Temía que mi infancia me hubiera arruinado para el romance.
Mi mamá me crio sola, en cinco estados y nueve casas diferentes. Éramos solo ella y yo. A veces estábamos en la quiebra, pero siempre nos divertimos. Hacía que cada día fuera hermoso. Comíamos panqueques a la hora de la cena, sembrábamos sandía en el jardín, recogíamos zarzamoras.
Siempre me había imaginado casada, ¿pero cómo iba a estar el matrimonio a la altura de mi niñez?
Tuvimos perros, gatos, hurones. Los animales silvestres aparecían como los mensajeros en los cuentos de hadas: una serpiente negra en el río, libélulas rozando el estanque. Una vez, cuando vivimos en Florida, una cría de manatí se restregó contra nosotras en la bahía. Cuando vivíamos en Maryland, mi mamá cuidaba aves rapaces lastimadas, lechuzas tuertas y halcones de alas rotas.
Siempre andábamos contando historias: “¿Te acuerdas cuando…? ¡Y luego tú dijiste…! ¡Y yo dije…!”. Reíamos todo el tiempo.
A los 27 vivía en Vermont y me enamoré de Jeff, un pescador y cazador que cantaba melodías de espectáculo, leía The New Yorker y usaba un mandil para hornear panecillos ingleses.
Pero me daba miedo estar casada. De hecho, un mes antes de la fecha, me arrepentí de nuestra gran boda en Cape Cod. Al final nos casamos en la sala de nuestro departamento una medianoche de Año Nuevo. “Pooor cierto”, anunciamos a las 23:45, “nos casaremos en quince minutos”.
Mi madre no estuvo en la boda, solo un puñado de amigos y algunos desconocidos. La mañana siguiente la llamé para contarle.
“¡Estás embarazada!”, dijo, gozosa.
Nop. Solo era demasiado cobarde para declarar nuestro compromiso en frente de amigos y parientes. Pero a ella no le importó cómo me casé; estaba feliz de que al final lo había hecho.
Mi mamá perdió la memoria tres años después, un 23 de diciembre cuando Jeff y yo estábamos en casa en Cape Cod de visita por Navidad.
Bing Crosby, Ella Fitzgerald y Nat King Cole cantaban villancicos; la casa olía a azúcar. Cuando Jeff y yo caminamos en la playa helada, había luces de Navidad reflejadas en el agua.
Más tarde mi madre subió al segundo piso con dolor de cabeza. Cuando fuimos a ver cómo estaba, la encontramos desorientada, parpadeando como quien se ha despertado de un largo sueño. No recordaba que era Navidad. No recordaba que era invierno.
Sabemos que nuestros padres envejecerán , pero esto no era una caída lenta hacia la fragilidad. Era como si algo hubiera tronado. La llevamos al auto y la condujimos al hospital.
Cuando por fin me dejaron entrar a la unidad de cuidados intensivos, mi padrastro Tom estaba junto a su cama y lucía asustado.
“Ah, hola”, dijo mi madre al verme. Miró alrededor de la habitación. “¿Dónde estoy? ¿Qué pasó?”.
Mi padrastro y yo intercambiamos miradas.
“Estás en el hospital”, le dijo. “Te dio una terrible jaqueca”.
“Sí que me duele la cabeza”. Se tocó la sien.
“Luego perdiste la memoria”.
“Estaba caminando y ¡puf! ¿Se me fue la memoria?”.
“No te está dando una embolia”, dijo Tom. “Eso lo descartaron”.
“Al menos me volvió la memoria”, dijo. Se miró las manos, que estaban sobre las sábanas blancas. “Entonces, ¿qué pasó?”, dijo al levantar la vista. “¿Dónde estoy?”.
“Te toca”, me dijo mi padrastro.
“Este es el hospital, mamá. Creo que perdiste la memoria”.
“¿De verdad? Estaba caminando y ¡puf! ¿se me fue la memoria?”.
“Empezó con una jaqueca…”.
“Sí que me duele la cabeza”. Se tocó la sien. “Me alegra haber recuperado la memoria”. Miró alrededor de la habitación, a la cama de metal, las máquinas que hacían ruido. “Entonces, ¿qué pasó?”, dijo. “¿Dónde estoy?”.
Sentí que una ola terrible nos caía encima. Durante horas nos turnamos para responder su bucle de preguntas. Cuando le dijimos a mamá que habíamos venido para Navidad dijo: “¡Pero no compré regalos! Ni hice galletas”.
“Sí que lo hiciste”, le dijimos. “No te preocupes por eso”.
Tuvimos esa conversación tal vez treinta veces.
Tomografía. Punción raquídea. Orinó en un vasito y luego olvidó que había orinado y observó el contenedor con suspicacia. Su jaqueca desapareció. Se animó, hizo un chiste, rio y, un minuto después, hizo el mismo chiste. Y otra vez. Y otra vez.
Recordaba todo del pasado distante. Mi infancia, su infancia. Esos viejos recuerdos no estaban en peligro. Pero no tenía memoria de corto plazo. Sentí el dolor de esta nueva realidad. Estaba planeando tener bebés pronto y ella no iba a recordar conocerlos, sin importar cuántas veces la visitara. Quería vender un libro, pero incluso si lograba ese sueño, ella nunca me conocería como escritora. Tendría 33 años para siempre y ella 62. Estábamos congeladas en el tiempo.
Mi hermosa madre, la guardiana de mis recuerdos de infancia no sería capaz –estaba claro— de mantener ningún recuerdo de mi vida adulta.
“Entonces, ¿dónde estoy?”, dijo “¿Qué pasó?”.
“Empezó con una jaqueca”, dijo Jeff, haciéndose cargo cuando mi padrastro y yo estábamos muy agotados. “Y luego perdiste la memoria”.
“Eso no es lo que yo recuerdo”, dijo ella. “Recuerdo un hospital pero era un hospital diferente. Y recuerdo a gente, pero era otra gente. Todo el sitio estaba lleno de luz. ¡Todos trabajábamos tan duro! Era un esfuerzo hercúleo”.
De pie junto a mi nuevo esposo tomé su mano.
Al final acorralé al médico, quien me dijo que creía que tenía amnesia global transitoria, una pérdida súbita de la memoria que le ocurre a cinco de cada cien mil personas. Dura unas doce horas y rara vez recurre. No tiene efectos secundarios.
“¿No podía haberme dicho esto hace tres horas?”. La adrenalina del alivio se apoderó de mis músculos.
Movieron a mi madre a una habitación privada. Mi padrastro pasó ahí la noche. Jeff y yo volvimos a la casa donde nos desvestimos y nos metimos bajo las sábanas.
Desde la cama se veía el estanque congelado a través de la ventana. Había gansos en el hielo. Sentí que la imagen del estanque ya estaba alojada de manera segura en mi memoria. Era tan linda y solitaria como no había visto jamás.
“¿Sabes qué?”, metí la mano bajo la almohada y tomé la de Jeff, nos miramos el uno al otro, bien despiertos, aunque eran las dos de la mañana, “siento que esto explicaría los raptos extraterrestres”.
Jeff meneó la cabeza. “Tal vez necesito un poco más”, dijo.
“Piénsalo. El tiempo perdido. El extraño recuerdo retorcido de estar en otro hospital con otra gente”.
“Creo que necesitas dormir”, dijo.
“Creo que acabo de resolver un misterio muy inquietante”.
Por la mañana volvió la memoria de mi madre. No recordaba la noche en el hospital, pero sí dónde había escondido los regalos navideños. Encontramos las galletas que había horneado. La mañana de Navidad comimos rollos de canela para el desayuno, como ella y yo habíamos hecho cada Navidad desde que tengo recuerdo.
Yo creí que el romance sería como un cuento de hadas. Pensé que sería como mi infancia. Una aventura hermosa. Criaturas salvajes en bosques solitarios. Zarzamoras arrancadas de la enredadera. Los temas reales de mi vida de casada (que ahora incluye una casa de cien años y tres niños) son dinosaurios de plástico, piscinas públicas, partidos de fútbol, neumáticos pinchados, despidos, camas de hospital.
A veces el matrimonio es absolutamente desagradable. Ha habido ocasiones en que Jeff y yo dejamos de hablarnos. Ha habido ocasiones en que dudamos si queríamos estar casados. Algunos llamarán al matrimonio una tarea hercúlea. A mí no me sale bien. Puedo ser distante. Puedo ser exigente. Pido un cierto tipo de atención concentrada y luego siento que me sofoca. Pero tal vez no es tan sorprendente. Crecí con una mamá sola y nuestra intimidad era mágica y sin esfuerzo.
Así que el matrimonio no es la cosa romántica que una vez imaginé. Pero ¿qué otra palabra hay para esa fuerza inefable que te hace seguir volviendo, volviendo al hogar, noche tras noche, volver a la familia y al amor? ¿Qué más captura ese sentido de colaboración para crear magia y aventura para tus hijos, del modo que mi madre lo hizo para mí?
La noche que mi madre perdió la memoria fue un punto de quiebre para mí. Fue la noche en que me di cuenta de que Jeff y yo seríamos los guardianes de los recuerdos futuros.
Y lo somos. Cuando nuestros bebés crezcan, cuando se hayan mudado, cuando nuestros padres se marchen, les contaremos las historias. El viaje de campamento, el pollo que se escapó, el vuelo cancelado, el sótano inundado, las peleas, las decepciones y la alegría. Recolectamos estas cosas ahora para poder recordarlas después. Estamos extrayendo recuerdos como conchas del mar. Vamos llenándonos los bolsillos.
Coleccionamos una vida juntos. Si eso no es romántico, no sé qué lo sea.
Miciah Bay Gault vive en Vermont. Su primera novela, “Goodnight Stranger” se publica el 30 de julio.