Una viuda choca contra una pared y encuentra la esperanza

Una viuda choca contra una pared y encuentra la esperanza
Después de perder a su esposo en la víspera de una pandemia, creyó que estaría desolada, pero encontró fuerza. (Brian Rea/The New York Times)

Después de perder a su esposo en la víspera de una pandemia, creyó que estaría desolada, pero encontró fuerza. Esta es la historia.

La pared debió haberse movido a la entrada cuando yo no estaba viendo, y choqué contra ella por salir corriendo de la cocina. Acababa de quemarme el pulgar en la rejilla del horno mientras sacaba un refractario con un guisado, pues se me había olvidado que estaba caliente. (Eso fue antes de la pandemia, pero después del funeral).

¿Cuáles son las probabilidades de que volverme viuda en la víspera de una pandemia y practicar el autoaislamiento durante el luto me diera algo de perspectiva sobre la vida y la muerte? O, dicho de otra manera, ¿sobreviviré?

Las cenas sin él son terribles, el peor momento para calentar un guisado y tocar las rejillas calientes del horno, aunque en términos prácticos, ¿acaso esos guisados no se inventaron para dárselos a las viudas con el fin de que los calienten para cenar solas?

Él y yo no comíamos ese tipo de guisos. Preferíamos filetes, algo de pescado, un pollo, una chuleta. Nos encantaban las chuletas de cordero. Como Jack Sprat y su esposa, él no podía comer la grasa a lo largo de la costilla, mientras que yo la devoraba. A él tampoco le gustaba el tuétano del ossobucco. Qué suerte tenía de estar casada con alguien que dejaba lo mejor de los platillos para mí. ¿Alguna vez pensé eso cuando él estaba vivo?

Cuando nos conocimos, estaba recargado en una pared en una fiesta. Cejas oscuras, ojos oscuros, y su cabeza inclinada hacia la chica que estaba a su lado. Tenía la apariencia de los chicos malos que me gustaban, guapísimos y ardientes. Y yo estaba un poco borracha, así que me acerqué.

“¿Te importa si le pido a tu prometido que baile conmigo?”, le pregunté a la chica.

Se encogió de hombros. “No es mío”, dijo. “Adelante”.

Él era un chico de Brooklyn, que había regresado a la ciudad después de haber estado en el Ejército, en Corea. En nuestra primera cita, olía a bolas de alcanfor, y una polilla salió del bolsillo de su chaqueta.

Yo era una chica del Bronx con pretensiones literarias, y leía todo lo que caía en mis manos, libros buenos y malos, alta y baja literatura, sobre el amor. Escribía poemas y fantaseaba sin cesar sobre esos hombres estrictos, fuertes y melancólicos como Heathcliff, Edward Rochester o Rhett Butler.

Sin embargo, descubrí que sus silencios, y esos ojos penetrantes que me hacían pensar en el amor peligroso y el dolor dramático, no eran parte de su identidad en absoluto. Sus ojos simplemente eran hermosos, y su silencio no era feroz; simplemente no tenía nada que decir por el momento. No era un chico malo. Era un hombre callado. Sin embargo, sus besos sí sabían a vainilla, y comencé a sentir que el silencio podía ser tan sensual como lo oculto. Así que nos casamos.

Debo decir que nuestras posibilidades de éxito no eran buenas. No teníamos nada en común. No sabíamos cómo discutir. Yo hacía ruido, y él se quedaba callado. No parecíamos querer el mismo tipo de vida. Yo era una presumida; él mantenía un bajo perfil. Yo tenía ambiciones, mientras que él solo tenía la esperanza de “ganarse la vida”, de mantenerme, habría dicho (pues éramos de la generación de la posguerra, cuando los esposos cuidaban a sus esposas, y las esposas estaban agradecidas). Para cuando conocí la frase “pasivo agresivo” y él reconocía la pretensión cuando la veía, ya teníamos dos hijos.

En la década de 1970, los divorcios de mutuo acuerdo, la revolución sexual y el feminismo estaban en las noticias, y las separaciones maritales eran comunes, aunque no generalizadas. Él aún tenía problemas para ganarse la vida vendiendo equipo médico. Yo estaba escribiendo y trabajando en una librería, con Doris Lessing, Gloria Steinem, Betty Friedan, Simone de Beauvoir y compañía.

Pensaba en la vida sin él. Pensaba en redecorar mi vida con colores más brillantes, un estilo más aventurero, incluso otro hombre, uno que quizá fuera más ingenioso, más locuaz. (La noche en que salió a dar “una larga caminata” y se llevó el auto, yo estaba segura de que él también lo estaba pensando). Pero por agotador que fuera su silencio habitual, había ciertas cosas que había llegado a valorar y a las que no estaba dispuesta a renunciar. Era un gran amigo. Un gran padre. Era un hombre gentil que ayudaba a quien lo necesitara.

Así que llegamos a la década de 1980. Él comenzó su propio negocio y sentimos la presión de eso y de criar a dos adolescentes. Pero para entonces yo había adoptado un gusto por la quietud, y él descubrió que podía hacerme reír.

Cuando parecía que mi primer libro sería publicado, me preocupaba que se acabara el equilibrio de nuestra unión. ¿Su ego podría enfrentar esa situación? ¿Qué provocaría en nosotros? Creo que yo me habría echado para atrás, pero él me dijo que no temiera. Su ego no funcionaba así, me dijo. Quizá no leía lo que yo escribía, pero sabía que era bueno. Me apoyaba en todo.

La vida fue buena en la década de 1990. Yo era profesora y había espacio en nuestra vida para que yo escribiera y encontrara mi camino como escritora. Se publicó mi segundo libro. Él se unió a una compañía de suministros médicos que lo enviaba a viajar por todo el mundo. Teníamos algo de dinero y un buen auto. A veces me llevaba con él. A veces me traía regalos casa. Y anécdotas.

Él sabía cuánto me encantaban las anécdotas, y me traía historias. Los domingos por la mañana cuando él estaba en casa, desde principios de marzo hasta octubre, nos sentábamos afuera en nuestra pequeña terraza, leíamos el periódico y tomábamos café. Un vecino una vez dijo que le gustaba vernos ahí, callados, en armonía, juntos.

En el año 2000, se retiró de su puesto como director de ventas internacionales, yo dejé mi trabajo en City University, y nos asentamos en Woodstock, en nuestra casa vacacional, donde construimos una vida, hicimos amigos, trabajamos y fuimos voluntarios. Nos enfermamos y mejoramos muchas veces; me cuidó y yo lo cuidé. Nuestros hijos y nuestros nietos venían a visitarnos. Decidimos tener un perro, Pete, para caminar más; yo paseaba a Pete en la mañana, y él lo paseaba en la tarde.

Yo cocinaba. Él casi siempre conducía y pagaba los recibos. De vez en cuando (después de que tuvo un infarto), decía: “Ven aquí. Déjame mostrarte lo que estoy haciendo”. Pero yo no quería ver, pues sabía que me estaba preparando para cuando tuviera que hacerlo yo sola. Me llevaba el café a la cama todas las mañanas.

Hace seis meses, la condición de su corazón se puso grave. Hace tres meses, comencé a llevarle el café a la cama y empecé a pasear al perro yo sola y a llevarlo en auto al médico. También me encargué de algunas de las otras cosas, como recolectar la basura de la semana y llevar los grandes botes al final de la calle. Y lo había dejado mostrarme dónde estaba la válvula de cierre del agua en la cochera. Pero no había dejado que me enseñara a pagar los recibos, así que él seguía haciendo eso, a trabajos forzados.

Él estaba cada vez peor, y lo sabíamos. Así era el asunto: hablábamos al respecto y a la vez no lo hacíamos. Él había aprendido a decir algunas cosas y yo había aprendido a no hablar tanto. Cuando él sentía dolor o una punzada, yo veía su rostro y le decía: “¿Qué?”, y él me respondía: “Nada”. Lo hacía por mí. Cuando él cerraba los ojos en medio de la conversación y se quedaba dormido, no lo despertaba; lo esperaba.

Seguíamos haciendo lo que podíamos. Él ya no podía pasear al perro, pero conducíamos al supermercado, y mientras yo entraba y hacía las compras, él se quedaba afuera con Pete. Él no tenía mucha hambre, pero seguíamos cenando a la misma hora. Bebíamos algo, ya fuera jugo de tomate o una cerveza, o, si se le antojaba, un pequeño whisky. Brindábamos y hablábamos del pasado, reíamos y nos tomábamos de la mano, hablábamos del “futuro” y de cómo iríamos a una playa en cuanto se sintiera mejor.

Dijimos que deseábamos terminar juntos, justo así. Nos había tomado 56 años perfeccionar lo ordinario en este matrimonio extraordinario. Murió poco antes de su cumpleaños número 85, y un mes antes de la pandemia que me ha dejado encerrada en casa, sola, teniendo accidentes en la cocina y chocando con las paredes.

La pandemia me distrae. Me quedo sola, sin poder estar con mis hijos. Pero no pienso que preferiría morir en vez de vivir sin él. En cambio, pienso que, después de toda esa vida, espero no morir. Quiero ver qué ocurre a continuación. Y creo que eso es lo que puede hacer toda una vida de amor del bueno.

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