Sin embargo, será difícil desarrollar un poderío militar independiente de Estados Unidos.
Cuando se escucha el debate en Europa sobre el retiro caótico de las tropas estadounidenses de Afganistán, impresiona el inmenso vocabulario que han desarrollado los europeos a lo largo de los siglos para describir las calamidades militares. Lo que acabamos de atestiguar ya ha sido descrito como una debacle, una desbandada, una caída en picada y un desastre, sin dejar de mencionar una “derrota”, un “fiasco” y una “humillación”.
La pregunta en el centro de estas discusiones es si la desastrosa retirada fue un fracaso tan grave que merezca replantear los acuerdos de defensa entre Estados Unidos y Europa. La guerra afgana fue una operación de la OTAN, en la que se involucró el núcleo de un sistema de alianza trasatlántica que data de la Guerra Fría.
La ineficacia estadounidense ha dejado furiosos a los líderes europeos. En Alemania, Armin Laschet, quien está en la contienda para remplazar a su colega demócrata cristiana Angela Merkel como canciller en las elecciones nacionales a celebrarse este mes, habla de “el mayor fiasco desde la fundación de la OTAN”.
La valoración de Laschet refleja más que pasiones electoreras; la comparten otros países. La incompetencia bidenesca viene a rematar cuatro años de desprecio trumpista. Como lo dijo hace poco Adrien Jaulmes, un corresponsal francés de guerra: Trump y Biden han enviado “un mensaje a los aliados y adversarios de Estados Unidos de que los compromisos de Washington tienen caducidad”.
Ya había habido momentos de desconfianza entre Estados Unidos y sus aliados de la OTAN en el pasado. No obstante, hoy es diferente, y se nota en la manera en que los líderes europeos están reaccionando ante el desastre afgano. Durante la Guerra Fría, el comunismo fue el tema que polarizó la política continental. Las élites gobernantes de Europa, en sus respectivos países, eran en su mayoría anticomunistas. Sus instintos los llevaron a fortalecer los vínculos con el Estados Unidos anticomunista, sin importar las dudas ocasionales en torno a la incompetencia, la extralimitación o la arrogancia de los estadounidenses. Eso condujo al fortalecimiento de la OTAN.
En la actualidad, el tema que divide al público europeo es la Unión Europea, el embrión de superestado al que pertenece casi toda Europa Occidental, salvo un puñado de naciones. El proyecto de la UE ha coincidido con la globalización de la economía y ha generado debates similares. Hay quienes la consideran una fuente de prosperidad y derechos humanos, otros una fuente de desigualdad y arbitrariedad antidemocrática.
En prácticamente todos los países europeos, la gente acreditada, educada y empoderada quiere “más Europa”. A estos se oponen los defensores de la soberanía tradicional basada en los Estados nación, que quieren proteger las prerrogativas de, por ejemplo, Budapest y Varsovia de las ambiciones de la capital de la UE, Bruselas. En términos sociológicos, la división es parecida a la que hay entre demócratas y republicanos en Estados Unidos.
Desde hace tiempo, los ambiciosos políticos que defienden la Unión Europea han querido trasladar la mayor cantidad posible de responsabilidades de gobierno de sus sedes tradicionales a Bruselas en busca de cierta autonomía militar para el bloque. Esto requeriría un replanteamiento de los procedimientos operativos de la OTAN y con toda seguridad produciría un debilitamiento de los vínculos con Estados Unidos, aunque los líderes de la UE por lo general lo niegan cuando hay estadounidenses cerca que los puedan oír.
Sin embargo, ante la debacle afgana, los líderes de la Unión Europea han comenzado a ventilar esas ambiciones. Esta semana, Bernard Guetta, miembro del Parlamento Europeo del partido del presidente de Francia, Emmanuel Macron, instó a los europeos a encontrar un sustituto geoestratégico para un Estados Unidos que cada vez se encierra más en sí mismo. Macron muestra señales de querer usar los traspiés recientes como pretexto para desplegar unidades europeas de combate libres de la influencia estadounidense. Después de que los talibanes tomaron el poder en Kabul, en una conferencia celebrada en Bagdad, Macron mencionó que Francia iba a mantener en Irak sus fuerzas de combate al terrorismo “sin importar qué hagan los estadounidenses”.
Italia y Alemania también se están inclinando en esa dirección. A finales del mes pasado, Paolo Gentiloni, quien fue presidente del Consejo de Ministros de Italia y actualmente es comisario de Economía de la Unión Europea, comentó: “Es una terrible paradoja, pero esta debacle podría ser el inicio del momento de Europa”. Se dice que Merkel ha participado en conversaciones al interior de Europa para mantener una “sólida presencia temporal” en Kabul.
A los encargados de tomar las decisiones en Europa nunca les ha faltado la ambición para esos proyectos. (En 1998, el primer ministro del Reino Unido, Tony Blair, y el presidente de Francia, Jacques Chirac, emitieron la portentosa “declaración de Saint-Malo”, en la que solicitaban la creación de una fuerza de choque europea autónoma). Lo que les ha faltado para concretarlos es el consenso popular. Crear un ejército adecuado para una superpotencia es un gasto colosal. Tiene sentido usar el estadounidense siempre y cuando esté en oferta, en vez de mandar a la bancarrota a Europa por un intento (tal vez quijotesco) de duplicarlo.
En la actualidad, las élites de la Unión Europea también enfrentan otro desafío a su credibilidad. Los primeros días de este mes, los ministros del interior del bloque estuvieron tratando de concebir un sistema migratorio común para manejar un posible flujo enorme de migrantes de Afganistán. Es una prioridad, pero también lo fue cuando cientos de miles de migrantes huyeron de Siria en 2015 y la Unión Europea no encontró una solución duradera en aquel entonces.
En un momento en que las encuestas muestran que los europeos consideran que la mayor amenaza de seguridad para el continente es la inmigración, la reputación de la Unión Europea de tender al legalismo y la displicencia no inspira confianza en que vaya a llevar a buen término proyectos todavía más ambiciosos. Al contrario.
Eso podría ser lo más difícil de enfrentar para los partidarios de una defensa alternativa de la UE. Durante los últimos 20 años, los europeos han visto cómo Estados Unidos primero involucró a Europa en guerras en las que Europa no quería pelear y luego sucumbió ante la apasionada política antiélites que culminó en la elección de Donald Trump. Es previsible que haya frustración. Sin duda, el colapso de Afganistán la agudizará.
Sin embargo, para la Unión Europea será muy complicado colocarse en el centro de los acuerdos de defensa de Occidente, en gran medida porque también en sus ciudadanos ha crecido una desconfianza de las élites tan intensa como la que puso a Estados Unidos en su rumbo actual. En este punto, al menos, los países occidentales están unidos, tal vez más unidos de lo que les gustaría estar.
Este artículo se publicó originalmente en The New York Times.