Lo único que nos separaba era el racismo

Lo único que nos separaba era el racismo
Imagen ilustrativa. NYT

A las dos de la mañana, a dos cuadras del barrio chino, Sarah dio por terminada nuestra primera cita diciéndome que mi raza podía ser un problema.

Lo que debía ser una salida a tomar café de una hora se había convertido en una maratón de nueve horas.  De una cena en la que discutimos  los cinco lenguajes del amor a compartir anécdotas de nuestras exparejas en la torre Coit, no nos dimos cuenta de que habíamos atravesado cuatro vecindarios de San Francisco y el contador de actividad había registrado diez mil pasos.

Por haber experimentado lo que puede describirse como una crianza típicamente estadounidense teníamos mucho en común. Nacimos y crecimos en el antiguo Viejo Oeste (ella, en Texas; yo, en Colorado), habíamos leído La casita de la pradera y  habíamos aprendido a bailar country en cuadrillas con botas vaqueras. Ambos habíamos pisado el césped del campo de juego: ella como parte de la banda escolar; yo como profundo fuerte en el equipo de fútbol americano. A ella le encanta la música country y yo, bueno, yo no odio la música country.

Durante la cena hicimos clic cuando nos sinceramos sobre la tensa relación con nuestras madres y cómo nos habíamos encontrado con nosotros mismos hasta después de irnos a una universidad fuera del estado. Encontramos que nuestros pensamientos y valores se reflejaban como en un espejo, al igual que nuestro tipo de personalidad en la prueba Myers-Briggs.  Después, cuando nuestro paseo llegó al frente de su edificio de departamentos, Sarah dijo: “Tengo que decirte algo”.

Sonreí, esperando alguno de los incontables  chistes que habíamos compartido ese día. En lugar de eso, dijo: “Eres el primer asiático con el que he salido. No estoy segura de cómo me siento al respecto”.

Después de hablar sin parar todo el día me quedé sin palabras. Porque he aquí el chiste: Sarah es asiática estadounidense. Sus papás inmigraron de Taiwán. Los míos llegaron de la China continental.

“Si las cosas no funcionan”, dijo, “¿dañaría tu confianza?”.

“Oye, no te preocupes por eso”, le dije. “Tengo suficiente confianza para ambos. Cuando mis amigos me pregunten qué pasó diré: ‘Ella lo tenía todo, pero a veces las cosas se interponen entre dos personas”.  Sonreí. “Como el racismo”.

Se rio de mala gana. “Lo siento. No es que no me gusten las cosas asiáticas. Me encanta toda la comida asiática, incluso el apestoso tofu. Es solo que jamás me he sentido realmente atraída por los hombres asiáticos. Creo que es porque no había muchas familias asiáticas en mi pueblo de Texas. Todos los hombres asiáticos que conocí eran los papás de mis amigos o eran como mis hermanos nerds”.

Era como si se estuviera deslizando a la derecha en las partes de su herencia que le gustaban y a la izquierda en las que no le gustaban.

Sabía que Sarah no era inusual en cuanto estas preferencias. Es sorprendentemente común encontrarse con perfiles que dicen: “Lo siento, nada de asiáticos”.

Tal vez los hombres asiáticos necesitamos estar mejor representados. En mi niñez y adolescencia no había grandes películas como Locamente millonarios con protagonistas asiáticos atractivos. No había ningún grupo de chicos asiáticos como BTS en la portada de Time ni en Saturday Night Live para enamorar a las adolescentes estadounidenses.

Después de la declaración  de Sarah, los últimos nueve minutos de nuestra cita deshicieron las nueve horas previas. Oyes historias de gente a la que engañan con perfiles falsos en línea. Mi cita se estaba convirtiendo en su propia historia de engaño: salí con alguien que se reveló como alguien completamente diferente a quien en un inicio había aparentado ser. Me pregunté: ¿es racismo  de verdad? ¿o es algo más pernicioso, racismo interiorizado, una forma de odio a uno mismo?

“Crecí con la creencia de que los asiáticos no eran deseables”,  dijo Sarah. “Yo solo quería pertenecer, pero a mis amigos les costaba comprender a mis papás y nuestra casa no siempre olía o lucía como las casas de mis  amigos. Cuando me quejaba de cuán diferentes éramos, mis padres solo me recordaban que a pesar de que me esforzara, la gente siempre me trataría como que no pertenezco”.

Al decirlo me aclaró algo.  A pesar de nuestras similitudes, no tuvimos a misma experiencia en nuestra  niñez. Yo nunca quise atención, de hecho probablemente recibí más porque era uno de los pocos alumnos asiáticos en mi escuela. Puede que me avergonzara el inglés mal hablado de mis papás en las reuniones con los profesores, pero ¿qué chico no se avergüenza de sus padres? Y lo más importante: mientras que a Sarah sus padres le habían advertido de su identidad asiática, mis papás celebraban la nuestra. Estábamos orgullosos de ser asiáticos en Estados Unidos.

En lugar de considerar que las revelaciones de Sarah eran una señal de alerta, me parecieron honestas y vulnerables; sentí como si yo estuviera especialmente capacitado para comprenderla. Aunque nuestra sociedad nos percibe del mismo modo, Sarah creció con la creencia de que ser distinto es una debilidad, mientras que yo crecí con la idea de que era una fortaleza. Está creciendo una generación entera de minorías en el país de mayorías y minorías y me pregunté  cuántos otros estadounidenses batallaban con este asunto.

Y sin embargo seguía perplejo. ¿Cómo es que la aplicación de citas nos había reunido en primer lugar? Ella había tenido que deslizar a la derecha y no era como que yo me hubiera vuelto asiático de la noche a la mañana. “¿Entonces por qué accediste a una cita conmigo?”, pregunté.

Suspiró y me miró como quien pide piedad. “Porque mis amigos me retaron a salir con un chico asiático. Y no eres lo que yo esperaba. Y me doy cuenta de cuán horrible suena esto, pero supongo que yo también alimento el estereotipo asiático”.

Estábamos terriblemente cerca el uno del otro. Se me ocurrió que este probablemente era su primer encuentro romántico con un hombre asiático.

Me acerqué para tomarle las manos. “Creo que entiendo. De veras tienes muchas ganas de besarme ¿no es así?”.

Sonrió y revoleó los ojos.

Supuse que no tenía nada que perder así que me incliné con delicadeza y la besé.

Me besó pero luego me empujó e hizo ademán de tomar la puerta.

En ese momento no sabía qué pensar. ¿Me estaba rechazando como exige la formalidad de la primera cita o porque mi raza nos volvía amores imposibles? Me sentí indignado. ¿No debía rechazarla de una vez en nombre de todos los hombres asiáticos?

No.

Una de mis películas favoritas es Antes de que amanezca, en la que dos extraños se conocen en un tren, pasean por toda la ciudad y empiezan a enamorarse. Celine, la protagonista, observa cómo cuando eres joven crees que habrá mucha gente con la que harás clic y cómo cuando envejecemos nos damos cuenta de que solo sucede unas cuantas ocasiones.

Puede que yo solo tuviera 31 años pero era edad suficiente para saber que esta era una de esas ocasiones.

Yo pensaba (¡esperaba!) que Sarah sintiera lo mismo, pero parecía que mi raza le impedía reconocerlo. Una noche de coqueteo no podía deshacer años de suposiciones sobre lo que era deseable. Yo nunca había conectado tan profundamente en una cita como con ella y sentía que había fuerzas por encima de mi control que me obstaculizaban.

Por naturaleza, las primeras citas no son sitios seguros. Nos obligan a confrontar nuestras preferencias y prejuicios, ya sean sobre la apariencia, la raza, la silueta corporal, la inteligencia o cualquier otra cosa. Pero algo estaba claro: cuando escuché que la puerta se abría —la puerta con la que me iba a dejar fuera de su vida— me di cuenta de que estaba equivocado. Yo no tenía suficiente confianza por los dos.

Pero no entró. Se detuvo y mantuvo la puerta ligeramente abierta. Después, casi con la misma rapidez con que se había apartado, dio vuelta y, con una sonrisa pícara, me plantó otro beso en los labios.

Muchos meses después, luego de más citas, besos y momentos de vulnerabilidad frente a platos de tofu apestoso, decidimos casarnos. El 31 de agosto de 2019 nos daremos el sí en mi estado natal.

Sarah creyó que ella sabía cómo quería que sucediera su vida. Creía que sabía qué tipo de persona encontraría atractiva. Con quién se casaría. Todos hacemos lo mismo de algún modo, ya sea con nuestras expectativas en cuanto a la raza, la carrera que elegiremos o la cantidad de hijos que queremos tener. Que Sarah estuviera dispuesta a examinar sus suposiciones (incluso que me alentara a escribir sobre ello) fue otra de las cualidades que me atrajeron de ella.

Nuestra niñez nos forma. No había apreciado cuánto la suya había formado a Sarah. Ahora, al fin podemos formar nuestro futuro juntos.

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