La vida de miles de hombres y mujeres, establecida entre los territorios de México y Estados Unidos, no se detiene, las extensiones que unen a estas dos naciones, pero que al mismo tiempo los separa, representan el sustento de sus familias
Cuando muchos están por ir a dormir, suena el despertador de Roger Medina. Es medianoche, salta de la cama, toma rápido un café y corre a la frontera, mientras su esposa e hija de 11 meses aún duermen
Es uno de los miles de campesinos mexicanos que cruzan diariamente a Estados Unidos para trabajar.
Medina, de 23 años, vive en Mexicali y trabaja en la vecina Calexico, del lado estadounidense. Debe llegar temprano al control migratorio para evitar filas de dos o tres horas antes de comenzar su dura jornada recolectando lechugas para una conocida marca en el californiano Valle Imperial, una de las áreas agropecuarias más productivas del mundo.
Trabaja como “pisquero” o recolector de frutas y verduras, un oficio mecánico y tedioso, que muchas veces se hace bajo temperaturas extremas y por el que, en esta ocasión, cobra 11.5 dólares la hora.
En las plantaciones se ven prácticamente solo mexicanos, a quienes el nuevo presidente estadounidense, Donald Trump, ha llamado “‘bad’ hombres”, “criminales” y “violadores”, y a los que ha acusado de robar el trabajo de los estadounidenses.
Pero es que “un ‘gringo’ no aguanta esto”, dice a la AFP este joven entre risas. “No es vida este trabajo”, añade ya serio, diciéndose asimismo “asqueado” del discurso del mandatario.
“Si Trump quiere cerrar la frontera, que venga él y coseche. No creo que el presidente sepa quiénes somos, el trabajo que representa la ensalada que se come”, expresa por su parte José Luis Carrillo, de 35 años, mientras recoge lechugas con una velocidad que solo dan 17 años de experiencia.
“Racista pero no tonto”
Según la autoridad fronteriza, casi 55 mil personas cruzan entre estas ciudades hermanas, la mayoría para trabajar en el Valle Imperial, como Medina, aunque no hay una estadística oficial de cuántos van al campo.
Medina puede descansar un poco en casa de su madre Patricia, que vive en Calexico y también trabaja como jornalera. Otros no tienen la misma suerte, cruzan muy temprano y mientras esperan a que llegue el bus que los lleva al campo, duermen en un banco en la plaza.
En esta región, a diferencia de muchas otras zonas rurales, la mayoría tienen papeles, ya sea permiso de trabajo o la doble nacionalidad mexicana-estadounidense. Si no, no podrían cruzar la frontera todos los días.
Calexico y Mexicali ya están divididos por una cerca metálica. Trump ordenó la construcción de un muro en los 3,200 km de frontera con México, que asegura pagarán los mexicanos, y quiere deportar a millones de indocumentados.
“Es racista y todo, pero no es tonto, nos necesita para mantener la agricultura, para cumplir sus promesas de mejorar la economía”, expresa Antonio Hernández, de 50 años, en una cosecha de apio.
“La gente que trabaja en los campos son muy valorados, sin ellos nuestros productores no podrían cosechar”, dijo por su parte Linsey Dale, directora ejecutiva de la patronal agrícola del condado Imperial, que registró una producción valorada en $1,925 millones en 2015.
Unos 540 mil mexicanos trabajan en los campos de Estados Unidos, según Pew Research Center. No está claro cuántos de ellos son indocumentados.
“Hasta que Dios me lo permita”
En el campo donde están los Medina, una radio toca música en español para amenizar la jornada.
El trabajo requiere coordinación absoluta en la línea de producción. Es una coreografía en la que uno corta la lechuga y la embolsa, otro le pone un precinto y la coloca en la caja, que al llenarse se va por una correa a un camión rumbo a un refrigerador para control de calidad. Y así una y otra vez.
Después de tres horas llega la hora del “lunch” o almuerzo y Medina se sienta a comer con su madre, que no llega a los 50 años. Ella se quita un pañuelo blanco que le protege el rostro y saca de una heladerita tortillas y carne “como para un regimiento”, bromea su hijo, que comenzó a trabajar a los 17.
“No quiso ir a la escuela”, dice la señora Medina dejando entrever un pequeño reclamo, y ahora este chico no tiene otro plan que el de seguir levantándose a la media noche, trabajar todo el día y regresar con su esposa e hija con la espalda dolorida para repetir lo mismo al día siguiente.
México no es una opción, la hora se paga a 3.5 dólares, mucho menos que los 10.5 que están garantizados en Estados Unidos. Y como tiene residencia “trabajaré aquí hasta que Dios me lo permita”, dice recostado del bus, comiendo.