MONTERREY, México — “¿Por qué tocas una música que nadie toca?”, solían preguntarle al acordeonista Celso Piña en los setenta, cuando trajo la cumbia colombiana a una ciudad árida y sin mar que está más cerca de Texas que del Caribe. “Por eso mismo —respondía— porque nadie la toca, compa ¿Para qué voy a tocar lo mismo que todos tocan? Música es música”.
Poco después de cumplir 20 años, contra la voluntad de su mamá, el artista mexicano pidió un permiso en el Hospital Infantil de Monterrey donde trabajaba como intendente. Decidió cambiar el destino de obrero que le aguardaba para dedicarse a la Ronda Bogotá, el grupo que había fundado, donde lo acompañaban sus hermanos: Quique en el bajo, Lalo en el güiro y, tiempo después, Rubén en la batería.
Pronto empezaron a contratarlos para fiestas modestas en La Campana, el barrio donde vivía la familia Piña. El problema era que siempre les pedían polkas, redovas y chotis, los ritmos tradicionales del noreste de México que también se interpretan con acordeón. Cuando le preguntaban si no sabía tocar las típicas canciones norteñas de esta región, Celso respondía que sí, pero que no le gustaban.
“Déjame ser, compa”, les decía a sus amigos. A los desconocidos les contestaba peor.
Pese a la presión por abandonar un gusto que se antojaba exótico para la época y el lugar, Celso se mantuvo firme en que la Ronda Bogotá solo tocaría cumbia colombiana e incluso decidió renunciar de manera definitiva a su trabajo en el hospital para reforzar su afán musical.
Isaac, su papá, quien también era intendente del Hospital Infantil, combinaba su jornada con reciclar fierros y maderas para fabricarles a sus hijos los instrumentos que la agrupación necesitaba. Lo mismo adaptaba una guitarra como bajo que improvisaba güiros, tarolas, platillos o instrumentos más complicados, como una redoba, e incluso inventó uno propio al que le puso marimbón.
El padre de Celso había sufrido una infancia dura en el barrio de la Independencia, donde la hambruna provocada por la Segunda Guerra Mundial mató a decenas de niños, entre ellos a su hermana. Isaac, que ahora tiene casi 90 años, me contó que nunca alentó a Celso para que fuera músico, que solo lo apoyó como debe apoyar un padre a su hijo. “Pa que entiendas fácil y así de a tiro. Si él me hubiera dicho: ‘Papá, yo soy gay’, pues le diría: ‘A ver, ¿dónde conseguimos unos cosméticos finos?’”.
Gracias a este apoyo, así como al talento y terquedad de Celso, durante los ochenta sucedió algo tan improbable como real: la cumbia colombiana se bailaba en los barrios populares con mayor ímpetu que la tradicional música norteña. Incluso empezaron a surgir otros grupos que replicaron el estilo como La Tropa Colombiana y Los Vallenatos de la Cumbia. Así, el vallenato dejó de ser tocado solo por la Ronda Bogotá y, pese a los más de 3000 kilómetros de distancia entre Valledupar y Monterrey, se fue volviendo un movimiento marginal en el árido norte mexicano.
Pero el éxito de la cumbia colombiana provocó también paranoia en las esferas oficiales, así como en las élites locales. Durante los conciertos de la banda, era común que la policía aguardara con prepotencia para intervenir con cualquier pretexto; incluso algunos alcaldes llegaron a prohibir de manera oficial la celebración de cualquier tipo de concierto de ese género musical, con el argumento absurdo de que la música incitaba a la violencia.
En escuelas públicas y espacios culturales se estigmatizó a los seguidores como cholos, acuñándoles también el término de “cholombianos” de manera despectiva por su forma de peinarse y de vestirse. Celso, en particular, fue catalogado como uno de los demonios en turno de la ciudad.
Sin embargo, el vallenato siguió creciendo como un movimiento contracultural, boca a boca, sin contar nunca con el apoyo de los medios de comunicación, que solo reseñaban los espectáculos cuando había algún tipo de desmán. De esta forma, pese a su enorme éxito en las calles regiomontanas, la cumbia colombiana era vetada en la radio y varios periódicos locales tardaron años en publicar las primeras notas sobre la existencia de Celso, aunque él ya era un ídolo en los márgenes de la sociedad.
Entre los primeros observadores del fenómeno estuvieron Joaquín Hurtado, Lorenzo Encinas y el escritor Carlos Monsiváis, quien en los noventa entrevistó a Celso para una crónica sobre la guerra de pandillas que prevalecía en la ciudad. Tras decirle que, según sus investigaciones, las pandillas rivales de entonces solo detenían sus enfrentamientos cuando sonaba una de sus cumbias, el escritor bautizó a Celso como el Acordeonista de Hamelín.
El punto de quiebre para que su figura dejara de ser satanizada ocurrió la noche en que el premio nobel Gabriel García Márquez bailó al ritmo de su acordeón durante un evento de gala. Entonces las esferas oficiales y la élite local dejaron de perseguir, censurar y estigmatizar la música colombiana en Monterrey, la cual se había colado hasta sus salones e incluso había hecho que Celso se acercara a ganar un Grammy a nivel internacional por su disco fusión con grupos de hip-hop como Control Machete.
Durante los últimos meses, tras cumplir cuarenta años de haber sido el pionero de algo tan improbable como imponer la música vallenata en la ciudad más importante del norte de México, Celso ya pensaba en retirarse.
Si en sus inicios había recorrido cantinas, prostíbulos y antros de mala muerte de Monterrey, en la actualidad ya había tocado su cumbia en auditorios, estadios, plazas públicas y palacios de más de treinta países del mundo, además de hacer duetos (freestyle, decía él) con artistas tan diversos como Café Tacvba, Gloria Trevi, Julieta Venegas, Cartel de Santa, Eugenia León, Álex Lora y Lila Downs.
Todavía disfrutaba sus conciertos, pero solo soñaba con tocar en Australia. “Oceanía es el único continente que me falta”, les decía delante de mí a sus amigos y mánagers Alejandro Zea y Adán Pérez. En una de las ocasiones en las que me reuní con él, mientras iba a verlo, vi en una esquina de Monterrey a uno de tantos tríos de jóvenes humildes que ahora aguardan con acordeón, güiro y guacharaca un autobús del transporte público para subirse a tocar las mismas canciones que la Ronda Bogotá tocaba en sus incomprendidos inicios hace cuarenta años.
“¿Qué sientes de haber creado una nueva cultura musical en una ciudad tan conservadora como esta?”, le pregunté aquella vez.
No me quiso responder de manera directa. Su modestia me pareció auténtica.
“Lo que hice lo hice y ya. Pudo haber sido una locura más que pasara al olvido. Qué bueno que no fue así, pero yo solo me la jugué y listo. Tampoco me voy a clavar. Nunca hay que dejar de tocar tierra. El día que empieces a levitar se te va a acabar la magia”, respondió.
Y luego remató con su frase de siempre: “Música es música”.