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Se casó con una sociópata: yo

Se casó con una sociópata: yo
Se casó con una sociópata: yo . Ilustración:  Brian Rea/The New York Times

Como esposa y madre, he aprendido a decir la verdad, por lo que siempre sé cuando mi esposo está mintiendo.

Mi esposo trataba de decirme que yo era “la única” para él.

“No le mientas a una mentirosa”, le dije.

No fue una respuesta muy romántica, lo admito. Sin embargo, no soy romántica, sino sociópata.

Mi esposo lo sabe, desde luego. En cuanto a mí, desde que tenía 7 años supe que no era como los otros niños. No me importaban las cosas como a ellos. Era una niña (mi nombre, que suena masculino, Patric, viene de Patricia) que casi nunca sentía nada. No fue sino hasta la universidad que un terapeuta me dijo lo que había sospechado desde hacía mucho: mi falta de emoción y empatía son características de la sociopatía. Unos cuantos años después, los médicos confirmaron mi diagnóstico.

Los seres humanos no están diseñados para funcionar sin tener acceso a las emociones, así que los sociópatas a menudo nos volvemos destructivos con el fin de sentir cosas. Solía entrar a casas ajenas o robar autos para sentir la ráfaga de adrenalina de saber que estaba en un lugar donde no debía… solo lo hacía para sentir algo, punto.

No me tomó mucho tiempo darme cuenta de que esa no era una estrategia de vida eficaz. En vez de arriesgarme a terminar en la cárcel (o algo peor), utilicé mi diagnóstico para impulsar mi deseo de ser doctora en Psicología.

Como muchas personas, me di una primera idea de cómo son los sociópatas mediante la cultura pop, que nos presenta como individuos especialmente peligrosos y amenazantes cuyo estado emocional impávido y falta de remordimientos los vuelve incapaces de vivir con normalidad. No fue sino hasta que comencé mi investigación en la escuela de posgrado cuando aprendí que los sociópatas existen en un amplio espectro, como muchas personas con desórdenes psiquiátricos. Es posible encontrarnos en cualquier lugar de la vida cotidiana como colegas, vecinos, amigos y, a veces, miembros de tu propia familia.

Mi esposo y yo salíamos en la preparatoria y nos volvimos a encontrar en la universidad. Podrías pensar que mi falta de sinceridad, mi pobreza emocional, mi carencia de vergüenza y culpa, así como respuesta empática reducida, impedirían que entrara en la categoría de “chica de ensueño”. Quizá porque él y yo habíamos crecido juntos y él ya conocía mi lado “malo”, se mantuvo en negación durante años acerca de la posibilidad de que yo sufriera algún tipo de problema psicológico real. Sin embargo, trece años después, aún estamos enamorados y felizmente casados.

Pero, ¿soy “la única” para él? Definitivamente no.

Mi esposo se había enamorado de una colega del trabajo. Era obvio, y entendí por qué. Ella era todo lo que yo no: considerada, amable, compasiva. Dudo que alguna vez haya tratado de ahorcar a alguien, a diferencia de mí.

Se comportaba de manera apropiada en las fiestas, agradecía los cumplidos y el afecto. Su encanto era auténtico y su oscuridad, de tenerla, era un elemento con el que los demás podían identificarse. No era como mi oscuridad. Tenía sentido que le gustara. Harían una excelente pareja. ¿Entonces por qué no lo admitía?

Él sabía que no me tomo las cosas personalmente. Esa es una de las ventajas de estar casado con una sociópata: no me pongo celosa. Él sabía que, si me dijera que le gustaba, lo escucharía y me identificaría con él sin tener reacciones. Incluso podría terminar ayudándolo a deshacerse de su culpa de estudiante de escuela católica. Todo lo que debía hacer era ser honesto.

Yo diría que, cuando eres sociópata y estás casado, especialmente con hijos, la honestidad es aún más esencial que para las personas que tienen relaciones “normales”. Como sociópata, tenía dificultad para dar prioridad a decir la verdad pero, como esposa y madre, me esforcé por aprender.

Fuera de mi familia, mi lealtad a la verdad es lo que me ha permitido conectarme con otras personas. Como doctora que se especializa en la investigación en materia de sociopatía, valoro la credibilidad y la integridad como mi más grande activo.

Desde luego, no ha sido fácil. La gente dice querer total honestidad de parte de su pareja o esposo, pero he descubierto que no siempre están contentos cuando la obtienen, especialmente cuando esa honestidad viene de un sociópata.

A mi esposo jamás le encantaba escuchar que había pasado todo el día en casa de un extraño sin que esa persona lo supiera o que había cometido alguna que otra fechoría. Sin embargo, su verdadera furia quedaba reservada para el hecho de que jamás me sentía culpable de esas cosas.

Para mi esposo, la culpa es una fuerza impulsora. Sus años de formación se vieron afectados por su madre autoritaria y enfermiza. Y después se casó con alguien que parecía inmune a la culpa. Quería saberlo: ¿por qué nunca me importaba lo que pensaran los demás? ¿Por qué la culpa jamás limitaba mi comportamiento?

Durante mucho tiempo, estuvo molesto. Pero terminó por entender que no era mi culpa y que nací con una capacidad reducida para sentir remordimiento. Y no era su culpa que su madre estuviera vinculada a él de manera tan negativa.

Unos cuantos años después de que nos casamos, mi comportamiento comenzó a cambiar gracias a que él me animaba. Jamás experimentaría la vergüenza de la misma manera en que otras personas, pero aprendería a entenderlo. Gracias a él, comencé a comportarme. Dejé de actuar como sociópata.

Y, gracias a mí, comenzó a ver el valor de no preocuparse tanto de lo que piensan los demás. Se daba cuenta de la frecuencia con que la culpa lo movía, a menudo en direcciones poco sanas. Jamás sería un sociópata, pero vio que algunos rasgos de mi personalidad eran valiosos.

Aprendió a decir “no” y decirlo en serio, especialmente cuando se trataba de actividades que estaba haciendo solo por obligación: visitas familiares o reuniones festivas que no disfrutaba pero que no podía rechazar. Comenzó a reconocer cuando lo estaban manipulando. Se daba cuenta cuando las emociones nublaban su juicio.

Qué pareja somos. En efecto, ha habido obstáculos. No siempre es paciente. No siempre me comporto. Y en esas ocasiones, le dejo un símbolo sobre el escritorio para que sepa que hice algo malo (alguna travesura menor como agregar productos vergonzosos al carrito de una persona que se metió en la fila). El símbolo que le dejo es una cosa insignificante, una figura de la Estatua de la Libertad sacada de un llavero. Si alguien más la viera, no pensaría nada al respecto. Pero él sabe qué significa.

Cuando dejo la figura en su escritorio, significa que hice algo malo. En cuanto la ve, me busca, me da un beso y la pone en mi bolso. Muchas veces no me pregunta qué hice, pero, si lo hace, sabe que puede confiar en que seré honesta. Y yo también lo sé, así que jamás me paso demasiado de la raya.

Por eso, el hecho de que negara su enamoramiento de oficina me parecía tan confuso.

Por primera vez en nuestra relación, no era mi interpretación de la verdad lo que causaba un cambio en nuestro matrimonio, sino la suya. Aunque resulte difícil de creer, podía identificar la causa de su deshonestidad. En los días buenos, casi me parecía entretenido. Sus torpes mentiras inocentes eran como las de un niño, y casi me provocaban la misma ternura.

Esos días quería abrazarlo por ser tan lindo. “¿Ves lo que estás haciendo?”, quería decirle. “No estás siendo honesto acerca de tus sentimientos. Estás mintiendo. ¿Y eso cómo es distinto de lo que yo solía hacer?”.

Y tan solo así, habría aprendido una lección sobre la empatía, impartida por una sociópata, ¡ni más ni menos! Y nos habríamos reído y entendido mejor, y habríamos vuelto a compartirlo todo. Al menos eso me gustaría pensar. Después de todo, mi esposo fue el que dijo que debemos ser honestos en todo momento. Y él era quien insistía en que confesara todo cada vez. ¿Entonces por qué no estaba aplicando las mismas reglas en su caso?

Yo he tenido que ser honesta sobre todo, incluso cuando no quiero serlo o especialmente en esos momentos. Es difícil, frustrante, confuso y molesto, pero lo he hecho por él, ¡por nosotros! Si no estaba dispuesto a hacer lo mismo, ¿entonces qué? ¿Debía dejarlo? ¿Debía volver a ser deshonesta? ¿Debía esperar a que él me dejara?

En los días malos, esas eran las ideas dominantes, cuando no podía evitar preguntarme: ¿así se siente el miedo?

Creo que sí. Mi esposo me mentía. Me hacía parecer una loca. Se escondía. Actuaba como sociópata. ¿Y no es así como se define a los sociópatas, como mentirosos que no pueden sentir empatía? En esos días, vi cómo era estar casado con alguien como yo. Y la ironía casi resultaba deslumbrante.

Aun así, no pude evitar sonreír al pensar en el futuro, en los días en que podríamos bromear acerca de la época en que casi terminamos porque comenzó a comportarse como sociópata. Y, al hacerlo, mi esposo finalmente me estaba enseñando lo que he estado tratando de aprender toda mi vida: la empatía.

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