Federer logró que la gente sintiera que el deporte que estaba viendo era una forma de arte. No solo estaba jugando tenis, estaba volviendo a dibujar la geometría de la cancha, con disparos en lugares donde las pelotas casi no caían, desde ángulos que nadie había visto.
Esto tal vez sea un poco difícil de recordar en medio del destello de una asistencia histórica a un emocionante Abierto de Estados Unidos en 2022, pero el tenis no estaba en un muy buen lugar cuando un joven y prometedor tenista de Suiza con una ridícula cola de caballo llegó a inicios de la década de 2000.
Tiger Woods de alguna manera había hecho del golf algo genial para las masas. Pero el tenis, el deporte en boga en los años setenta y ochenta, era casi de forma exclusiva un juego de la élite, que en gran medida seguía y era jugado por un nicho minoritario.
A nivel profesional, la categoría masculina básicamente tenía un grupo de jugadores que aporreaba la pelota y otro que contragolpeaba. Andre Agassi era una rara excepción que podía hacer ambas y tenía algo de personalidad. Sin embargo, como muchos jugadores, tenía una relación ambivalente con las exigencias físicas y emocionales de un deporte que parecía hacerle la vida miserable a muchos. No había mucha alegría en una cancha de tenis.
Luego, después de unos primeros años difíciles y llenos de irascibilidad en la gira profesional, Roger Federer, con su terrible corte de pelo y un atuendo dos tallas más grandes, de pronto hizo que la gente exclamara con admiración a medida que transcurría el año 2001.
“Baryshnikov con zapatos deportivos” es ccmo a menudo se referían a Federer los hermanos McEnroe —John, un heptacampeón de Gran Slams que alguna vez recibió elogios con un grado similar de lujuria, y Patrick, quien fue un decente tenista profesional y comentarista de televisión—, para comparar su estilo y gracia en la cancha con el ballet.
Cliff Drysdale, otro exprofesional y comentarista de años, comenzó a notar que siempre que Federer entraba a la cancha, los vestidores se vaciaban pues los tenistas se iban a las gradas o se reunían alrededor de un televisor en la sala de descanso para ver a un hombre que parecía capaz de crear tiros y jugar con un estilo con el que ellos tan solo podían soñar. Drysdale no había visto eso desde los días de Rod Laver, el genial australiano que había dominado la década de 1960.
“Cuando la admiración que recibes se extiende más allá de los aficionados a tus colegas jugadores, es algo significativo”, comentó Drysdale en una entrevista celebrada el jueves. “Y los jugadores veían todos los partidos de Roger”.
Allí estaba un tenista que podía jugar cualquier estilo en cualquier lugar de la cancha. Había una cualidad etérea en la manera en que Federer creaba tiros, como un jazzista que improvisa solos.
“Elevó el deporte en una época en que este lo necesitaba desesperadamente”, comentó Patrick McEnroe el jueves. “Y con esto no quiero desestimar a ninguno de los grandes campeones que estuvieron antes que él, entre ellos uno que conozco bastante bien, sino que llevó el juego clásico al juego moderno y le devolvió una cierta clase al deporte”.
Una vez que Federer se cortó el pelo y se puso ropa decente para jugar tenis, su gracia se extendió fuera de la cancha. Apareció en las portadas de las revistas de moda. Se codeó con directores ejecutivos con la misma facilidad que con jefes de Estado cuando visitaba a niños enfermos o pobres. Emprendió una fundación que ha donado decenas de millones de dólares a la educación en África, donde nació su madre sudafricana.
“Siempre dije que Arthur Ashe y Stan Smith eran buenos jugadores, pero personas increíbles”, comentó Donald Dell, cofundador de la ATP y representante y promotor de tenis. “Roger es un jugador increíble y una persona más increíble fuera de la cancha, que, cuando el deporte más lo necesitaba, se convirtió en el mejor embajador que pudo tener”.
Los trofeos llegaron por montones. Para finales de 2008, cuando tenía 27 años, ya había ganado trece títulos de Grand Slam, uno menos para alcanzar el récord. Ganaría otros siete títulos individuales de Grand Slam antes de culminar su carrera y siguió ganándolos a una edad mucho mayor de la que cualquiera pensaba que podía competir un tenista en su más alto nivel.
Rafael Nadal llegó para convertirse en uno de sus principales rivales a inicios de la década de 2000, pero luego Novak Djokovic se coló en la fiesta y convirtió al tenis en una batalla de tres frentes que ha llevado al deporte a alturas sin precedentes.
Federer logró que la gente sintiera que el deporte que estaba viendo era una forma de arte. No solo estaba jugando tenis, estaba volviendo a dibujar la geometría de la cancha, con disparos en lugares donde las pelotas casi no caían, desde ángulos que nadie había visto. El novelista David Foster Wallace, quien había sido un decente tenista juvenil en el Medio Oeste, escribió sobre Federer de la misma manera que otros escribieron sobre Vladimir Nabokov o Vincent van Gogh.
La gracia ocultó otras cualidades que lo llevaron al éxito. Durante su racha inicial de títulos de Grand Slam, las victorias parecían llegar con tanta facilidad que disfrazaban cuán competitivo era Federer.
Esto quedó claro después del Abierto de Australia de 2009. Lloró durante la ceremonia de entrega de trofeos después de que Nadal lo venció en una tercera final consecutiva de Grand Slam, una serie que incluyó su épico duelo a cinco sets en Wimbledon en 2008, para muchos el mejor partido de tenis profesional que se haya jugado en la historia.
“Me está matando”, dijo sobre la racha perdedora.
Federer canalizó el dolor a un regreso a la cima después de que todo el mundo había pensado que había pasado su momento. Lo hizo no solo una, sino dos veces, la segunda cuando tenía 36 años y ganó su último título de Grand Slam, el tercero después de su trigésimo quinto cumpleaños: un concepto absurdo en aquel entonces, pero que ahora Federer, Nadal y Djokovic han hecho que parezca casi normal.
La gracia también disfrazó una crueldad homicida que podía torturar a sus oponentes. Nick Kyrgios, la temperamental estrella australiana, ha declarado que Federer es el único jugador que lo ha hecho sentir como si de verdad no supiera qué estaba haciendo en una cancha de tenis.
Y a pesar de todo, en cuanto los partidos de Federer terminaban, toda esa astucia se disipaba cuando el asesino se volvía a transformar en un estadista: todo era risas y gratitud hacia sus oponentes, patrocinadores, aficionados, al personal de los torneos, incluso los periodistas.
“No creo que alguna vez haya tenido un mal día en su vida”, dijo John McEnroe el mes pasado, maravillado ante la naturalidad con la que Federer manejaba las exigencias de ser una celebridad que casi lo habían destrozado a él en los años ochenta.
El año pasado, a Paul Annacone, una de las pocas personas que entrenó a Federer, le preguntaron por qué pensaba que Federer estaba intentando regresar de una cirugía de rodilla a los 39 años después de un largo descanso que había coincidido con el inicio de la pandemia. Annacone respondió que a Federer simplemente le encantaba el tenis —la competencia, los viajes, los aficionados, todo— y que eso permitía que su personalidad fluyera.
“Su legado es la gracia”, opinó Mary Carillo, extenista y actual comentarista. “La gracia en su estilo de juego. La gracia bajo presión. La gracia con los niños. La gracia con los reyes, con las reinas. La gracia cuando se movía, cuando se sentaba quieto, cuando ganaba, cuando perdía. En francés, alemán, inglés. En afrikáans. Simplemente era así porque lo llevaba dentro de sí”.