WASHINGTON — Hace tres semanas, una voz desconocida en mi teléfono celular me saludó con el mensaje “Has sido seleccionada”, que normalmente indica que alguien está intentando venderte algo. Sin embargo, en este caso no se trataba de ventas por teléfono.
La voz femenina me dijo que había sido seleccionada “para participar en el ensayo de la vacuna para la COVID-19 de Moderna”. Se presentó como Hira Qadir, coordinadora de investigación clínica de la Universidad George Washington. Yo estaba mezclando con tedio una roux para la sopa de mariscos que estaba cocinando para la cena y su sorprendente anuncio me detuvo en seco.
En un instante, sentí una decena de emociones; la principal de ellas, miedo.
A finales de julio, Anthony Fauci, el principal experto en enfermedades infecciosas del gobierno, había testificado ante el Congreso que se necesitaban voluntarios para los ensayos de la vacuna que estaba en curso. Me metí al sitio web (www.coronaviruspreventionnetwork.org) y llené el cuestionario con mi historial médico e información personal.
“Me inscribí en un ensayo de la vacuna para la COVID”, les escribí en un mensaje de texto a un grupo de amigos, todos reporteros con la capacidad de pasarse de listos con sus comentarios. Sin embargo, una respuesta me hizo dudar.
“Admiro tu dedicación a la causa”, me dijo mi amigo Mark Mazzetti, pero fue claro en su texto: “Tienes que ser muy cuidadosa dada tu enfermedad subyacente. Podrían darte un placebo y enviarte a pasar el rato a los puntos de contagio elevado“.
No había pensado en la parte del placebo del ensayo de la vacuna cuando me inscribí. Tengo diabetes tipo 1, un trastorno autoinmune crónico que padezco desde que tenía 15 años, y para rematar soy asmática, así que sin duda pertenezco a la categoría de alto riesgo. Eso me lo aclaró el mismo Fauci a principios de marzo cuando me lo encontré en la sala de invitados que esperan su turno para aparecer en el programa “Meet the Press” de la NBC.
“¿Qué pasa si me da COVID?”, le pregunté.
“No estoy diciendo que seas ‘mujer muerta’, pero no es exageración enfatizar que, de verdad, debes evitar enfermarte a toda costa”, respondió.
Ese día, volví a casa y puse en marcha lo que llamé mis protocolos del ébola, el mismo comportamiento que me había funcionado en 2014 cuando estaba cubriendo la pandemia del ébola en Liberia. No tocar nada. Lavado de manos riguroso. Desinfectantes. En aquel momento supe que, si me contagiaba de ébola, probablemente me acercaría peligrosamente a la categoría “mujer muerta” de Fauci.
Mi esperanza era que el coronavirus, aunque más contagioso, no fuera tan mortal. Pero necesitaba no contagiarme.
Por teléfono, Qadir me aseguró que esta era la fase 3, supuestamente pasado el punto en el que Jennifer Ehle se vacunó en la película “Contagio” y luego deambuló por un pabellón lleno de enfermos y moribundos para probar su vacuna. Ya fuera que recibiera la vacuna o un placebo, me explicó, se esperaba que continuara mi rutina normal, que para mí también consistía en trabajar desde casa y usar cubrebocas cuando salía.
“Pero, entonces, ¿qué caso tiene?”, pregunté.
“Queremos que participes porque eres diabética”, dijo. “Necesitamos saber si la vacuna es segura para los diabéticos”.
Además, agregó que Moderna necesitaba más participantes de las minorías. Si me daban el placebo y Moderna decidía que su vacuna sí funcionaba, me administrarían la vacuna verdadera. Y si otra farmacéutica desarrollaba una vacuna primero, no se me podría impedir que me administrara esa y me retirara del ensayo de Moderna, me comentó Qadir.
Así que el miércoles dos de septiembre, llegué a la Universidad George Washington a la hora indicada con toda mi gloria de triple riesgo: mujer negra, diabética tipo 1, asmática. No había dormido la noche anterior. Mi nuevo temor era que la vacuna me diera un poco de coronavirus. Mi amigo Kendall Marcus, especialista en enfermedades infecciosas, me había asegurado durante una frenética llamada telefónica que la vacuna de Moderna no era una vacuna viva; a pesar de ello, yo no podía entender cómo se suponía que funcionaba.
En la universidad, David Diemert, el especialista en enfermedades infecciosas que está dirigiendo el ensayo, me explicó paso a paso la ciencia de la vacuna.
Las vacunas habituales contra los virus están hechas de virus debilitados o muertos, pero la que yo iba a recibir, según dijo, era una vacuna de ARNm, que no se elabora a partir de un virus de COVID-19, muerto o no. En vez de eso, la vacuna incluía un segmento de ácido ribonucleico mensajero, o ARNm, que con suerte incitaría a algunas de mis células a producir una proteína viral, la cual podría desencadenar una respuesta inmunitaria y hacer que mi cuerpo produjera anticuerpos. Todo era nuevo; nunca antes se había probado una vacuna así.
“En esencia, estás engañando al sistema inmunitario para que produzca anticuerpos”, dijo Diemert. “Por lo tanto, si posteriormente quedas expuesta a la COVID-19, el sistema inmunitario la reconocerá, dirá: ‘Momento’, y luego atacará”.
Elissa Malkin, profesora asistente de investigación, me dio un hisopo nasal para el coronavirus (me sacarían del ensayo si la prueba salía positiva) y me hizo un examen físico. Los investigadores incluso me hicieron hacerme una prueba de embarazo, que insisten en aplicar a todas las voluntarias. También me sacaron sangre y llenaron los pequeños viales mientras yo miraba incómoda.
Malkin dijo que había dejado de ver las noticias porque toda la cháchara sobre la politización del proceso de desarrollo de la vacuna y sobre si se produciría una para el día de las elecciones era una distracción. “Te despiertas emocionada y motivada” para trabajar en la ciencia de vanguardia, dijo, “pero luego tienes que alejarte de las noticias”.
La Universidad George Washington ya había vacunado a 129 personas desde que comenzó su parte de los ensayos. Yo sería la número 130. En total, Moderna planeaba inscribir a 30.000 personas en su ensayo. La mitad recibiría la vacuna real y la otra mitad el placebo. El protocolo exigía dos inyecciones espaciadas con un mes de diferencia.
Por fin llegó el momento de mi inyección, que fue cuando las cosas se pusieron un poco raras.
“Ahora te dejaremos, porque este es un estudio doble ciego y no debemos ver”, dijo Malkin. “Se te asignará la vacuna o el placebo de manera aleatoria”, agregó.
Se fue antes de que pudiera pedirle que tradujera lo que acababa de decir y dos enfermeras llegaron con mi vacuna. La primera enfermera se fue y la segunda, Linda Witkin, me preguntó si era diestra o zurda y luego procedió a inyectarme el brazo derecho.
“¿Cuál me tocó, la vacuna o el placebo?”, pregunté. Ella me miró; era evidente que mis preguntas la incomodaban.
Más tarde descubrí que “doble ciego” significa que nadie sabe si recibiste la vacuna o el placebo excepto la persona que te inyecta, en mi caso, Witkin. Diemert y Malkin no sabían. Molestar a la persona que administra la inyección está muy mal visto. Witkin me lo había dejado claro sin decir nada, con solo una mirada de desaprobación. Nunca me habló.
La aguja entró en mi brazo. Sentí poco más que un pellizco. Me hicieron quedarme 30 minutos más para controlar mis signos vitales y después me enviaron a casa con una bolsa de regalo que incluía un termómetro digital, instrucciones para llenar un diario electrónico todas las noches para vigilar mis síntomas, un poco de desinfectante para manos y una tarjeta de regalo con 100 dólares, mi primer pago por donar mi sistema inmunitario a la ciencia. El 28 de septiembre tengo que regresar por la segunda inyección.
Con el ensayo de Moderna, los efectos secundarios reportados hasta ahora han sido los habituales: fiebre, escalofríos, dolores musculares y articulares. Hasta ahora, nadie ha caído muerto, lo que tomé como una buena señal (AstraZeneca detuvo su ensayo de la vacuna esta semana después de que un participante desarrolló síntomas neurológicos graves tras recibir su vacuna, la cual, a diferencia de la de Moderna, se elaboró a partir de un virus diseñado para portar genes de coronavirus).
La noche después de mi inyección, me tomé la temperatura: 36,3 grados Celsius. Me palpé debajo de los brazos para detectar si tenía hinchazón glandular, pero solo sentí un leve dolor en las articulaciones. Un par de días después, durante el primer fin de semana de septiembre, fui a acampar a la Costa Nacional de la isla Assateague y me golpearon unas olas muy fuertes. Cuatro días después de mi primera inyección de la vacuna, me dolían todos los músculos, pero no sé si fue porque me revolcaron las olas o por la vacuna.
“Oigan, me dieron el placebo, ¿verdad?”, le pregunté a Diemert el miércoles, durante mi primera revisión una semana después. “No puedo creer que pasé por todo esto y recibí el placebo”, comenté.
Me dijo que la vacuna real era más “viscosa” que el placebo, por lo que ni él ni Malkin podían estar en la habitación en el momento en el que me la administraron, pues la habrían identificado fácilmente. Así que no podía responderme porque el programa de doble ciego está destinado a proteger a los médicos como él de pacientes como yo. Me advirtió que no fuera a acosar a Witkin si alguna vez la volvía a ver. También mencionó que la mayoría de la gente reaccionaba más a la segunda inyección que a la primera.
Mandé un mensaje a mi camarilla de reporteros: “No me siento diferente”.
Como siempre, no me ayudaron en nada. “Deberías ir a un evento de supercontagio y comprobarlo”, me contestó alguien.