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Muchos ancianos fueron abandonados a su suerte cuando el COVID-19 atacó a Bélgica

Muchos ancianos fueron abandonados a su suerte cuando el COVID-19 atacó a Bélgica
Un residente de Val des Fleurs, un hogar de ancianos público en Bruselas, espera a que le entreguen su almuerzo, el 23 de junio de 2020. Foto: Mauricio Lima/The New York Times

BRUSELAS — Shirley Doyen estaba exhausta. La residencia de ancianos Christalain, la cual dirigía con su hermano en un vecindario opulento en Bruselas, estaba sufriendo los embates del COVID-19. Ocho residentes habían fallecido en tres semanas. Algunos miembros del personal solo tenían batas y antiparras de disfraces de médico de Halloween como protección.

Tampoco venía ayuda en camino. Doyen les había suplicado a los hospitales que aceptaran a sus residentes infectados. Se negaron. Varias veces le dijeron que les administrara morfina y los dejara morir. Una vez le dijeron que rezara.

Entonces, en las primeras horas de la mañana del 10 de abril, todo empeoró.

Primero, un residente falleció a la 1:20 a. m. Tres horas después, otro murió. A las 5:30 a. m., un tercero. La enfermera del turno de la noche ya había desistido de pedir ambulancias.

Doyen llegó al amanecer y descubrió a Addolorata Balducci, de 89 años, teniendo complicaciones por el COVID-19. El hijo de Balducci, Franco Pacchioli, exigió que llamaran a los paramédicos y les suplicó a estos que la llevaran al hospital. En vez de eso, los paramédicos le administraron morfina.

“Tu madre va a morir”, recuerda Pacchioli que le contestaron. “No se puede hacer más nada”.

Los paramédicos se fueron. Ocho horas después, Balducci murió.

Lamentablemente, las infecciones descontroladas de coronavirus, la escasez de equipo médico y la falta de atención gubernamental son historias comunes en los ancianatos de todo el mundo. Sin embargo, la respuesta de Bélgica tiene un toque macabro: los paramédicos y los hospitales en ocasiones se negaron terminantemente a atender a las personas mayores aun cuando tenían camas disponibles.

Semanas antes, el virus había colapsado los hospitales de Italia. Decididas a evitar que eso sucediera en Bélgica, las autoridades médicas prácticamente ignoraron a los asilos de ancianos. Pero, si bien los médicos italianos afirmaron que habían tenido que racionar el cuidado a las personas mayores debido a la escasez de espacio y equipo, el sistema hospitalario de Bélgica nunca estuvo en una situación similar.

Incluso en el pico de la epidemia en abril, cuando a Balducci se le negó atención hospitalaria, las camas de cuidados intensivos no superaban el 55 por ciento de su capacidad.

“No aceptaban personas mayores”, afirmó Doyen. “Tenían el espacio y no las quisieron atender”.

Los médicos belgas afirman que nunca fue su política negar la atención a los ancianos. Mas, sin una estrategia nacional y con los funcionarios regionales discutiendo sobre quién estaba al mando, ahora reconocen que algunos hospitales y servicios de emergencia se basaron en lineamientos y recomendaciones ambiguos para hacer exactamente eso.

La situación fue tan grave que la organización Médicos Sin Fronteras, conocida en francés como Médecins Sans Frontières, envió equipos de expertos más acostumbrados a trabajar en países en situación de guerra. El 25 de marzo, cuando un equipo llegó a Val des Fleurs, una residencia de ancianos pública a pocos kilómetros de la sede de la Unión Europea, fue recibido por el rancio olor del desinfectante y un silencio fantasmal que solo interrumpía el canto de un canario enjaulado.

Diecisiete personas habían fallecido allí en los últimos diez días. No había equipo de protección. El oxígeno se estaba acabando. La mitad del personal estaba infectado. Otros mostraban señales de trauma comunes en zonas de desastre, concluyó un psicólogo de la organización médica.

La directora y su adjunto estaban enfermos de COVID-19, y la directora interina rompió a llorar en su silla en cuanto tuvo enfrente al equipo.

“Nunca pensé que trabajaría con Médicos Sin Fronteras en mi propio país. Es una locura. Somos un país rico”, dijo Marine Tondeur, una enfermera belga que ha trabajado en países como Haití y Sudán del Sur.

Tondeur estaba horrorizada por la respuesta de su país.

“Me avergüenza un poco, de hecho, que hayamos abandonado estos lugares”.

Un monumento con imágenes de los residentes del asilo de ancianos Christalain que murieron por COVID-19, en Bruselas, el 19 de junio de 2020. Foto: Mauricio Lima/The New York Times
Una clase de gimnasia en la residencia de ancianos Val des Fleurs en Bruselas, el 25 de junio de 2020, donde un equipo de Médicos Sin Fronteras intervino durante el pico de la pandemia de coronavirus. Foto: Mauricio Lima/The New York Times
Un residente de un asilo de ancianos Christalain regresa a su habitación, en Bruselas, el 19 de junio de 2020. Foto: Mauricio Lima/The New York Times
Los miembros del personal trasladan a los residentes a otra área para tomar un refrigerio al final de una actividad física en el hogar de ancianos Christalain en Bruselas, el 19 de junio de 2020. Al menos 14 residentes murieron por el coronavirus en el hogar de ancianos. Foto: Mauricio Lima/The New York Times
Un miembro del personal, a la derecha, ayuda a una residente de un asilo de ancianos Christalain a regresar a su dormitorio después de una actividad para trabajar en su capacidad de memoria, en Bruselas, el 24 de junio de 2020. Mauricio Lima/The New York Times
Un residente en Val des Fleurs, un hogar de ancianos público en Bruselas, arriba a la izquierda, disfruta del sol en el balcón, el 25 de junio de 2020. Foto: Mauricio Lima/The New York Times
El complejo del hogar de ancianos Val des Fleurs, visto desde el pasillo de las habitaciones de los residentes, en Bruselas, el 25 de junio de 2020. Foto: Mauricio Lima/The New York Times
Una residente espera mientras un miembro del personal limpia su habitación en el hogar de ancianos Val des Roses en Bruselas, el 13 de junio de 2020. Foto: Mauricio Lima/The New York Times
Un residente de Val des Fleurs, un hogar de ancianos público en Bruselas, espera a que le entreguen su almuerzo, el 23 de junio de 2020. Foto: Mauricio Lima/The New York Times
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Diagnóstico, regreso y contagio

Bélgica entró en cuarentena el 18 de marzo. Decenas de residentes de asilos de ancianos ya habían muerto. Tres días después, Jacqueline Van Peteghem, una residente de 91 años de Christalain, fue enviada a UZ Brussel, un hospital cercano, donde se le aplicó la prueba del COVID-19. En cuestión de días, se le entregó el resultado de su prueba: era positivo.

Los Doyen asumieron que Van Peteghem permanecería hospitalizada para recibir tratamiento y evitar que transmitiera la enfermedad al resto de sus compañeros residentes. Pero sus síntomas se habían estabilizado y, según comentó Steve Doyen, el copropietario de Christalain, un médico del hospital la declaró lo suficientemente saludable como para regresarla al asilo.

Así que, el 27 de marzo, un grupo de paramédicos en trajes especiales Hazmat fueron a dejar a Van Peteghem, quien iba en una camilla, a la puerta de Christalain.

Steve Doyen los recibió con una mascarilla quirúrgica.

“¿Ese cubrebocas es lo único que tiene?”, recordó que le preguntaron los paramédicos.

“Sí”, contestó.

“Buena suerte”, respondieron.

Nadie puede asegurar que el regreso de Van Peteghem haya sido la razón, pero las infecciones de COVID-19 en el ancianato se incrementaron desde ese momento. Los residentes comenzaron a morir. Van Peteghem, quien había sobrevivido al virus al principio, falleció el mes pasado.

A finales de marzo y principios de abril, los hospitales discretamente dejaron de llevarse pacientes contagiados de las residencias de ancianos.

La política —oficialmente solo eran una recomendación— tomó forma con una serie de informes emitidos por geriatras belgas.

“Las transferencias innecesarias son un riesgo para los trabajadores de ambulancias y las salas de emergencia”, decía uno de los primeros memorandos, firmado por la Sociedad Belga de Gerontología y Geriatría y dos hospitales importantes.

La sociedad de gerontología dice que su recomendación, redactada como medida en caso de que el sistema hospitalario colapsara, fue malentendida. Los miembros de la sociedad señalan que esta no es una agencia gubernamental y que nunca tuvo la intención de que se negara la atención hospitalaria a los ancianos.

Pero eso fue lo que pasó.

No admitir

Es imposible saber cuántas muertes pudieron haberse evitado, pero los hospitales siempre tuvieron espacio. Incluso en el pico de la pandemia, 1100 de las 2400 camas de cuidados intensivos del país estuvieron libres, de acuerdo con Niel Hens, un asesor gubernamental y profesor de la Universidad de Amberes.

Maggie De Block, ministra de Salud de Bélgica, se negó a ser entrevistada y no respondió a preguntas escritas. En entrevistas, los directivos médicos de los hospitales defendieron sus políticas. Afirmaron que el personal de las residencias de ancianos buscaba atención médica para pacientes terminales que necesitaban cuidados paliativos hasta su muerte, no ser arrastrados a hospitales.

Aseguraron que, si se les negó la admisión a sus residentes, fue porque un médico había determinado que no tenía muchas probabilidades de sobrevivir.

Los administradores de los asilos insisten en que ese no fue el caso.

“En cierto momento hubo una edad límite implícita”, dijo Marijke Verboven del grupo Orpea, el cual posee 60 residencias en toda Bélgica.

Los equipos de Médicos Sin Fronteras concluyeron sus misiones en los ancianatos de Bélgica a mediados de junio. Algunos miembros regresaron a países en desarrollo. Otros trabajan ahora en otro país rico en crisis: Estados Unidos.

Ahora, De Block habla de las residencias de ancianos como si hubieran sido solo una lamentable nota al pie en la historia de una respuesta gubernamental exitosa. De Block indica con orgullo que Bélgica nunca se quedó sin camas de hospital.

“Tomamos medidas en el momento indicado”, dijo en una entrevista. “Podemos sentirnos orgullosos”.

Autores: Matina Stevis-Gridneff, Matt Apuzzo and Monika Pronczuk

 

 

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