Así reencuentro la esperanza después del divorcio

Así reencuentro la esperanza después del divorcio
Imagen Ilustrativa. NYT

Fue un regalo que nos hicieron los ejecutivos del canal de televisión cuando nos convertimos en la primera pareja del mismo sexo casada que coprotagonizaba y coescribía una serie: Take My Wife. Lo pusimos en un muro como una broma —¿quién querría colgar sin ironía algo tan estridente?—, pero rápidamente nos acostumbramos a tenerlo ahí.

“Me encanta ese objeto estridente”, pensé, mientras tomaba agua con gas de uno de nuestros vasos a juego que tenían grabado: De ella. Los compramos en Crate & Barrel cuando me fascinó que estuvieran vendiendo recuerditos de igualdad, como joyeros de sortijas que decían “Ella & ella”; mordí el anzuelo. Aunque como ya tenía un joyero y nunca me quitaba mi anillo, compré los vasos.

Así que vaya sorpresa cuando, unos años después, estaba ahí sin anillo y sacando de nuestro clóset una fotografía con mi enorme cara gay (no hagamos bromas sobre salir del clóset, por favor). Bueno, sacando la fotografía de mi clóset. Por eso tenía que mudarme.

Cuando elle se fue (sí, elle), los clósets siguieron siendo nuestros, a mi parecer, excepto que ahora solo contenían cosas mías. Los espacios donde las cosas de elle habían estado parecían relucir como si mi tristeza los iluminara.

Ahí estaban los DVD de The L Word. Ay, y allá en ese rectángulo especialmente limpio del muro antes había un afiche que elle compró en la universidad. Era como estar en una relación con un museo del dolor; yo era la docente encargada de visitas guiadas para nadie.

Odio este divorcio. Porque realmente amaba estar casada.

Tampoco nos habíamos apurado a casarnos. Yo esperé trece años y diez novias antes de decir sí a quien pensé que iba a estar a mi lado hasta que esa persona se despidiera del mundo o lo hiciera yo o, preferiblemente, hasta que nos despidiéramos al mismo tiempo a nuestros 90 años con manos entrelazadas y música de Tegan and Sara de fondo. También hubo tres novios de por medio y con cada uno de ellos pensé que me iba a casar. Cómo ven: es posible ser criado con un fervor católico tan pronunciado que no sabes que tu novio sí debe atraerte sexualmente. ¡Heme aquí!

En 2004 estaba sentada enfrente de la alcaldía de Boston con mi entonces novia mientras veíamos y celebrábamos pasar a las parejas recién casadas con sus manos alzadas en señal de victoria: eran las primeras bodas igualitarias en todo Estados Unidos. Tenía 22 años y me faltaba una semana para graduarme de la universidad; volteé hacia mi novia y le dije: “¿Y si solo nos casamos?”.

Muy racionalmente respondió que no. Yo no había pretendido antes que nos casáramos y creía que una boda antes de graduarme no sería lo mejor; solo habíamos estado en un ambiente muy empoderante. Ella y yo nos separamos casi un año después, algo que yo había considerado imposible: el primer beso que ella me dio fue lo que abrió mis ojos para revelarme que mi corazón era queer.

Unas cuantas novias después, en 2008, tampoco me casé con la mujer a la que amaba. Nos conocimos cuando ella era estudiante con visa, que después se volvió una visa con permiso de trabajo, que estaba por caducar. Para cuando un abogado migratorio dijo que no había manera de que ella se quedara más tiempo ya estábamos viviendo juntas.

No era posible casarse legalmente en Illinois, donde yo vivía, y de cualquier modo, como todavía esos matrimonios no tenían reconocimiento federal, casarnos no le iba a permitir tramitar una green card. Entonces ella se fue a otro continente, a donde la seguí por algún tiempo; podríamos habernos casado y que me quedara yo allá. Pero regresé. Mi carrera como comediante de stand-up en Chicago estaba despegando y elegí a los monólogos cómicos.

Y fue ahí que, en 2010, conocí a mi futura esposa en una presentación.

Empezamos siendo colegas y nos volvimos amigas. Me enamoré profundamente, me comprometí con todavía mayor profundidad y poco tiempo después nos mudamos a Los Ángeles. El día en que fue revocada DOMA, la llamada ley federal de defensa del matrimonio que no reconocía como derechohabientes conyugales a parejas del mismo sexo, mi padre escuchó la noticia en la radio y detuvo de inmediato su auto para llamarnos y felicitarnos. Así nos enteramos, de hecho. Unos meses después, arriba de una montaña que nos fue posible escalar desde nuestro amado apartamento pensado para artistas muertas de hambre, mi futura esposa se puso de rodillas y yo le dije que sí.

Nos casamos dos años después en un club de rock acompañadas de amistades, familiares y un bufé de perros calientes estilo Chicago. Cuando nos pronunciaron esposa y mujer, levantamos nuestras manos entrelazadas igual que había visto hacerlo a esas parejas queer una década atrás. Tuvimos nuestro primer baile casadas y después no dejamos la pista en toda la noche.

Nuestros amigos y familias querían saber por cuánto tiempo practicamos nuestro baile, con tan buenos giros, vueltas y zambullidas. Excepto que no lo practicamos. “Así de bien encajamos”, pensé. Las dos vestíamos traje.

Tenía 35 años. No me casé demasiado joven ni me comprometí al verme forzada por las circunstancias. Me tomé mi tiempo y tomé la mejor decisión. En todo momento fui lo más gay posible y lo mejor que pude: nada de esconderse, con mucho orgullo y enfocada en obtener justicia social, con todo y mi corte de cabello extremadamente queer. Luché por nuestros espacios y nuestros derechos al lado de tantas otras personas y, al final, nada de eso mantuvo vivo mi matrimonio.

De alguna manera, la única parte de mi crianza católica que parece haber sobrevivido a mi juventud es el sentimiento de que el divorcio está completamente mal, que es prevenible y que la culpa es mía. Entonces ahora me pregunto: ¿necesitaba ser más gay? ¿Debía haber esperado más tiempo? ¿Qué tal si mejor ni siquiera salía con alguien para evitar este dolor? O ¿hubier sido mejor casarme con todas las personas con las que salí para que este divorcio no me dejara sacudida?

Es humillante admitir esto, porque soy artista, pero mi crianza fue muy estable. Mis padres llevan cincuenta años juntos, son mejores amigos el uno del otro y comparten un solo par de zapatos para hacer jardinería. No tengo ningún marco de referencia directa para una disolución de pareja excepto por las películas. Y tampoco hay ninguna canción de Beyoncé sobre dos personsa adultas e independientes que compartían un grupo de amigos, un negocio y una colección de camisas y que aun así no lograron que funcione. ¿Qué da más miedo que existir fuera de los rangos del catálogo de temas de Beyoncé? Esto es espeluznante.

Gran parte del terror proviene de creer que desperdicié el momento que me tocó vivir. Mi adultez quedó alineada con el movimiento por los derechos civiles con avances más rápidos en la historia estadounidense, y cuyas consecuencias son aplicables directamente a mí. Esperaba poder navegar el matrimonio a la perfección, cual fénix lesbiana que nunca deja de volar hacia arriba. Luego recordé que un fénix se quema e incinera una y otra vez. Tal vez para mi historia es más apropiado pensar en Ícaro. Mis alas se rompieron, estoy cansada y mi vida no es lo que pensaba que iba a ser.

Por primera vez me siento completamente derrotada. El rechazo inicial a mi orientación sexual por parte de mi familia, mis amigos y la fe con la que fui criada se volvió material de escritura con el que me volví famosamente gay. Mi pasado está repleto de momentos en los que me sacaron del equipo de natación y para el siguiente año ya había logrado que me nombraran capitana o de momentos más serios, como la vez en que escribí una hora entera de material para un monólogo cómico sobre mi caso de abuso sexual con el fin de recaudar fondos para centros de asistencia a víctimas de violación. Mi vida ha estado marcada por mi obsesión con ser quien sobrevive y regresa más fuerte.

En contraste, este año ha sido uno en el que me frené de seco. Extraño a esa persona a la que le confiaba mi yo interior, pequeño y blando. Extraño la seguridad que conllevaba ser un ejemplo de triunfar con todo el espíritu queer en ámbitos más allá del hogar. Me cuesta mucho trabajo dormir. Cuando lo logro revivo la pérdida en mis sueños. Cuando estoy despierta solo me traslado de un lugar a otro sin lograr forzarme a tener un propósito ni una lección que aprender ni un siguiente capítulo por descubrir.

Este es el año de mi vida en el que empecé a echarle Alka-Seltzer a mi agua gasificada LaCroix para ver si con más burbujas podía remediar mi indigestión causada por nervios. El año en el que terminé tomándome una dosis del aceite de CBD recetado a mi perro para intentar lidiar con el insomnio y el año en el que tomé una clase de esculpido de cucharas para ver si el esculpido o las cucharas podían resolver mis dolencias.

Supongo que, de cierta manera, esto es por lo que siempre estuve luchando: el derecho a ser queer y humana, de tener los mismos privilegios que las personas heterosexuales, como el privilegio de ser imperfecta y de fracasar. Mi vida como alguien queer ya es parte de una historia humana más abarcadora de personas que se adaptan en vez de alcanzar la perfección.

La nuestra es una historia hecha por nuevos tipos de familias, nuevos tipos de traumas, nuevas maneras de sanar y nuevos pronombres; de nuevos momentos de esperanza y nuevos tipos de dolor. Somos la familia que elegimos tener, de mantener las amistades con nuestros ex y de haber tenido muchos amores. Somos humanos: yo soy humana, me noquearon y tengo fallas y tristeza y soy gay y estoy orgullosa y, en ocasiones, me siento libre.

Ya no tengo los vasos grabados. No tengo el anillo. El retrato enorme está almacenado, porque ¿qué mas se supone que hace uno con su retrato enorme? Ahora, al menos, mi clóset se siente como el mío. Y tal vez en un futuro volveré a compartirlo.

Cameron Esposito es comediante, actriz y escritora. Su primer libro, Save Yourself, se publicará en marzo de 2020.

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