La elección en Sudáfrica que lo cambió todo

La elección en Sudáfrica que lo cambió todo
Una votante emite su boleta en Alexandra, un municipio de Johannesburgo, Sudáfrica, el miércoles 8 de mayo de 2019. Millones de sudafricanos votaron el miércoles, votando por primera vez desde que el presidente Cyril Ramaphosa asumió el poder con promesas de renovar tanto su partido cargado de corrupción como la asediada nación. (Joao Silva / The New York Times).

Algunos esperaban que el fin del apartheid en Sudáfrica detonara una guerra civil.

Hace veinticinco años, conforme se acercaban las elecciones —las primeras en las que los ciudadanos de todas las razas pudieron votar—, actos horripilantes de violencia amenazaban con socavar las esperanzas de una Sudáfrica libere del gobierno de la minoría blanca. Los supremacistas blancos asesinaron a un joven líder negro en la cochera frente a su casa. Una turba apedreó y apuñaló a muerte a un voluntario estadounidense al grito de “un colonizador, una bala”. Además, en los guetos negros, las rivalidades políticas desencadenaron ataques mortales en los que se quemaron personas vivas.

Aun así, la transferencia final del poder se desarrolló durante cuatro días notoriamente pacíficos y alegres. Millones de sudafricanos negros, finalmente ciudadanos con derechos plenos en la tierra de sus ancestros, hicieron fila durante horas, aguardaron pacientemente para tener la oportunidad de votar y elegir a nuevos líderes y poner fin a la subyugación brutal del sistema del apartheid. Funcionarios declararon después que no se había registrado ni una muerte relacionada con la elección.

Los electores emitieron su voto en escuelas con paredes de barro y tiendas azules erigidas para el día en lugares llenos de chabolas. Los votantes entregaron el gobierno de manera abrumadora a Nelson Mandela, un hombre que pasó veintisiete años de su vida en prisión por intentar derrocar al gobierno blanco.

La mayor parte de ese tiempo, Mandela estuvo en la cárcel en una isla, donde, como otros internos, fue obligado a partir rocas todo el día. El apartheid también era parte de la vida cotidiana en ese lugar. La cantidad y tipo de ropa que cada hombre podía usar estaba determinada por la raza. Como un hombre negro, Mandela no tenía derecho a medias ni ropa interior, y tenía que usar pantalones cortos, incluso en el invierno.

No obstante, Mandela abandonó la reclusión sin amargarse ni perder el ánimo. En cambio, el mundo conoció a un dotado estadista de mayor edad. Él fue lo suficientemente práctico como para aceptar un acuerdo para compartir el poder temporalmente que tranquilizaría a los blancos del país y lo suficientemente carismático para conquistar a las multitudes en cualquier lugar al que iba. Predicó el perdón y la reconciliación, no la venganza.

En su toma de posesión como presidente, Mandela se apresuró a comenzar su juramento incluso antes de que el presidente de la Corte Suprema tuviera la oportunidad de pedírselo. Posteriormente, dijo a la multitud reunida en Pretoria que la hora de la sanación había llegado, la hora de que todos los sudafricanos, tanto negros como blancos pudieran caminar con dignidad, una nación arcoíris en paz con ella misma.

“Nunca, nunca y nunca más deberá esta tierra hermosa experimentar de nuevo la opresión de uno por parte del otro y sufrir la deshonra de ser la vergüenza del mundo”, dijo.

Entre sus invitados estaba uno de sus custodios en prisión.

Con las elecciones, el poder que había pertenecido a los blancos desde que los colonizadores europeos arribaron por primera vez cerca de Ciudad del Cabo hacía más de trescientos años pasó a un recién elegido parlamento tan diverso como cualquiera en el mundo.

Oficialmente, el apartheid, que significa “separación” en el idioma afrikaans de los colonizadores blancos, fue establecido en 1948, aunque la discriminación racial había sido parte de la historia de Sudáfrica desde mucho tiempo atrás. Su objetivo era dividir al país por raza a través de una doctrina de separados pero iguales que fue todo excepto eso. Los negros fueron asignados a pequeñas zonas llamadas townships repartidas por el país, en gran parte basadas en la afiliación tribal. Aunque los blancos representaban menos del 20 por ciento de la población, mantuvieron el control de más del 80 por ciento de las tierras.

Miles de blancos fueron retirados a la fuerza de sus hogares. Policías llegaron a mitad de la noche, y usaron perros para conducirlos en grupo a camionetas picop y lanzarlos —y a sus pertenencias, si tenían suerte— a veces a cientos de kilómetros de distancia en áreas densamente pobladas que ofrecían pocas esperanzas de ganar lo suficiente para vivir.

Los negros tenían que cargar identificaciones similares a pasaportes y conseguir permiso para dejar los guetos en busca de trabajo. Otras razas también enfrentaron discriminación oficial. A los indios y las personas de razas mezcladas, conocidas como “de color”, también les dijeron dónde se les permitía vivir. En algunos casos, cuando la identidad racial no era clara, las autoridades usaban la “prueba del lápiz”, con la que evaluaban con qué facilidad un lápiz caía del cabello de una persona para determinar la clasificación racial. En ocasiones, los miembros de una misma familia eran separados con base en dichos exámenes.

No obstante, para la década de los ochenta, el gobierno blanco había comenzado a reconocer que el sistema del apartheid era insostenible. El descontento social estaba creciendo y gran parte del mundo comenzó a boicotear a Sudáfrica, al rehusarse a invertir en sus negocios o comprar sus productos.

Las negociaciones fueron lentas al principio, pero cuando Frederik de Klerk se convirtió en presidente en 1989, él sorprendió al mundo al moverse rápidamente. Liberó a Mandela el año siguiente y también retiró la prohibición a su partido político, el Congreso Nacional Africano.

Aun así, las negociaciones tomaron otros cuatro años. Las dudas sobre cómo funcionaría la transición al gobierno de la mayoría parecían interminables. ¿Compartirían el poder y cómo funcionaría? ¿Quién controlaría al ejército? ¿Las mujeres podrían votar? ¿Habría pena de muerte?

Algunos gobernadores de los guetos se negaron a que sus tierras se reincorporaran a Sudáfrica. Cuando el gobierno de uno de ellos se volcó sobre el tema, se suscitaron tres días de saqueo, incendios intencionales y derramamiento de sangre, lo que crispó los nervios de todo el país.

Otro opositor fue Mangosuthu Buthelezi, el líder del Partido de la Libertad Inkatha de mayoría zulú. En cierto punto, Buthelezi, dirigiéndose a diez mil personas en un mítin, dijo que los planes en marcha eran un intento para borrarlos de la faz de la tierra. Los enfrentamientos entre simpatizantes del Congreso Nacional Africano de Mandela y los del Partido de la Libertad Inkatha de Buthelezi eran frecuentes.

Mientras tanto, grupos de extremistas de ultraderecha fuertemente armados deambulaban por el país, con la promesa de defender la patria a toda costa. Poco antes de las elecciones, un coche bomba explotó en Johannesburgo cerca de la sede del Congreso Nacional Africano. El mismo día, seis centros de votación en el país fueron atacados con bombas y más detonaciones ocurrieron en la víspera de las elecciones. Funcionarios dijeron que en el periodo de los dieciocho días previos a la votación, 111 personas fueron asesinadas en violencia relacionada con la elección y 402 resultaron heridas.

No obstante, el 27 de abril de 1994 un jubiloso Mandela votó en un campo de invasores que había sido parte de una patria zulú. Ese mismo día, una nueva constitución entró en vigor, y acabó con las patrias y todas los aparatos legales del apartheid. El proceso de reformular al país con once idiomas nacionales y un legado de falta de justicia racial había comenzado.

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