HOUSTON — Elaine Roberts, quien durante mucho tiempo ha trabajado como empacadora en un supermercado, intentó ser de lo más cuidadosa. Comenzó a usar guantes y, en vez de tomar el autobús para ir al trabajo, su padre empezó a llevarla en coche para proteger a la familia. Usaba cubrebocas (de tela, con estampado espacial, confeccionados por su hermana) para realizar su trabajo: colocar productos en los anaqueles, ayudar a las personas a llevar sus compras al automóvil y reunir los carritos del estacionamiento.
El problema, según se percató, fue que muchos de los clientes de la tienda Randalls, en un suburbio de Houston, no los utilizaron ni siquiera cuando los casos de coronavirus en el estado comenzaron a aumentar a principios de junio. El gobernador Greg Abbott, quien había ejercido presión para que los negocios volvieran a abrir sus puertas en Texas, se negaba a imponer la obligación de llevar tapabocas y durante varias semanas evitó que los funcionarios locales establecieran la obligación de usar mascarillas. La tienda de abarrotes solo desplegó anuncios en los que les pedía a los clientes que las usaran.
Roberts, de 35 años, a quien se le diagnosticó autismo y vive con sus padres, fue la primera en enfermar; empezó a estornudar y toser. Más adelante, su padre, Paul, y su madre, Sheryl, quienes habían tomado tantas precauciones desde el inicio de la pandemia que solo salieron en contadas ocasiones a observar aves en un parque casi vacío, fueron hospitalizados con problemas respiratorios.
Sus casos fueron inusuales: Sheryl Roberts, una risueña enfermera jubilada, experimentó síntomas psiquiátricos graves debido a los cuales los médicos temieron que tuviera ideas suicidas, quizá por efecto de la enfermedad y los medicamentos empleados en su tratamiento. Sheryl se va recuperando, pero su esposo sigue en estado delicado, conectado a un respirador, con funciones renales deterioradas y una misteriosa parálisis que ha afectado aproximadamente a otros diez pacientes en el Hospital Metodista de Houston.
Aunque no es posible determinar con seguridad cómo se infectó Elaine Roberts, su hermana mayor, Sidra Roman, culpó a los clientes de la tienda, a quienes considera responsables de haber puesto en peligro a su familia.
Llevar un trozo de tela en la cara es un poco incómodo, dijo. Pero es mucho menos incómodo que estar conectado a respiradores, líneas de diálisis y todo lo que le han puesto a mi padre. No en todos los casos eres tú quien se va a enfermar y sufrir.
“Las personas que fueron a la tienda sin una mascarilla”, añadió, “ni siquiera saben todo lo que nos está pasando”.
La situación de los Roberts en muchos sentidos resume la historia de Texas, uno de los focos de mayor infección del país ahora que los casos de coronavirus y las muertes relacionadas van en ascenso. Durante semanas, los políticos tuvieron opiniones divididas en cuanto a la apertura de la economía, los ciudadanos se polarizaron con respecto al uso de cubrebocas, los médicos advirtieron que el comportamiento irresponsable podía poner en peligro a otros y los más jóvenes pusieron en riesgo a sus familias.
Paul Roberts, de 67 años, es uno de los pacientes que en este momento tienen a toda capacidad las unidades de terapia intensiva en el estado de Texas y otras áreas del Cinturón del Sol. El repunte en los casos de contagio por el virus en esta ciudad que arrancó en junio al principio pareció afectar a una mayoría de adultos jóvenes, entre los que causó enfermedades ligeras que los médicos creyeron que se curarían con tratamientos nuevos. Sin embargo, la cadena de infecciones que comenzó con jóvenes menores de 40 años, muchos de los cuales socializaban en bares o fiestas sin tapabocas y sin distanciamiento, comenzó a afectar a trabajadores esenciales como Elaine Roberts y después a sus familiares.
“Creímos que tal vez sería diferente, quizá gracias a lo que hemos descubierto”, explicó la semana pasada Pat Herlihy, jefe de cuidados críticos en el Centro Médico Baylor St. Luke. Por desgracia, agregó, “enfrentamos terribles dificultades, con personas muy pero muy enfermas”.
Lo más probable es que lo mismo suceda en los hospitales de otras áreas donde los casos van en aumento; Houston fue una de las ciudades que encabezaron la oleada de verano, y por lo regular las enfermedades críticas tienen un retraso de semanas en las infecciones nuevas.
Hasta el miércoles, había casi 11.000 pacientes confirmados de coronavirus en los hospitales de Texas, el último día para el que se tenían datos completos. Fue un récord, según el departamento de Salud del estado, de cinco veces la cifra tope de la primavera.
En el Hospital Metodista de Houston, el hospital más grande de la ciudad, las camas estaban ocupadas por una cantidad desproporcionada de pacientes latinos y grupos de varios miembros de una misma familia. Hay algunos que habían creído que eran invulnerables al virus y otros, como los Roberts, que sabían que no lo eran. Las muertes debido al coronavirus en el sistema de hospitales Metodistas se han multiplicado, al igual que en el resto del país: 31 en mayo, 47 en junio y 144 en las primeras tres semanas de julio.
’Más o menos la mitad’ usaban mascarillas
Elaine Roberts empezó a trabajar en la tienda de abarrotes Randalls en Bellaire, que forma parte de una cadena de Houston, cuando tenía 16 años. Casi dos décadas después, es una de las empleadas que llevan más tiempo ahí.
Cuando era niña le diagnosticaron una forma de autismo que, según comenta, le ha dificultado el aprendizaje, y no habló sino hasta los 8 años durante un viaje a Disney World, cuando las palabras salieron como un estallido de su boca. A pesar de su enfermedad, sus padres la educaron para que fuera lo más independiente posible.
Terminó un programa vocacional de cuatro años después de la preparatoria y solicitó muchísimos empleos durante varios años, sin ningún éxito. Elaine es extrovertida y le gusta conversar; tiene un novio al que conoció en la escuela primaria y un círculo de buenos amigos. Le encantan las comedias antiguas de televisión y el color rosa.
“Es muy dulce y atenta, hace todo lo que le pidas”, comentó su supervisora, Cindy Fletcher.
Como protección contra el virus, dijo Fletcher, la tienda dedica varias horas de la semana a procedimientos de limpieza, y se les pide a los empleados que se queden en casa si tienen algún síntoma viral.
Hasta finales de junio, la empresa no les exigía a los clientes que usaran cubrebocas. Había notificaciones que les pedían ponerse mascarillas, pero “no teníamos que verificar que lo hicieran”, dijo Fletcher. “Más o menos la mitad las usaban”, añadió, pero “los clientes más jóvenes no tanto”.
Roberts no podía evitar tener contacto cercano con quienes ingresaban en la tienda, con o sin cubrebocas.
“Tenía que empacar sus compras”, aseveró. “No podía decirles nada. No quería ser mandona”.
Los funcionarios de salud pública reconocen que las mascarillas y el distanciamiento social no constituyen medios de defensa absolutos contra el virus, pero algunos estudios indican que pueden tener un efecto significativo para proteger a otros. En el condado de Harris, que incluye a Houston, una orden local que instruye a los negocios exigir el uso de cubrebocas a las personas entró en vigor el 22 de junio, después de que el gobernador se rindió. En la entrada de Randalls se colocó un señalamiento que indica que el uso de mascarillas es obligatorio. De acuerdo con Fletcher, la gente lo ha cumplido.
Por desgracia, fue demasiado tarde para la familia Roberts.
Paul Roberts, antiguo músico y carpintero que trabajó como programador informático en la NASA, ahora es empleado de una empresa de software. Junto con su esposa, una enfermera jubilada del Hospital Metodista que se describe como una “persona que ve el vaso medio lleno”, dirigía un fanzine digital y asistía a eventos de Comic Con hace tiempo. Durante muchos años disfrutaron reuniones semanales con sus dos hijas, su yerno y su nieto, que ahora tiene 7 años de edad, para armar rompecabezas y entretenerse con apasionados juegos de Uno.
“Son unos ñoños encantadores”, dijo Roman, de 38 años, sobre sus padres.
Sheryl Roberts, de 65 años, tenía muy claro cuáles eran los peligros de la pandemia; ella sufre diabetes, asma y cardiopatía, por lo que podía clasificarse dentro del grupo de más riesgo. Su esposo padece una enfermedad pulmonar crónica y le habían colocado una endoprótesis para mantener abierta una arteria coronaria bloqueada.
“Hemos sido muy cuidadosos, de lo más cuidadosos, y nos hemos mantenido alejados de todas las personas”, mencionó.
Su esposo comenzó a trabajar desde casa en la primavera cuando el estado de Washington, Nueva York y otras áreas del país sufrían los embates más graves. Paul Roberts ocasionalmente salía al supermercado durante las horas asignadas a los “adultos mayores”; la única “cita romántica” que tuvo la pareja en meses, relató Sheryl Roberts, fue una salida para observar flores silvestres desde el automóvil.
Su hija menor también fue muy meticulosa. De cualquier forma, un día a mediados de junio regresó a casa estornudando, pero pensó que era por sus alergias. Poco tiempo después ya tenía tos, fiebre, dolores de cabeza y diarrea, además de que perdió los sentidos del gusto y el olfato, síntomas característicos del coronavirus.
“Me dijo: ‘No entiendo qué pasa, mamá; yo usaba mascarilla y guantes y me lavaba las manos’”, explicó Sheryl Roberts. “Aunque hagas todo lo que se supone que debes hacer, de todas formas te contagias”.
Elaine Roberts, cuya prueba de coronavirus fue positiva, no enfermó de gravedad. Por desgracia, la enfermedad de sus padres fue mucho peor.
Hija, hermana, cuidadora
Paul Roberts y su esposa comenzaron a estornudar y luego a toser, como su hija; también comenzaron a sufrir fiebre y dolores intensos en el cuerpo. Entonces, Paul “enfermó muchísimo, muy rápido”, recordó Sheryl Roberts. El 22 de junio empezó a sentirse confundido. Alarmada, Sheryl midió sus niveles de oxígeno. La lectura fue baja, por lo que llamó a su hija mayor para que lo llevara a un centro de emergencias, la segunda visita en dos días.
En solo una semana, Sheryl Roberts también tuvo que ser admitida en el Hospital Metodista porque tenía dificultades para respirar.
Ninguna de las hijas podía ver a sus padres: el Hospital Metodista, como muchos otros hospitales del país, no permite las visitas para contener la propagación del virus. Ambos enfermos permanecieron aislados en edificios separados y no podían comunicarse entre sí. Paul Roberts estaba enfermo de gravedad y la condición de su esposa se deterioraba. Roman, quien es ingeniera petrolera, hacía lo que podía.
“Desde hace mucho sé que va a llegar el momento en que tenga que hacerme cargo”, dijo Roman, de 38 años. “Voy a tener que cuidar a mis padres. Voy a tener que cuidar a mi hermana. Pero nunca imaginé que todo fuera a suceder al mismo tiempo”.
Después de alrededor de una semana en el hospital, la familia vivió una crisis: Sheryl Roberts comenzó a delirar y en varias ocasiones se quitó de la nariz los tubos que le surtían oxígeno. Los médicos tuvieron que utilizar sujeciones para inmovilizarla, colocaron a alguien fuera de su habitación para vigilarla y llamaron a Roman para decirle que las dificultades de su madre quizá se debían a efectos secundarios de los medicamentos combinados con su enfermedad.
Roman rompió en llanto y llamó a su hermana. “Le dije: ‘Tengo miedo, Lainie, tengo miedo’. Ella me respondió: ‘Yo también tengo miedo’”.
Después de que se redujo la dosis de esteroides de Sheryl Roberts, los síntomas desaparecieron en un par de días.
“Dicen que amenacé con quitarme la vida”, recuerda que los médicos le informaron. “Yo no soy así”.
Su respiración mejoró gradualmente, hasta que ya no necesitó el respirador. Unos cuantos días después, comentó que se daba ánimos pensando en planear un viaje: quiere llevar a su esposo a ver a los guacamayos en el Amazonas.
Los médicos llamaban a Roman para mantenerla al tanto sobre la salud de su padre y pedir consentimiento para sus tratamientos; por ejemplo, para colocarle un catéter y realizarle diálisis renal de emergencia. Recibió esteroides para controlar la inflamación y también medicamentos experimentales. A Paul Roberts se le mantuvo en sedación profunda y se le administraron fármacos para paralizarlo, de manera que el respirador pudiera trabajar con mayor eficacia.
Hubo algunos destellos de esperanza porque, al parecer, sus pulmones iban sanando. No obstante, cada vez que el equipo médico reducía los sedantes en los días siguientes, su presión arterial se disparaba y el corazón se le aceleraba, ambas señales de agitación. El 9 de julio, Mukhtar Al-Saadi se comunicó con Roman para informarle cómo iba todo.
“Nos costó mucho despertarlo y que recuperara la conciencia de manera notoria para verificar si podía respirar por sí mismo”, dijo el doctor.
‘Puedo decirte, por experiencia propia, que es real’
La semana pasada, después de que la dieron de alta y cuando estaban a punto de sacarla en silla de ruedas del hospital, Sheryl Roberts recibió una llamada aterradora. Su esposo todavía no recuperaba la conciencia ni se movía, y los médicos creían que el motivo más probable era un ataque cerebral o algún otro problema neurológico. Esa noche, se reunió con sus hijas para hablar sobre las decisiones difíciles que tal vez tendrían que tomar.
“¿Lo desconectamos si sufrió una muerte cerebral?” fue una de las preguntas que se hicieron, compartió Sheryl Roberts. Mientras reflexionaban sobre qué querría ese hombre “tan brillante y orgulloso”, comentó Roman, las tres mujeres comenzaron a llorar.
Al día siguiente le hicieron un escaneo que no mostró señales de un ataque cerebral, pero se pospusieron otros estudios para no exponer a los pocos técnicos disponibles al virus. El viernes, R. Glenn Smith, médico neurólogo, realizó algunas pruebas neuromusculares que revelaron que el tejido conjuntivo situado alrededor de las fibras nerviosas de Paul Roberts había sufrido daños graves.
Aproximadamente otros diez pacientes del hospital desarrollaron parálisis o debilidad profunda, algo que los doctores creen que podría ser una complicación del virus, según comentó Smith. Los médicos han empezado a tratar a Roberts con un medicamento empleado para el síndrome Guillain-Barré, un padecimiento similar que causa parálisis y se presenta en muy pocos casos después de algunas infecciones virales.
Desconocen en qué medida podrá recuperar funciones, pero ya empezó a mostrar avances mínimos. El martes, un miembro del personal llevó una tableta a su habitación para establecer una conexión por video.
“Él solo asentía; yo hablaba”, dijo su esposa. “Me mandó un beso”.
Mientras su esposo espera una cama en la unidad de cuidados críticos de largo plazo para iniciar su rehabilitación, sigue conectado a un respirador. Incluso si no se presentan más complicaciones, su recuperación tardará meses, explicó Smith.
“Va a ser lento”, dijo Roman. “No será fácil”. Pero, añadió, “parece que mi papá conserva su mente, así que para mí está bien”.
Después del calvario que ha vivido esta familia, la madre habla con menos reservas acerca de los costos de la pandemia. La mala información y la confusión acerca del virus que ve en las redes sociales la atemorizan, comentó. “Tanta ignorancia me mata: ‘En realidad no es tan malo. La verdad es que no es mortal’”.
Dijo que ahora responde cuando ve esos comentarios. “Siempre estoy dispuesta a hablar y decir: ‘¿Sabes? Acabo de pasar por eso, así que puedo decirte, por experiencia propia, que es real’”.
Mukhtar Al-Saadi con una placa de rayos X de Paul Roberts, quien sufre una enfermedad pulmonar crónica además de COVID-19, en el Hospital Metodista de Houston, en Houston, el 9 de julio de 2020. (Erin Schaff/The New York Times)
Paul Roberts, paciente de COVID-19, respira gracias a un ventilador en el Hospital Metodista de Houston, el 4 de julio de 2020. (Erin Schaff/The New York Times)