Dianna Ortiz, una monja católica originaria de Estados Unidos, cuya violación y tortura en Guatemala en 1989 ayudó a permitir la publicación de documentos que demuestran la participación del gobierno estadounidense en violaciones a los derechos humanos en ese país, murió el viernes en un centro de cuidados paliativos en Washington. Tenía 62 años.
La causa del deceso fue el cáncer, según relató Marie Dennis, una vieja amiga.
Mientras servía como misionera y educadora de niños indígenas en el altiplano occidental de Guatemala, Ortiz fue secuestrada, violada en grupo y torturada por un cuerpo de seguridad guatemalteco. Su historia se volvió mucho más controversial cuando Ortiz dijo que alguien que ella creía que era un estadounidense había actuado en complicidad con sus secuestradores.
Solo después de años de terapia extensiva en el Centro Marjorie Kovler para sobrevivientes de tortura en Chicago, Ortiz comenzó a recuperarse, y fue entonces que comenzó a buscar información sobre su caso. Se convirtió en defensora mundial de las personas sometidas a tortura, y su caso ayudaría a forzar la publicación de documentos clasificados que muestran décadas de complicidad de Estados Unidos en violaciones a los derechos humanos en Guatemala, durante los 36 años de su guerra civil en la que murieron 200.000 civiles.
Nunca estuvo claro por qué ella y muchos otros estadounidenses fueron objetivos para los perpetradores. En un momento dado, le dijeron que su caso era uno de identidad equivocada, algo que ella nunca creyó. Su ataque ocurrió durante un periodo particularmente anárquico; devastada por la guerra, Guatemala era gobernada por una serie de dictaduras militares de derecha, algunas de estas violentas hacia las poblaciones indígenas y desconfiadas de cualquiera que las ayudara.
El calvario de 24 horas que sufrió Ortiz, inicialmente etiquetado como un montaje por funcionarios estadounidenses y guatemaltecos, incluyó múltiples violaciones en grupo. Su espalda fue marcada con más de 100 quemaduras de cigarrillos. En un momento amarraron sus muñecas y la alzaron por encima de un pozo atestado de cuerpos de hombres, mujeres y niños, algunos de ellos decapitados, otros aún con vida. En otro momento fue obligada a matar a puñaladas a una mujer que también estaba cautiva. Sus captores tomaron fotos y grabaron un video del acto para usarlo en su contra.
Ortiz relató que su tortura se detuvo solo después que un hombre, que parecía ser estadounidense —y que parecía estar a cargo— vio lo que estaba ocurriendo y ordenó que fuese liberada, diciendo que su retención se había convertido en noticia en todo el mundo. El hombre la llevó hasta su auto y le dijo que le daría un refugio seguro en la embajada de Estados Unidos. También le recomendó perdonar a sus torturadores. Temiendo que el hombre la fuese a matar, saltó del automóvil.
La conmoción la dejó confundida y angustiada. Ortiz había quedado embarazada durante los asaltos y se practicó un aborto. Como ocurre frecuentemente con las personas torturadas, no recordaba gran parte de los sucesos previos al secuestro. Cuando regresó con su familia en Nuevo México y a su orden religiosa de monjas en Kentucky, no los reconoció.
“Hasta la fecha puedo oler la descomposición de los cuerpos, tirados en un pozo abierto”, dijo Ortiz en una entrevista a finales de los años noventa con Kerry Kennedy, presidenta de la organización de defensa Robert F. Kennedy Human Rights. “Puedo oír los gritos desgarradores de otras personas torturadas. Puedo ver la sangre que brota del cuerpo de la mujer”.
Cuando Ortiz indicó que sus secuestradores eran supervisados por un estadounidense, fue desacreditada. “El presidente guatemalteco aseguró que el secuestro nunca había ocurrido, y al mismo tiempo aseguró que había sido llevado a cabo por elementos no gubernamentales y que, por lo tanto, no era un caso de violación de derechos humanos”, relató durante la entrevista con Kennedy.
Ortiz presentó solicitudes bajo la Ley de Libertad de Información. Y presionó a los tribunales en Estados Unidos y Guatemala por su caso. En 1995, un juez federal en Boston ordenó a un exgeneral de Guatemala pagar 47,5 millones de dólares a Ortiz y a ocho guatemaltecos, asegurando que estos habían sido víctimas de su “indiscriminada campaña de terror” en contra de miles de civiles. (Ortiz nunca recibió el dinero).
Ella relató su historia a los medios de comunicación y participó en protestas para instar al gobierno de Estados Unidos a divulgar los archivos sobre su caso. En 1996, Ortiz comenzó una vigilia de cinco semanas y una huelga de hambre frente a la Casa Blanca con el objetivo de lograr la desclasificación de todos los documentos relacionados con las violaciones a los derechos humanos en Guatemala desde 1954.
En un momento poco publicitado, Hillary Clinton, entonces primera dama, se reunió con Ortiz durante su huelga de hambre. Kennedy dijo en una entrevista telefónica que la insistencia de Clinton había contribuido a que se publicaran los documentos gubernamentales sobre el caso.
Los archivos fueron editados en gran medida y no revelaron la identidad del estadounidense o por cuál autoridad tuvo acceso a la escena de su tortura. Pero el caso de Ortiz se volvió parte de una amplia evaluación de la política exterior de Estados Unidos y las medidas encubiertas que se tomaron en Guatemala durante los gobiernos de Reagan, Bush y Clinton.
Con el paso del tiempo, los documentos desclasificados mostraron que las fuerzas guatemaltecas que cometieron actos de genocidio durante la guerra civil habían sido entrenadas y equipadas por Estados Unidos.
“Dianna hizo destacar el hecho de que el gobierno de Estados Unidos, a través de la CIA y la inteligencia militar, estaba trabajando codo a codo con las unidades de inteligencia militar de Guatemala”, dijo en una entrevista Jennifer Harbury, una amiga cercana. Su esposo, un comando guatemalteco, fue asesinado durante la guerra civil.
En 1999, el presidente Bill Clinton se disculpó por la implicación de Estados Unidos.
Dianna Mae Ortiz nació el 2 de septiembre de 1958, en Colorado Springs, Colorado, y creció en Grants, Nuevo México, junto con siete hermanos. Su madre, Ambroshia, era un ama de casa; su padre, Pilar Ortiz, era un minero de uranio.
Le sobreviven su madre; sus hermanos, Ronald, Pilar Jr., John y Josh Ortiz; y sus hermanas, Barbara Murrietta y Michelle Salazar. Otro de sus hermanos, Melvin, murió en 1974.
Dianna anhelaba una vida religiosa desde temprana edad y en 1977 ingresó al noviciado de las ursulinas en Mount St. Joseph, en Maple Mount, Kentucky. Luego se convirtió en hermana de la Orden de Santa Úrsula. Mientras recibía su formación religiosa, asistió a la Universidad de Brescia, ubicada en una zona cercana, de donde se graduó en 1983 con un título en educación primaria y prescolar. Fue profesora en el jardín de infantes antes de irse a Guatemala en 1987.
En 1994, se mudó a Washington para trabajar para la Comisión de Derechos Humanos de Guatemala. Allí conoció a otras personas que habían perdido a seres queridos por torturas o que habían sido víctimas del mismo trato, y formaron un grupo llamado Coalition Missing para llamar la atención sobre los asesinados o desaparecidos en Guatemala.
Más tarde ayudó a fundar la Coalición Internacional de Apoyo a la Abolición de la Tortura y los Sobrevivientes, que se convirtió en un movimiento global.
“Lo que vimos fue a una mujer de increíble valor e integridad que literalmente regresó de entre los muertos”, dijo su amiga Dennis en una entrevista. “Por muchos años, ella luchó para no ser arrastrada de vuelta a ese horrible lugar. Pero ella reclamó su vida y pudo hacer una labor fenomenal”.