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La lucha latinoamericana contra la corrupción se ha estancado

La lucha latinoamericana contra la corrupción se ha estancado
Nelma Kodama, una corredora de divisas del mercado negro cuya sentencia de dieciocho años por el escándalo Lava Jato de Brasil fue reducida por el presidente Michel Temer, en su casa en São Paulo, Brasil, el 4 de noviembre de 2019. (Victor Moriyama/The New York Times)

Para los que quedaron atrapados en el escándalo Lava Jato, fue un momento de rendición de cuentas. Para los ciudadanos ordinarios, fue un momento de esperanza. Parecía que incluso los más poderosos finalmente estaban rindiendo cuentas.

Ahora, cinco años después de que el escándalo estalló públicamente, el impulso de la región en contra de la corrupción ha comenzado a estancarse.

“Durante un breve momento, todos estuvieron al alcance de la justicia”, dijo Thelma Aldaña, ex fiscala general de Guatemala que imputó al presidente y al vicepresidente del país en un caso de corrupción en 2015 y se convirtió en una de las figuras emblemáticas de la arremetida.

Esa arremetida ocurrió tras años de altos precios de las materias primas que impulsaron a muchas economías de la región, y sacaron a millones de la pobreza, pero también contribuyeron al gasto gubernamental y, por lo tanto, a las oportunidades de practicar la corrupción. Cuando terminó ese periodo de abundancia, los funcionarios de gobierno quedaron vulnerables y los fiscales libres para ir tras los poderosos.

En Perú, el expresidente Alan García se suicidó de un balazo en vez de enfrentar su arresto. En Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, el expresidente que siguió siendo el personaje político más dominante del país, fue sentenciado a prisión, al igual que Marcelo Odebrecht, el dirigente del conglomerado de construcción más grande de Latinoamérica.

Sin embargo, los esfuerzos para adoptar reformas anticorrupción vacilaron en medio de la presión política. Mientras los personajes desacreditados en los negocios y la política planean su regreso, muchos de los que encabezaron la cruzada en contra de la corrupción enfrentan represalias. Aldaña, que ahora está exiliado, enfrenta amenazas de muerte en su país. El equipo especial que permitió la lucha contra la corrupción en Guatemala se desintegró.

“El péndulo se fue al otro lado y ahora ha vuelto”, dijo Deltan Dallagnol, el fiscal federal que dirigió al principal equipo especial anticorrupción en Brasil. Se estableció en 2014 para procesar casos del escándalo que llegó a conocerse como Lava Jato, el nombre de una gasolinera en Brasilia, la capital de Brasil.

Todo esto ha desatado la furia generalizada y la desconfianza hacia la élite política. Millones de latinoamericanos han expulsado a gobernantes en el cargo y, a lo largo de los últimos meses, han salido a las calles en manifestaciones gigantescas.

En algunos casos, la credibilidad de los esfuerzos para combatir la corrupción se vio afectada por las transgresiones cometidas por los propios combatientes. En Brasil, mensajes de texto filtrados mostraron que el principal juez de la investigación les daba asesoramiento estratégico a los fiscales federales, algo que los expertos en procedimiento penal consideraron una violación evidente de los lineamientos legales y éticos.

La reincidencia de Brasil en la corrupción quizá sea la más drástica y trascendental de la región, dado todo lo que han logrado los fiscales en unos cuantos años. El equipo especial Lava Jato ha presentado cargos en contra de 476 personas, llegó a 136 acuerdos de admisión de culpabilidad y recuperó más de 900 millones de dólares en activos robados.

Las compañías brasileñas con proyectos en toda la región exportaron la trama de corrupción que habían perfeccionado en casa. Las empresas usaron operaciones de lavado de dinero —como la que se llevó a cabo en la gasolinera en Brasilia— para lavar efectivo utilizado con el fin de sobornar a políticos de alto nivel y a partidos. A cambio del dinero, se destinaron a las compañías contratos de obras públicas con presupuestos inflados.

La principal entre estas compañías era Odebrecht, un conglomerado de construcción con sede en Brasil que pagó más de 780 millones de dólares en sobornos en toda Latinoamérica y el Caribe para obtener contratos con un valor de 3340 millones de dólares, de acuerdo con el Departamento de Justicia de Estados Unidos.

El escándalo volcó la política en Brasil, donde todos los partidos grandes estuvieron implicados en tramas de financiamiento ilegal de campañas y sobornos.

El arresto y el encarcelamiento de Da Silva, el expresidente generalmente conocido como Lula, por aceptar el uso de un apartamento costero a cambio de desviar contratos gubernamentales representó un punto de inflexión para el país.

Para algunos, ver al personaje político más dominante de Brasil en la cárcel fue la culminación del impulso anticorrupción y prueba de que la ley finalmente se estaba aplicando de igual manera para todos. Para otros, fue prueba de que la investigación estaba políticamente contaminada y comenzaba a reincidir en el tráfico de influencias que se suponía que remediaría.

El entusiasmo inusual y la velocidad con la que se manejó el caso del agitador izquierdista lo volvió políticamente tenso: cuando Da Silva fue encarcelado en abril del año pasado para comenzar una sentencia de doce años por corrupción y lavado de dinero, era el claro favorito en la contienda presidencial. La condena lo sacó de la boleta electoral y abrió el camino para la elección del candidato de extrema derecha Jair Bolsonaro.

Las sospechas de que la persecución estaba políticamente motivada solo crecieron después de que Sérgio Moro, el juez que manejó el caso de Da Silva, se unió al gabinete de Bolsonaro como ministro de Justicia. Esa designación —que llegó con una promesa de un lugar en el Supremo Tribunal Federal— indignó a los políticos de la izquierda y mancilló la imagen de Moro, que se había convertido en un héroe del pueblo en su país y en un jurista célebre en el extranjero.

Con menos autoridad de la policía, grandes casos de corrupción en Brasil quedaron estancados o se movieron a un ritmo glacial conforme poderosos demandados apelan convicciones y usan tácticas legales para posponer las sentencias en prisión.

Eike Batista, alguna vez uno de los diez hombres más ricos del mundo, fue sentenciado en julio de 2018 a 30 años en prisión por pagar millones en sobornos, pero aún no ha comenzado a cumplir la sentencia.

El expresidente Michel Temer sigue libre a pesar de un torrente de acusaciones penales que ha podido evadir desde 2017. Incluyen una grabación subrepticia de Temer en la que consiente el pago de un soborno para evitar que un exaliado político les detalle crímenes a las autoridades.

La reincidencia en Brasil ha sido observada de cerca por toda la región, donde los políticos en gran medida han dado prioridad a la autopreservación por encima de las medidas que volverían más independientes a los poderes judiciales, más transparentes las campañas de financiamiento y menos propenso a los sobornos el proceso de contratos de obras públicas.

En Guatemala, el presidente Jimmy Morales desintegró un panel de expertos de la ONU que había ayudado a la oficina del fiscal general a establecer casos de corrupción complejos y confidenciales. La decisión ocurrió después de que Morales, que llevó cabo una campaña con el eslogan “ni corrupto ni ladrón” se sometió a una investigación por supuestamente haber recibido contribuciones ilegales de campaña.

El gobierno de Honduras, que había probado el establecimiento de una entidad similar ahí en 2016, rechazó renovar su mandato este año.

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