y también ahí es donde terminó.
La canción describe a un chico mexicano de 15 años al que Harlon Carter, que tenía 17 años, le disparó a muerte en Laredo, Texas, en 1931. Carter dirigió más tarde la Patrulla Fronteriza y luego la Asociación Nacional del Rifle, donde supervisó su transición de una organización para deportistas y cazadores a otra enfocada en los derechos de la Segunda Enmienda.
Casiano fue asesinado a un par de horas de McAllen, Texas, en el Valle del Río Grande, adonde Trump fue unos días después de pronunciar un discurso incendiario que provocó la violencia perpetrada en el Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero. Fue el último acto de una presidencia cuyo legado será, por encima de todo, las divisiones que ha sembrado; un golpe de gracia después de un intento de golpe de Estado.
Trump fue a Texas para conmemorar la finalización de la milla 45 de su nuevo muro fronterizo, un lugar simbólico para el presidente número 45 de Estados Unidos. A pesar de las esperanzas de los demócratas de que Joe Biden volviera demócrata el estado, Trump encontró apoyo entre los hispanos de la frontera, quienes, dijo, entienden “mejor que nadie” que se necesita una aplicación de la ley fuerte para “ayudarlos a vivir una vida segura”.
En su discurso, celebró sus logros y atacó a sus oponentes mientras sus muros de apoyo en Washington se desmoronaban. La disposición de la 25.ª Enmienda para retirar los poderes presidenciales era de “riesgo nulo” para él, pero “volverá para acechar a Joe Biden y al gobierno de Biden”, comentó.
A pesar de la rabiosa oposición, el muro fronterizo que se vislumbraba detrás de él era una victoria. Con su construcción, había defendido a la nación, impedido la entrada de terroristas en el país, salvado puestos de trabajo para los estadounidenses, detenido y deportado a cientos de miles de inmigrantes criminales y, como beneficio no previsto, impedido que los inmigrantes infectados transmitieran el “virus de China” a los ciudadanos estadounidenses. Hizo todo esto, dijo, mientras también mejoraba las relaciones con El Salvador, Guatemala, Honduras y México.
Es un síntoma de nuestra división el hecho de que pueda vivir en una zona libre de fricciones que no le exige lidiar con hechos contradictorios. Sus partidarios escuchan las palabras de un mártir que los defendió hasta el final para que su país permanezca seguro y libre. Sus oponentes escuchan un estribillo patriotero —el coro repetido de su presidencia— que criminalizó a los inmigrantes trabajadores.
Creó el miedo a los extranjeros, aunque la mayoría de nuestros problemas eran de cosecha propia, y torció la ley para encontrar miles de millones de dólares para su muro al mismo tiempo que recortaba los impuestos a los multimillonarios y trataba de reducir drásticamente el gasto federal en las artes, la educación y varios programas de la red de seguridad.
Quienes sostienen estos puntos de vista opuestos rara vez tienen que enfrentarse entre sí.
De hecho, el muro más duradero que construyó Trump es el que existe entre los estadounidenses, no el que existe entre Estados Unidos y México. En muchos sentidos, su muro de acero y hormigón es un espectáculo. Desde principios de la década de 1980, Estados Unidos ha subcontratado gran parte de la vigilancia de la inmigración a México, que detuvo a los migrantes centroamericanos que intentaban entrar a México, a través de Guatemala, a cambio de la indulgencia de Estados Unidos hacia los migrantes mexicanos.
Las comunidades fronterizas han sido, en promedio, más seguras que otras ciudades estadounidenses. Más que nada, son comunidades donde las familias viven, trabajan y van a la escuela, no guaridas del crimen y el vicio que requieren una mayor militarización.
Sin embargo, a diferencia de muchos mexicanos y estadounidenses que durante mucho tiempo han visto la frontera como un punto de conexión, el comienzo de sus visitas a amigos y vecinos, una primera parada en un día de compras, ocio o negocios al otro lado, él ve la frontera como una línea de división. Así es como aborda también la mayoría de los otros temas.
En Texas, dijo que este es un “momento sensible” para nuestro país, un “momento para que nuestra nación sane”, pero Trump nunca fue sanador de heridas. No lo fue después de la manifestación de poder blanco “Unite the Right”, en Charlottesville, Virginia. No lo fue después del asesinato de George Floyd. No lo fue después de la violencia colectiva perpetrada en el Capitolio de Estados Unidos.
Cada vez que se enfrentaba a la crisis, fomentaba la división. Volvió al lugar de los traumas que infligió, como lo hizo en McAllen, sede del mayor centro de detención de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos, que se volvió notorio en 2018, cuando los analistas nacionales e internacionales señalaron la crueldad de la separación familiar.
Trump, un personaje polarizador, encarnaba la frontera. Era un imán que atraía y repelía simultáneamente, al organizar a los estadounidenses como limaduras de hierro en apoyo u oposición: la mentalidad de nosotros contra ellos, de amigo contra enemigo, que confunde las amenazas externas e internas percibidas, y que ahora apunta a las segundas tanto como a las primeras. Sus partidarios —“hombres que prefieren luchar a ganar… similares en la mente y en la piel”, como cantaban los Drive-By Truckers— marcharon hacia el Capitolio para luchar contra una revolución que sabían que no iban a ganar. Escalaron los muros fuera del edificio para declararle la guerra al país que decían amar y esperaban salvar.
Trump no fue el primer sembrador de divisiones o constructor de muros. Eso empezó mucho antes de que Casiano fuera asesinado, con el despojo de las tierras mexicanas tras la guerra entre Estados Unidos y México; cuando se relegó a los trabajadores mexicanos a los empleos peor pagados y más peligrosos; cuando se les consideró portadores de enfermedades, y cuando lincharon a cientos de ellos en las primeras décadas del siglo XX. Durante el último siglo, los políticos han argumentado que los inmigrantes roban puestos de trabajo, cometen delitos, traen enfermedades y se aprovechan de nuestras redes de seguridad.
El presidente Biden no cerrará las divisiones que nuestro anterior presidente profundizó, o creó él mismo. Hará falta más de un hombre y más de cuatro u ocho años. Pero Biden tiene la oportunidad de comenzar el trabajo de curación. Los retos a los que nos enfrentamos al comienzo de este nuevo gobierno son trascendentales.
Biden ya ha comenzado a revertir algunos de los daños, tras ofrecer un borrador de reformas migratorias y detener la construcción del muro fronterizo. Estos esfuerzos ayudarán a volver al ‘statu quo’. No es suficiente, pero es un paso importante para superar el pensamiento fronterizo de Trump y sus partidarios.