CORNELIUS, Oregon— Los académicos lo llaman la “paradoja hispana”: a pesar de la pobreza y la discriminación, los estadounidenses de origen latino viven mucho más tiempo que los blancos o los afroestadounidenses.
Los latinos también parecen tener menores índices de suicidios que los blancos, son menos propensos a tomar alcohol y a morir de sobredosis de drogas y, al menos entre los inmigrantes, parecen cometer menos delitos.
Por décadas, los investigadores se han quebrado la cabeza sobre la razón de esto. ¿Familias unidas? ¿Redes sociales solidarias? ¿Creencias religiosas e iglesias activas? ¿Una ética laboral inmigrante que los impulsa?
Es una paradoja porque los desfavorecidos normalmente viven vidas más cortas. Los latinos en Estados Unidos soportan discriminación, altos niveles de pobreza y menores tasas de seguros médicos que tanto blancos como afroestadounidenses. Sin embargo, disfrutan de una expectativa de vida de 81,8 años, comparados con los 78,5 años de las personas blancas y los 74,9 años de las personas negras.
Esta resiliencia está siendo puesta a prueba por el coronavirus, el cual ha golpeado particularmente fuerte a los latinos: los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades reportaron este mes que el 33 por ciento de los estadounidenses que han dado positivo por el coronavirus han sido hispanos, lo que es casi el doble de la realidad: los latinos conforman el 18 por ciento de la población.
Vine aquí a Cornelius, una ciudad al oeste de Portland, Oregon, con una gran población latina, para evaluar el impacto de la crisis. Previsiblemente, el virus ha golpeado fuerte a los hispanos. Muchos son inmigrantes que viven en el país sin permiso legal y por ende no están recibiendo pagos federales de ayuda. Sin embargo, lo que me sorprendió, y que va en consonancia con la “paradoja hispana”, fue la manera en que la comunidad reunió esfuerzos para aliviar el sufrimiento.
Francis, de 50 años, quien no quiso ser identificada con su nombre completo porque está viviendo en el país sin permiso legal, perdió su trabajo de recepcionista por culpa del COVID-19. Pero su hija de 30 años y su yerno la han acogido en su casa. “Podría parecerles raro tener a la suegra viviendo con ellos, pero no han dicho nada”, afirmó.
Mientras tanto, Francis hace trabajo voluntario para la comunidad, reparte cajas de alimentos desde una iglesia católica a las casas de familias necesitadas. “Mi carro se sobrecalienta, pero me las arreglo”, dijo.
Un estudio de la Institución Brookings reveló que, desde el inicio de la pandemia, una de cada seis familias en Estados Unidos tiene niños pequeños que no están recibiendo suficiente alimentación. Por eso, le pregunté a Francis sobre el hambre. Reconoció que debe haber niños con hambre, pero añadió que “si las personas supieran que hay niños pasando hambre, ayudarían. La comunidad daría un paso adelante”.
En el otro extremo de Estados Unidos, los latinos en la ciudad de Nueva York muestran una resiliencia similar. Carmen Isasi, una epidemióloga de la Escuela de Medicina Albert Einstein que ha estudiado a las poblaciones latinas, afirmó que últimamente ha visto carteles en iglesias de habla hispana ofreciendo comida para los necesitados.
Los académicos han estado debatiendo la “paradoja hispana” desde al menos 1974, cuando unos investigadores descubrieron que la tasa de mortalidad neonatal en Texas era menor en personas con apellidos en español que en los que tenían apellidos en inglés.
Los investigadores han hallado otra paradoja dentro de la paradoja: los inmigrantes latinos de primera generación tienden a vivir más tiempo y sus hijos —aunque están mejor educados y ganan más dinero— mueren antes. Además, a los latinos integrados en enclaves étnicos les suele ir mejor que a aquellos que viven en vecindarios heterogéneos.
Parte de la explicación puede ser que lo que muchos estadounidenses blancos conciben como “valores tradicionales estadounidenses” —un énfasis en los lazos de familia, comunitarios y de fe— se encuentran de manera desproporcionada en los inmigrantes latinos, pero luego se desvanecen a medida que sus hijos los asimilan.
“Si descubrimos que alguien necesita ayuda, lo ayudamos”, me dijo Raúl González Hernández, quien trabaja en un vivero de plantas y acaba de recuperarse de COVID-19. También me dijo que otros lo habían ayudado cuando llegó del estado de Michoacán, en México, por lo que desea regresar el favor, sobre todo si la persona que necesita ayuda también es de Michoacán.
He estado interesado desde hace tiempo en la “paradoja hispana” porque crecí en un pueblo agrícola predominantemente blanco en Oregon que ha sido devastado por el desempleo. Como ya he escrito, un cuarto de los niños que viajaban conmigo en mi viejo autobús escolar han muerto por culpa de drogas, alcohol, suicidio y otras “muertes por desesperación”.
Las familias latinas de la zona parecían ser más resistentes por su “capital social” superior: lazos de familia, de su región natal o de la iglesia. En vez de “criminales, narcotraficantes y violadores” como Donald Trump se refirió a los inmigrantes mexicanos en 2015, los migrantes latinos por lo general parecen ser modelos de la sociedad civil.
“En nuestra comunidad dependemos mucho el uno del otro” me dijo Petrona Dominguez-Francisco, quien trabaja con un programa de empoderamiento femenino llamado Adelante Mujeres.
Mark Hugo Lopez, director de investigación de migración global y demografía en el Centro de Investigaciones Pew, destacó los lazos familiares como parte de las bases de la paradoja. “En mi propia familia hay mucho apoyo para aquellos que afrontan dificultades, como los que pierden sus empleos”, dijo. “Así es cómo los latinos se ayudan unos a otros”.
Otro elemento pudiera ser la fe y las conexiones con la iglesia. Hay cierta evidencia de que las creencias religiosas reducen conductas como el consumo excesivo de drogas y alcohol, la actividad sexual de riesgo, la violencia y el suicidio. Un estudio de la Universidad de Harvard reveló que frecuentar una iglesia u orar o meditar a diario se correlaciona con una mejor salud y una mayor satisfacción de vida. Las iglesias también ofrecen una red de servicios y conexiones sociales que pueden ayudar a amortiguar las dificultades.
Los lazos familiares y comunitarios también protegen de una pandemia de soledad en los países occidentales. Un académico ha descubierto que el aislamiento social es más dañino para la salud que fumar quince cigarrillos al día.
Esta estructura social no es un escudo perfecto contra una pandemia. Pero ayuda, y quizás haya una lección allí para todos nosotros.