Siempre trato de ser una persona razonable. Intento ser alguien que mira el mundo con ojos confiados. A través de las décadas, he creado ciertas expectativas sobre cómo funciona el mundo y cómo se comportan las personas.
Confío en esas expectativas mientras hago mi trabajo, analizo eventos y anticipo lo que sucederá a continuación. Y, sin embargo, me he dado cuenta de que Donald Trump me ha desconcertado todo el tiempo. He descubierto que no soy lo suficientemente cínico como para anticipar correctamente de lo que es capaz.
He subestimado una y otra vez su perversión. Me sorprendió lo espantoso que se comportó Trump en ese primer debate con Joe Biden en 2020. A medida que fueron progresando las audiencias del comité sobre los hechos del 6 de enero, me sorprendió descubrir cuán agresivamente había trabajado Trump para revertir las elecciones. Y luego, apenas la semana pasada, al leer su acusación federal, una vez más me sorprendió saber cuán flagrantemente había violado la seguridad nacional.
Y, sin embargo, no puedo sentirme avergonzado de mi perpetua ingenuidad hacia Donald Trump. No quiero ser el tipo de persona que puede entrar fácilmente en la cabeza de un narcisista amoral.
Prefiero no dejar que infecte mi cerebro. Prefiero no dejar que ese tipo altere mi visión del mundo. Si la ingenuidad ocasional es el precio de tener independencia mental de Trump, estoy dispuesto a pagarlo.
He estado pensando en todo esto mientras me preparo para los 17 meses de campaña que al parecer quedan por delante, en los que Trump probablemente será una vez más el foco central de la conciencia de la nación. Pienso en cómo una vez más nos veremos obligados a defender nuestros santuarios internos mientras él busca, minuto a minuto, instalarse en nuestros cerebros.
Me aferro a una visión del mundo que es fácil de ridiculizar
Sostengo la creencia de que la mayoría de las personas, aun con sus defectos, buscan ser buenas. Mantengo la creencia de que nuestras instituciones, aunque desgastadas, son básicamente legítimas y merecen nuestro respeto. Sostengo la creencia de que el carácter importa y que las buenas personas al final prosperan y las personas poco éticas se desmoronan con el tiempo.
No creo que esta visión del mundo nazca de una inocencia infantil. Surge de mi experiencia directa con la vida y después de miles de entrevistas, cuando he cubierto a políticos de la vida real como Barack Obama, John McCain y Mitt Romney.
Donald Trump, con su mera presencia, es un ataque a esta visión
Trump es un tirano. Como bien observó Aristóteles hace muchísimos años, la tiranía se fundamenta en la arbitrariedad. Cuando un tirano tiene el poder, no hay Estado de derecho, no hay orden de gobierno. Sólo existe el capricho del tirano. Solo existe su deseo desmesurado de tener más de lo que le corresponde del todo.
Bajo la tiranía política, las leyes externas se vuelven arbitrarias. Incluso cuando Trump no ejerce el poder del Estado, cuando simplemente está haciendo campaña, Trump blande poder cultural. Bajo la tiranía cultural, los valores internos también se vuelven arbitrarios: se fundamentan en sus caprichos y deseos del momento.
Las categorías que usamos para evaluar el mundo pierden su significado: crueldad y bondad, integridad y corrupción, honestidad y deshonestidad, generosidad y egoísmo. Los valores elevados comienzan a parecer crédulos y absurdos, irrelevantes para la situación actual. La mera presencia de Trump difunde su contraevangelio: la gente es básicamente egoísta; la energía bruta mueve el mundo. Lo único que importa es ganar y perder. Bajo su influencia, sutil e insidiosamente, las personas desarrollan mentalidades más nihilistas.
Trump ya ha corroído al Partido Republicano de esta manera
Permítanme centrarme en un valor que Trump ya ha disuelto: la idea de que debería haber alguna conexión entre las creencias que tienes en la cabeza y las palabras que salen de tu boca. Si dices algo que no crees, al menos deberías tener una punzada de culpa por tu hipocresía.
Solía al menos escuchar a los republicanos expresar su culpa en privado cuando apoyaban públicamente a un tipo al que despreciaban. Esa culpa parece haberse desvanecido. Hasta el desprecio se ha desvanecido. Muchos republicanos han desconectado la facultad moral, tras, al parecer, haber llegado a la conclusión de que la moralidad personal no importa.
La influencia corrosiva de Trump se extiende mucho más allá de su partido. Cualquier orden social estable depende de un sentido de legitimidad. Esta es la creencia y la fe de que las personas a las que se les ha dado autoridad tienen derecho a gobernar. Ejercen el poder para el bien común.
Trump también ataca este valor. Los fiscales no están al servicio del Estado de derecho, insiste, sino que son peones políticos de Biden. Los funcionarios no son más que agentes del “Estado profundo” para derribar a Trump. Esta actitud cínica se ha generalizado en nuestra sociedad. El escepticismo adecuado hacia nuestras instituciones se ha convertido en una desconfianza endémica, un cinismo visceral que afirma: sé cómo funciona todo; es pura corrupción hasta el fondo.
Durante los próximos meses, nos enfrentaremos no solo a una contienda política, sino a una batalla entre aquellos de nosotros que creemos en ideales, aunque a veces nos haga parecer ingenuos, y aquellos que alegan que la vida es una lucha despiadada por ganancias egoístas. Si estos últimos obtienen la victoria, daremos un paso hacia la barbarie cultural.