Doy clases en una universidad de élite en Estados Unidos y aunque creo que la discriminación positiva deformó la cultura universitaria, también he viso que es necesaria.
Hace varios años, cuando estudiaba en la universidad, gané algún dinero durante los veranos ayudando a jóvenes asiáticoestadounidenses a parecer menos asiáticos. Era un tutor autónomo que asesoraba a los estudiantes de instituto para preparar su admisión en la universidad, y vivía a solo unos kilómetros del barrio de Flushings en Queens, Nueva York, con una gran concentración de chinos y sinoestadounidenses. El día de mi primera asesoría, en una sofocante tarde de verano, me dirigí al angosto apartamento donde mi cliente adolescente me dijo lo que necesitaba: que leyera sus solicitudes para la universidad y me asegurara de que no pareciese demasiado asiática.
Recuerdo reírme y sonar como los estertores de un aparato de aire acondicionado de un geriátrico; supuse que lo decía en broma.
Pero ella insistió, con la cara seria. Pensaba que las buenas universidades no quieren admitir a asiáticos, porque ya tienen demasiados, y que, si ella parecía demasiado asiática, no entraría. Recitó una lista de los amigos asiáticos y asiáticoestadounidenses de su iglesia que, a pesar de sus actividades extracurriculares estelares y de sus magníficas calificaciones en los exámenes, habían sido rechazados incluso en las universidades que daban por seguras.
Casi todos los trabajos de tutoría que acepté en los años siguientes se acompañaban de alguna versión de la misma petición. Los jóvenes chinos y coreanos querían saber cómo hacer que en sus materiales de solicitud pareciesen menos chinos o coreanos. Los jóvenes ricos y blancos querían saber de qué formas podrían parecer menos ricos y menos blancos. Los jóvenes negros querían asegurarse de dar la impresión de ser lo suficientemente negros. Lo mismo ocurre con los jóvenes latinos y de Medio Oriente.
Al parecer, todas las personas con las que interactué como tutor —de piel blanca o morena, ricas o pobres, estudiantes o padres— creían que para entrar en una universidad de élite era necesaria la ludificación racial. Para estos estudiantes, el proceso de admisión se había reducido a un ejercicio de arte performativo, donde tenían que reducir al mínimo o ampliar al máximo su identidad a cambio de la recompensa del proverbial sobre grueso de la universidad de sus sueños. Era un juego al que pronto yo también me vi obligado a jugar: unos años después, como doctorando negro en busca de mi primer trabajo como profesor, le estuve dando muchas vueltas a cómo —y si— hablar de mi raza de modo que me situara como candidato por motivos de diversidad. Me daba la sensación de que estaría haciendo trampas si marcaba esa casilla, pero también de que me estaría saboteando a mí mismo si no lo hacía.
Ya sea para conseguir una carta de aceptación o una plaza de profesor titular, los incentivos de las universidades de élite fomentan y recompensan la ludificación racial. Esto no hará sino empeorar, ahora que la Corte Suprema ha fallado en contra de la discriminación positiva o acción afirmativa en las admisiones universitarias. El auge de la discriminación positiva produjo, inadvertidamente, una cultura de ludificación racial al alentar a muchos estudiantes y sus padres a pensar en los modos en que la raza podría mejorar o complicar sus posibilidades de admisión; el fin de la discriminación positiva, a su vez, no hará sino agravar las cosas, al hacer que los estudiantes y los padres se pongan aún más creativos.
Quiero dejar claro que no estoy en contra de la acción afirmativa
No creo que hubiese entrado en el Haverford College como estudiante de no haber sido por la acción afirmativa, y seguramente pueda decirse lo mismo de mi doctorado en la Universidad de Nueva York y mi puesto de profesor en el Bates College. Creo que la discriminación positiva funciona, que es necesaria para reparar los agravios históricos de la esclavitud y sus innumerables secuelas y, sobre todo, que es un contrapeso fundamental para el sistema de discriminación positiva que existe para los blancos, el cual recompensa a muchos estudiantes con un rendimiento académico mediocre (y más ricos) porque sus padres estudiaron en la misma universidad o porque son buenos en remo.
Sin embargo, también creo que la acción afirmativa —aunque necesaria— ha ayudado inadvertidamente a crear una cultura universitaria deformada y obsesionada con la raza en Estados Unidos. Antes de que los estudiantes pongan un pie en el campus, se les anima a considerar la identidad racial como el aspecto más importante de su persona, indisociable de su valor y su mérito.
Muchas instituciones prestigiosas han ludificado ellas mismas el proceso de admisión, al buscar formas de aumentar al máximo la diversidad sin que haga mella en sus fondos patrimoniales. Por ejemplo, algunas facultades y universidades impulsan las estadísticas de diversidad de bajo costo al aceptar a estudiantes de minorías que pueden pagar el precio completo. E incluso instituciones que supuestamente no tienen en cuenta las necesidades económicas parecen tener un notable historial de matriculaciones de estudiantes de minorías que no necesitan ayuda financiera. (Según algunas estimaciones, más del 70 por ciento de los estudiantes negros, latinos y amerindios de Harvard son hijos de padres con estudios universitarios e ingresos superiores a la media nacional).
A pesar de que las instituciones de élite no siempre han estado a la altura del espíritu de la discriminación positiva —ayudar con un empujoncito a quienes más lo necesitan—, el sistema actual ha conseguido garantizar cierta diversidad racial en la educación superior, incluso para los solicitantes de minorías de clase trabajadora. (Yo fui uno de esos estudiantes). En un mundo post discriminación positiva, en cambio, nuestro enfermizo sistema de ludificación racial se intensificará, sin ninguno de los beneficios de la justicia racial y la rectificación estructural que permitía la acción afirmativa.
Podemos tener la seguridad de que la diversidad perdurará como por las sencillas razones de que la inmensa mayoría de los estudiantes dicen que la quieren; U.S. News & World Report tiene en cuenta en sus clasificaciones el éxito de los estudiantes de entornos infrarrepresentados, y —como se han dado cuenta instituciones enormemente ricas como las universidades, los bancos y las empresas tecnológicas que de forma cínica han reducido la diversidad, equidad e inclusión (DEI) a una estrategia de marca— hablar de diversidad es barato. No cuesta nada cambiar un plan de estudios o anunciar un equipo especial de DEI compuesto por empleados que ya tienen en nómina.
En un mundo anterior, en el que las universidades de élite podían aumentar la diversidad racial mediante la discriminación positiva, esa señalización performativa era en gran medida inofensiva. Sin embargo, en un nuevo panorama educativo donde se ha proscrito la discriminación positiva por motivos raciales, los compromisos ineficaces con la DEI blanquearán moralmente un sistema de educación superior de élite diseñado —tanto por costumbre como por conveniencia financiera— para pasar por encima de muchos estudiantes de piel negra y morena y pobres.
Como descubrió mi propio centro de enseñanza superior cuando abandonó su política de no tener en cuenta las necesidades económicas en el proceso de admisiones —una medida que un redactor de un periódico estudiantil tachó de giro hacia una “diversidad financieramente viable”—, es caro admitir a estudiantes de minorías de renta más baja. Tras el fallo de la Corte de ilegalizar la discriminación positiva, ni siquiera tendremos eso. Lo único que quedarán serán las admisiones financieramente viables.
A pesar de que últimamente se ha hablado de las políticas de discriminación positiva basadas en la clase, y no en la raza, soy escéptico respecto a que eso pueda aumentar la diversidad racial. En los estados donde ya se había prohibido la discriminación positiva por motivos raciales, las políticas de admisión basadas en la renta no han logrado en su mayor parte</a> contener la pérdida de alumnado perteneciente a minorías de las instituciones prestigiosas. No hay motivos para sospechar que de pronto vayan a empezar a conseguirlo.
Eso nos deja la ludificación racial
La redacción de ensayos universitarios se reducirá aún más a una versión perversa y racializada del concurso de belleza keynesiano. A muchos solicitantes pertenecientes a minorías (y sus padres y tutores) les tocará adivinar qué categoría o subcategoría étnica —o incluso qué burdo estereotipo racial— será el más atractivo para un determinado responsable de admisiones o la escuela concreta donde soliciten plaza. El presidente de la Corte Suprema, John Roberts, casi ofreció una hoja de ruta para la ludificación al escribir en su opinión mayoritaria del jueves: “Nada prohíbe a las universidades tener en cuenta lo expuesto por el solicitante acerca de cómo la raza ha afectado a su vida, siempre y cuando esté vinculado con un rasgo de su carácter o una capacidad singular que el solicitante puede aportar a la universidad”.
En realidad, esto ya está ocurriendo: como escribió la socióloga Aya Waller-Bey en un magnífico pero deprimente artículo en The Atlantic, los solicitantes universitarios pertenecientes a minorías son muy conscientes de que tienen más probabilidades de ser admitidos si cuentan sus experiencias más dolorosas. Entretanto, muchos solicitantes blancos, asiáticos o ricos seguirán intentando parecer menos blancos, o menos asiáticos, o menos ricos cuando crean que eso mejora sus posibilidades de conseguir la admisión en un campus de élite implacablemente selectivo.
Podemos esperar más planes de acción antirracistas, más descolonización vaporosa, más consultores charlatanes, más informes vacuos, más administradores cuyo trabajo nadie se explica, más actos ruines de desagravio a los amerindios (“¡Sentimos haberles robado su casa!”), más autoflagelación blanca performativa y una inclusión más simbólica de docentes pertenecientes a minorías.
Y, en medio de este gran tornado de cháchara racial, si nos paramos un momento a taparnos los oídos y mirar a nuestro alrededor, probablemente nos daremos cuenta de que cada vez hay menos niños de piel morena y negra leyendo en el patio y, más adelante, cada vez menos médicos de piel morena y negra en las salas de maternidad. Resultará que todas esas iniciativas no habrán tenido casi nada que ver con la verdadera lucha contra el racismo estructural. Es muy posible que nos veamos enseñando a Toni Morrison en aulas cada año más blancas y ricas.
¿Qué hay que hacer, entonces?
¿Qué acciones deberían emprender ahora las universidades de élite si de verdad les importa la diversidad?
En primer lugar, deberían abandonar el complejo industrial de la diversidad, equidad e inclusión que prioriza el tipo de soluciones simplistas, de concienciación y de actos públicos puntuales que han demostrado dar muy pocos frutos. Si trabajas o estudias en una de ellas, cada vez que alguien afirme estar emprendiendo acciones antirracistas, exígele que explique a quién, en concreto, van a ayudar materialmente y cómo. (Una pista: si no le cuesta a alguien una considerable cantidad de tiempo o dinero, probablemente sea una bobada). Si el “éxito” es un cambio cultural que no se puede cuantificar, documentar o evaluar en serio, entonces seguramente sea una patraña. Así que pídeles los recibos. No hacer nada es mejor que hacer algo si ese algo en cuestión es una triquiñuela de relaciones públicas que encubre políticas racistas dirigidas a que los campus sigan siendo ricos y blancos.
En segundo lugar, las universidades de élite deberían unirse para ahogar el parasitario sistema de clasificación U.S. News & World Report. Las infames clasificaciones universitarias, que han sido objeto de críticas durante años, se basan en una serie de indicadores —como las tasas de graduación— que en la práctica recompensan a las instituciones que admiten a estudiantes más ricos y más blancos y que establecen una falsa correlación entre la excelencia y el volumen del fondo patrimonial. Debido a que los estudiantes pobres y pertenecientes a minorías son más propensos a abandonar la universidad por circunstancias ajenas a su voluntad, es probable que las instituciones que aplican políticas dirigidas a la admisión de estos grupos sufran una caída en la clasificación. Algunas facultades de Derecho prestigiosas han dejado de participar en el sistema de clasificación, y la Universidad de Columbia se convirtió hace poco en la primera institución de enseñanza superior de la Ivy Leaguenen hacerlo.
Salir de este sistema —algo que los rectores de las universidades deberían estar anunciando ahora mismo de forma conjunta— les permitirá replantearse el proceso de admisión sin temor a las penalizaciones.
¿Y en cuanto a los estudiantes?
¿Qué consejo les daría si volviera a asesorarlos, a sentarme delante de jóvenes con talento de piel morena o negra preocupados porque la Corte Suprema acaba de facilitar que se queden fuera de la universidad de sus sueños?
Recuerden que la ludificación racial es solo eso: un juego. Ignoren a cualquiera que les diga que estudiar en las universidades de la Ivy League —cuyos fondos patrimoniales equivalen al PIB nominal de un país de tamaño considerable— es el único camino hacia la felicidad, el éxito o la igualdad racial. Los líderes de los derechos civiles no soportaron los perros y el frío bautismo de las mangueras con la esperanza de que algún día sus hijos pudiesen ser capitalistas de riesgo y consultores de gestión recién titulados en la Ivy League. Recuerden que Martin Luther King no soñó con una oligarquía multirracial, y que los “depósitos de oportunidad” de los que hablaba no se esconden solo detrás de una puerta dorada en la Universidad de Yale. Hay otros caminos en la vida que no requieren jugar a nada. Recuerden que la esperanza está dondequiera que se encuentren.