Misisipi ha sido el estado más pobre de Estados Unidos, como dije anteriormente. De hecho, a principios del siglo XX, el sur profundo del país era, en efecto, una nación en desarrollo incrustada en la economía más avanzada del mundo.
Desde hace mucho tiempo, Misisipi ha sido el estado más pobre de Estados Unidos, con un producto interno bruto real per cápita de solo alrededor del 60 por ciento del promedio nacional. Sin embargo, Estados Unidos es un país rico, así que Misisipi no está tan mal teniendo en cuenta los estándares internacionales. En específico, está más o menos al mismo nivel que los países del sur de Europa: un poco más pobre que España, un poco más rico que Portugal.
También cabe mencionar que como Misisipi es parte de Estados Unidos, obtiene una enorme ayuda de facto de estados más ricos. Se beneficia bastante de programas federales como Medicare y la seguridad social, aunque su bajo ingreso significa que paga relativamente pocos impuestos federales. Los cálculos del Instituto Rockefeller sugieren que en 2019, Misisipi recibió transferencias federales netas de casi 24.000 millones de dólares, cerca del 20 por ciento del producto interno bruto estatal, un monto mucho mayor en comparación con la ayuda que países como Portugal reciben de la Unión Europea.
Sin embargo, los ciudadanos de Portugal y España tienen cosas que no tienen todos los ciudadanos de Misisipi, como atención médica universal y agua corriente.
El lunes, colapsó el suministro de agua de Jackson, la capital y la ciudad más grande del estado. La mayor parte de la ciudad no tiene agua corriente ni potable. Y no se sabe cuándo se restablecerá el suministro.
La causa inmediata de la crisis fueron las lluvias torrenciales que saturaron la planta de tratamiento de aguas más grande de la ciudad. Pero este evento climático, aunque grave, no fue un impacto como el del huracán Katrina; solo fue un desastre porque el sistema de aguas de la ciudad ya tenía fallas, resultado de años de abandono.
A su vez, este abandono fue, en esencia, una decisión política. Misisipi en su totalidad, a pesar de su ingreso relativamente bajo conforme a los estándares estadounidenses, sin duda tiene los recursos para proveer agua potable segura a todos sus residentes. Sin embargo, Jackson —un centro urbano habitado en su mayoría por personas de color cuya economía se ha visto diezmada por la salida de los blancos— no los tiene. Y el estado se negó a ayudar, aun cuando la crisis del agua que se avecinaba era cada vez más previsible.
Pero no hay que temer: en abril, el gobernador republicano Tate Reeves anunció que estaba haciendo “una inversión en los habitantes de Misisipi”; con “una inversión” se refería a un recorte de impuestos en lugar del gasto en, por ejemplo, educación o infraestructura.
Al politólogo Brendan Nyhan le gusta señalar ejemplos de erosión democrática y preguntar: “¿Qué dirían si lo vieran en otro país?”. Pues bien, ¿qué diríamos de un lugar que ni siquiera garantiza que su capital tenga un suministro de agua confiable?
Para poner todo esto en perspectiva, hay que conocer dos tendencias: una económica y otra política.
La económica: desde hace mucho tiempo Misisipi ha sido el estado más pobre de Estados Unidos, como dije anteriormente. De hecho, a principios del siglo XX, el sur profundo del país era, en efecto, una nación en desarrollo incrustada en la economía más avanzada del mundo. No obstante, en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, este y otros estados del sur del país vieron que sus ingresos crecieron con rapidez, lo cual redujo, aunque no eliminó, la brecha que tenían con el resto del país.
Luego, el relativo progreso se estancó. De hecho, según algunas mediciones, Misisipi empezó a rezagarse de nuevo; por ejemplo, la esperanza de vida en el conjunto de Estados Unidos aumentó unos siete años entre 1980 y 2015, pero solo se incrementó tres años en Misisipi.
Tenemos una idea bastante clara de lo que ocurrió después de 1980. La historia más probable es que, a medida que Estados Unidos se convirtió en una economía basada en el conocimiento, las actividades económicas de alto valor y los trabajadores calificados se desplazaron hacia las áreas metropolitanas con buenos servicios y mano de obra altamente capacitada. Lugares como Misisipi, que contaban con relativamente pocos trabajadores con estudios universitarios en 1980 y que con el tiempo se fueron quedando atrás, se encontraron en el lado perdedor de este cambio.
No hay respuestas fáciles al problema de las regiones rezagadas. Pero una cosa es segura: imaginar que los recortes de impuestos traerán prosperidad a un estado con escasa formación que ni siquiera puede dotar a su capital de agua corriente es sencillamente ilusorio.
Esto nos lleva a las tendencias políticas que están detrás de estos delirios.
Desde Ronald Reagan, el Partido Republicano ha estado dominado por una ideología antigubernamental. Como lo dijo el activista contra los impuestos Grover Norquist, la meta era adelgazar al gobierno al grado de que fuera posible “ahogarlo en la bañera”. Cuando Donald Trump contendió a la presidencia, por un momento pareció que el Partido Republicano iba a romper con esa ideología e iba a aceptar la red de seguridad social mientras se centraba en la hostilidad étnica y racial.
Sin embargo, en lugar de eso, los republicanos, creyendo que pueden ganar elecciones enardeciendo a sus bases con cuestiones sociales como los ataques a la conciencia social, han redoblado la apuesta por la economía de derecha. Los candidatos al Congreso vuelven a hablar de derogar Obamacare y privatizar la seguridad social.
Y los estados gobernados por republicanos han ido más allá de recortar los programas sociales a destruir los servicios públicos que los estadounidenses han dado por hecho desde hace muchas generaciones, servicios como la educación pública… y el agua potable.
¿Esto tendrá alguna repercusión política? No tengo idea. Pero me pregunto: ¿se puede ahogar al gobierno en una bañera si ni siquiera se puede llenar la bañera?