Aún enfermo y dependiente de un potente coctel de medicamentos antivirales y esteroides, el presidente estadounidense, Donald Trump, convirtió su regreso a la Casa Blanca altamente coreografiado en otro ejemplo vívido del tema recurrente de su presidencia: la negación de hechos evidentes cuando no se alinean con sus necesidades políticas.
Su mensaje del 5 de octubre por la noche y reiterado el día siguiente fue que los estadounidenses no tenían nada que temer del coronavirus, lo cual negó lo obvio: la enfermedad, que dijo desaparecería cuando el clima se volviera más cálido en la primavera, “como un milagro”, ya le ha segado la vida a más de 210.000 de sus compatriotas.
Trump, en realidad, no estaba diciendo nada nuevo —ha minimizado los efectos del virus desde enero— y su presidencia ha sido definida, de muchas maneras, por su desestimación de gran parte de las mayores amenazas que enfrenta Estados Unidos. Su preocupación por demostrar fortaleza o por reacomodar los hechos para reforzar su visión del mundo lo ha llevado, una y otra vez, a minimizar, ignorar o burlarse de todo, desde el cambio climático hasta la interferencia rusa en el proceso político estadounidense.
El propio Pentágono de Trump declaró en un informe el año pasado que el calentamiento global era un importante “problema de seguridad nacional” que podría generar inestabilidad en el futuro en todo el mundo, pero para Trump sigue siendo una teoría, algo que debe eliminarse de los informes gubernamentales y justificarse cuando el oeste del país estalla en incendios forestales.
Sus agencias de inteligencia han determinado que el arsenal nuclear de Corea del Norte se ha expandido de manera significativa durante la presidencia de Trump. Pero para el presidente, ese arsenal —del cual dijo en 2017 que podría obligarlo a emprender una acción militar que iba a generar “fuego y furia como nunca antes ha visto el mundo”— no vale la pena ni mencionarlo hoy. Cuando se le pregunta al respecto, invariablemente cambia la conversación hacia su relación con Kim Jong-un, el líder norcoreano.
La incesante oleada de ciberataques de Rusia, muchos de ellos dirigidos al centro del proceso político estadounidense, ha preocupado a los funcionarios militares y de inteligencia decididos a evitar que Vladimir Putin interfiera en otras elecciones. Pero eso no le preocupa a Trump, quien ha dicho que no tiene motivos para desconfiar de las negaciones del líder ruso de que Moscú esté involucrado.
Según Richard Haass, presidente del Consejo de Relaciones Exteriores, Trump ha abrazado el “negacionismo” en prácticamente todos los frentes, como si con desear que los problemas desaparecieran se pudiera sustituir la política y la acción.
“El negacionismo es un patrón”, dijo Haass, quien trabajó con varios presidentes republicanos en el Consejo de Seguridad Nacional y el Departamento de Estado. “Es omnipresente. Y el temor entre amigos y aliados es que todo esto no se limite a Trump, sino que refleje cómo este país no solo ha cambiado, sino ha cambiado para peor”.
“Han puesto su seguridad en nuestras manos”, dijo Haass, autor de “The World: A Brief Introduction”, “y ahora están cuestionando esa sabiduría, en el mismo momento en el que nuestros adversarios nos ven divididos y distraídos”.
Es un patrón distintivo que comenzó en las primeras horas del gobierno de Trump, cuando el nuevo presidente se enfureció ante las fotografías publicadas por el Servicio de Parques Nacionales que sugerían que la cantidad de personas que asistieron a su investidura fue muchísimo menor que la de investiduras de presidentes anteriores, incluyendo la de Barack Obama. Luego vino su búsqueda por encontrar 3 millones de votos fraudulentos, todo para intentar negar que había perdido el voto popular, incluso tras ganar el Colegio Electoral.
Algunos de esos momentos fueron risibles, como la vez que se utilizó un marcador Sharpie para alterar los mapas del Servicio Meteorológico Nacional del rumbo del huracán Dorian el año pasado, todo para justificar la declaración errada de Trump de que la tormenta se dirigía a Alabama.
Todo eso generó gran material para los comediantes de la televisión nocturna. Pero luego, en marzo, cuando el virus vació las oficinas y comenzó a azotar las ciudades de Estados Unidos, el negacionismo pasó de ser de vida o muerte a simplemente mortal.
El propio Departamento de Salud y Servicios Sociales de Trump, con la ayuda del personal de la Casa Blanca, se había preparado para una pandemia de influenza que muchos expertos habían considerado inevitable. Incluso habían realizado un simulacro de un mes de duración, llamado “Crimson Contagion” (contagio carmesí), que establecía cómo debía responder el gobierno si un virus —que es un poco diferente al coronavirus— que se originara en China llegara a territorio estadounidense a través de vuelos directos llenos de turistas, estudiantes, ejecutivos de empresas y estadounidenses que regresan al país.
Pero el ejercicio de simulación había ignorado un elemento clave: un presidente que había dejado en claro que no quería escuchar noticias que pusieran en peligro la expansión económica, especialmente en un año electoral.
“Nadie nunca contempló cifras como estas”, dijo Trump a mediados de marzo, cuando su primera afirmación de que el virus estaba bajo control comenzaba a colapsar a su alrededor.
Pero, de hecho, sí las habían contemplado: solo que Trump simplemente no había querido reconocer esas cifras. Trump siguió minimizando las víctimas al afirmar que estaba seguro de que las muertes no pasarían de 60.000 y al crear una cultura en la Casa Blanca donde el uso de cubrebocas era considerado una debilidad, en vez del equivalente pandémico de abrocharse los cinturones de seguridad.
Cualquiera que pensara que Trump podría ser escarmentado por su experiencia personal con el coronavirus, desde la caída de sus niveles de oxígeno hasta su evacuación en helicóptero al Centro Médico Militar Nacional Walter Reed, recibió una dosis de realidad cuando el presidente insistió en que lo pasearan en auto alrededor del hospital para saludar a sus simpatizantes, sin importar el riesgo para su personal de protección que estaba junto a él en una limosina blindada diseñada para no permitir el ingreso de aire externo.
Sin embargo, fue su regreso a la Casa Blanca lo que mostró que Trump estaba decidido a convertir su infección de una vulnerabilidad en otra señal de fortaleza, de triunfo. Declaró que Estados Unidos debía simplemente seguir adelante, incluso mientras su secretaria de prensa anunciaba que también había contraído el coronavirus.
Además, su dramática remoción del cubrebocas mientras regresaba a la Casa Blanca, aun sabiendo que se toparía con miembros del personal apenas entrara, cementó su determinación de negar los riesgos, no para él, sino para los que trabajan para él.
En este momento, Trump preside un poder ejecutivo que está funcionando a media máquina. La mayoría del Estado Mayor Conjunto está aislado. Su principal asesor económico, Larry Kudlow, está trabajando desde casa porque tiene comorbilidades, y su personal también está manteniendo la distancia.
En resumen, no hubo nada que el presidente estuviera haciendo en la Casa Blanca, admitió uno de sus asistentes, que no pudiera haber hecho desde la enorme suite presidencial en Walter Reed. Excepto que no se hubiera visto “bien”: hubiera lucido como si Trump estuviera enfermo.