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Opinión: El voto de mi madre inmigrante es más que un papel

Opinión: El voto de mi madre inmigrante es más que un papel
Ilustración por Ran Zheng/The New York Times

Para mi madre, todo comenzó en la tienda departamental donde trabaja, ahí recibe ropa recién retirada de las cajas de almacén y la coloca en ganchos para que se venda en la tienda. Era marzo, uno de los gerentes de la tienda y algunos compañeros de trabajo estaban charlando cerca de ella. El tema: las últimas noticias sobre el coronavirus. Cuando mi madre, inmigrante de China, se unió a la conversación para mencionar lo que había escuchado esa mañana, el gerente la miró a los ojos y con frialdad le respondió: “Bueno, tú lo sabes mejor que cualquiera de nosotros“.

A medida que la pandemia empeoró, también lo hizo la situación de mi madre en el trabajo. Cada vez que entraba a una sala, las personas buscaban excusas para irse y se dispersaban como hormigas asustadas en un día de campo. Los compañeros de trabajo con los que ella creía llevar una buena relación lanzaban cajas contra el piso y las paredes cuando ella pasaba, lo cual la hacía brincar del susto. Al final, perdió la cuenta de las veces en que saludó a alguien, mientras mantenía el distanciamiento social con cubrebocas, solo para que esa persona se diera la vuelta y se alejara sin decir palabra.

Todos los días, por la tarde, veía a mi madre regresar a casa con nuevas historias que contar. Incluso cuando se quedaba en silencio, su enojo y frustración eran evidentes para mí, su única hija. Ella es una mujer fuerte, una chica citadina de Shanghái, que en 1989 dejó su modesto apartamento de una recámara en China para escapar de una vida sin futuro bajo el Partido Comunista y un hermano mayor abusivo que les hacía la vida miserable a ella y a sus padres.

La pobreza cultivó en ella la resiliencia y la voluntad para poner manos a la obra y trabajar arduamente. Sin embargo, nada la preparó para los efectos secundarios de esta pandemia.

Asimiló la que se volvió para ella la “nueva normalidad” de una hostilidad descarada y sin complejos en la era del COVID-19, al igual que asimiló la retórica alimentada por odio que divulgan en las noticias el presidente y su camarilla de asesores de corbatas rojas. El asesinato de George Floyd nos sacudió a las dos de pies a cabeza, a pesar de que no somos personas negras. Cuando mi madre vio a la hija de George Floyd en las noticias, lloró.

Es demasiado fácil para una persona que migró a este país, una persona de color, una mujer, alguien que no habla inglés con fluidez y que no posee ni las habilidades ni la educación para “elevarse” en el lugar de trabajo, sentir que no tiene voz, incluso en la nación donde buscó asilo. Se necesita una auténtica determinación y una fuerza de voluntad de acero para salir adelante todos los días, para sobrevivir con la dignidad y el orgullo intactos, incluso mientras tantas manos, con sus herramientas de odio, buscan socavar y erosionar esa dignidad y orgullo.

Así que, este junio, mi madre hizo algo por primera vez en su vida. Votó.

Recuerdo cuando llegó el sobre para el voto postal de las elecciones primarias de Nueva Jersey y cómo lo abrió con cuidado en la barra de la cocina, casi con la curiosidad reprimida de una niña. Un panfleto contenía las instrucciones con letras grandes para llenar el formulario, seleccionar a un candidato y luego colocarlo en un sobre aparte. Ella lo hizo sin prisa, como si estuviera realizando un ritual delicado o ensamblando, cual relojero, las intricadas piezas de un delicado instrumento.

No me dijo que tenía planeando votar, pero dejó la apertura del sobre y el llenado del formulario para el momento más tranquilo de su día: después de cenar, cuando todos los platos estaban lavados y la ropa limpia estaba doblada y guardada.

Solo me llamó en un momento para preguntarme: “¿Qué significa la palabra ‘municipio’?” y, cuando batallé para encontrar la traducción al chino, me dijo: “No importa”, y sacó un viejo diccionario desgastado inglés-chino de uno de sus cajones para buscarla.

Completó el proceso de votación casi con la misma calma con la que lo comenzó. Una vez que el segundo sobre estuvo sellado, se cambió el camisón por una camiseta, pantalones cortos y sandalias. Luego, tras colocarse el cubrebocas, bajó al vestíbulo del edificio de apartamentos para echar su boleta en el buzón del correo. Con el mismo silencio, regresó.

Pude sentir la solemnidad de este momento, el peso en el aire, el ligero cambio que es como un dejo de electricidad cuando se eleva una sola voz, cuando todas esas valiosas, tan valiosas, palabras en el léxico del idioma inglés que se escriben en mayúsculas —Verdad, Esperanza, Libertad— parecen agitarse por un momento y despertar de su sueño.

Mi madre me dijo que este es el único país que ella reconoce y considera como propio, incluso cuando, en meses recientes, los viajes otrora sencillos al supermercado y al centro comercial local se han convertido en ejercicios tanto de paciencia como de resiliencia. Este es supaís, el lugar donde ha vivido y que ha aceptado como su hogar desde hace más de 30 años. Su vida es sencilla; no tiene ambiciones, no aspira a más que a seguir teniendo un lugar donde vivir y un trabajo.

Esto es lo que mi madre me ha enseñado con su ejemplo: los insultos, la tristeza, la injusticia y las profundas raíces del racismo sistémico arraigado en este país no disipan ni niegan la oportunidad que trae cada día, incluso cada hora, para el cambio que es tan omnipresente y parte del complicado entramado de este país como su historia llena de odio y sangre. Por difícil que sea, debemos tratar de no olvidar eso.

Mi madre no lo ha olvidado y, por primera vez en su vida, ya no se relega a las multitudes de los que no tienen voz en esta nación. Votó, y en noviembre, volverá a votar.

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