Era, sin duda, una final inesperada. Hace un mes Perú, país sin gran tradición futbolera, pagaba 50 a 1 a quienes –de puro audaces, de puro picarones– apostaban por su victoria en esta Copa América; esta noche, en cambio, por un rato, muchos millones de sudacas queríamos que ganaran.
Por un rato, todos fuimos peruanos. (Porque Brasil forma parte del continente pero no de la región. Se podría explicar porque es el único que tiene otra historia, otra lengua, pero se explica sobre todo porque es tanto más grande: tiene más habitantes, más producto bruto, más poder, más copas del mundo que todo el resto del continente junto. Así que lo detestamos cordialmente, de ese modo en que se detesta a los cercanos, a un pariente exitoso: ay, no me digas que el tío Rubén tiene un tumor, qué horror, a él siempre le va tan bien).
Hay pocos sentimientos más potentes en el fútbol –y en el resto– que el apoyo al enemigo de tu enemigo o, dicho de una manera más directa, las ganas despiadadas de que pierda. Y ese sentimiento –que los alemanes llaman schadenfreude– produce los más extraños compañeros de cama, las identificaciones más curiosas: hoy, durante un par de horas amamos y alentamos a Perú. Millones que creen que lima es una forma cara del limón y cuzco un perro callejero, que suponen que el ceviche lo inventaron los chinos y el pisco sour los chilenos, comieron uñas y gritaron goles y soltaron insultos por un equipo que apenas conocían.
Pero la empresa se anunciaba difícil. Brasil era el gran favorito. Hace exactamente quince días, cuando los mismos equipos, con prácticamente los mismos jugadores, se encontraron, los locales ganaron 5 a 0. Y hacía nueve partidos que nadie les metía un gol, ninguno en esta copa. Y sin embargo el local empezó muy nervioso: se dejó acorralar, intentaba atacar con pelotazos largos o arrestos personales pero a los 10 minutos ni se había acercado al arco peruano.
Hasta que, a los 15 minutos, Gabriel Jesus se disfrazó de brasilero, la pisó por la punta derecha para hacer pasar a dos contrarios y echó el centro perfecto para la entrada, por el otro lado, de Everton, que puso orden de volea. De pronto, la ilusión de control peruano se deshizo en el aire.
Ahí está, también, un señuelo del fútbol: a diferencia de casi todo lo demás, no requiere construcciones laboriosas. Alcanza con que un talentoso o voluntarioso o decidido haga lo suyo en un momento dado para que todo cambie. Para que un gol, por ejemplo, dé vuelta un partido.
Parecía que todo estaba decidido. Brasil dominaba sin mayor entusiasmo: controlaba. Brasil es un país que sabe ponerse a tono con los tiempos. En épocas de popumachismo americano se ha conseguido un presidente popumachista. En épocas de fútbol eficiente, ha dejado atrás su tradición de juego juguetón y se ha armado un equipo eficiente.
Este Brasil es un equipo narcisista y burocrático: cree que no necesita hacer mucho más que ser Brasil para ganar. Si hubiera que establecer un solo criterio para medir las diferencias de categoría entre dos equipos de fútbol, habría que contar los errores no forzados. Un equipo bueno puede perder la pelota cuando lo aprietan, cuando arriesga; un equipo menos bueno la pierde sin motivo, solo porque no sabe manejarla como el otro. La forma en que Brasil se la pasaba era tan superior a la peruana que se daban el lujo de ejercerla poco.
Y el juego era casi burocrático hasta que, en el minuto 40, uno de los escasísimos ataques a fondo del Perú terminó con un penal que el árbitro chileno cobró de inmediato, y después se asustó. Entonces fue hasta el VAR y todos los neoperuanos temblamos de indignación; recordamos, entonces, al neobocón Leo Messi que ayer gritó a todos los vientos que esta Copa está armada para los brasileños. Pero el árbitro se atrevió, dio el penal, y Paolo Guerrero le hizo a Brasil el primer gol.
Hubo un momento de zozobra, el local se sintió interpelado: debía ponerse en marcha. Tres minutos después Firmino recuperó una pelota en tres cuartos, se la dejó a Arthur, que limpió el camino y dejó a Gabriel Jesus solo frente al arquero para que la pusiera en un rincón. El primer tiempo estaba terminando, 2 a 1.
Y el segundo fue aún más burocrático. Perú sabía que debía y, de algún modo, creía que no podía. Tiene un equipo trabajado, trabajador, con dos o tres jugadores habilidosos, pero le falta un armador y opciones de juego ofensivo que no sean tratar de desbordar por las puntas –en general sin conseguirlo– e intentar un centro; la excepción era Cuevas, un volante que juega en el Santos y podría pasar por brasilero. Enfrente, Coutinho jugaba para él y su cotización desbarrancada, y las perdía; su opuesto simétrico, Firmino, colaboraba en todas las marcas, en todos los desmarques; se veía menos pero servía mucho más. Dani Alves estaba en todas partes y sería, al final, el mejor jugador del torneo: ya ganó cuarenta copas y todavía no tiene club para el año que viene.
Hasta que, al minuto 69, el árbitro chileno aprovechó su oportunidad y echó al mejor jugador de la cancha: Gabriel Jesus saltó con la cadera por delante, le pegó a un peruano, se tuvo que ir, dejó a su equipo con uno menos. Los neoperuanos recuperamos la esperanza. (Es raro ese gozo culposo de que echen a un contrario; ese festejo porque alguien fue tan bestia). Estábamos equivocados. Los brasileños sí entendieron: era su intento de hacer heroica la victoria.
Perú atacó, más centros a la olla, donde ninguno conseguía cabecearlos. Le faltaba esa punta de voluntad o de talento que puede hacer la diferencia. Brasil aguantaba, más burocrático que nunca, pura viveza criolla: cada jugador que caía al suelo se retorcía y se quedaba, bien a la argentina. Y Perú también se fue deshilachando: le faltó fuego, no supo cómo concretarlo. Hasta que, al minuto 86, otro arresto personal de un brasileño: Everton gambeteó a dos o tres, entró en el área, se puso blando ante la carga de Zambrano y se dejó caer; penal, gol, final finiquitada.
Brasil, que no pudo con los europeos –Alemania y Bélgica en los dos últimos mundiales–, se encontró americanos que batir y los batió sin aspavientos, sin adornos. El fútbol sudamericano, como lo mostró el Mundial de Rusia, está en uno de sus momentos más modestos. Tanto, que este equipo verde, amarillo y burocrático lo dominó sin mayores zozobras.