La constitución de Pinochet necesita una reforma profunda, pero el proceso no está exento de riesgos.
El 25 de octubre, los chilenos votarán para rechazar o aprobar el comienzo de la creación de una nueva constitución. Los ciudadanos de más países deberían hacer lo mismo. La actual Constitución chilena, escrita durante el régimen autoritario del dictador Augusto Pinochet, ha protegido intereses conservadores y al ejército, y ha reprimido la disidencia política durante 40 años.
La lucha de Chile con su pasado autoritario no es única. Los países con democracias recientes, como Birmania, Corea del Sur y Turquía, se han regido por constituciones autoritarias durante años o incluso décadas. Mi investigación indica que más de dos terceras partes de las transiciones políticas a la democracia desde la Segunda Guerra Mundial —en más de 50 países— han ocurrido bajo constituciones escritas por el régimen autoritario saliente. En algunas naciones, como Argentina, que han oscilado una y otra vez entre la democracia y la dictadura, varias transiciones democráticas han sido guiadas por constituciones redactadas por gobiernos autoritarios.
La persistencia del autoritarismo por vía constitucional en una democracia es una receta para la desigualdad y el descontento democrático. Las democracias con constituciones promulgadas en épocas autoritarias tienen sistemas de transparencia y rendición de cuentas frágiles y una participación ciudadana insuficiente en la formulación de políticas. Además, sus sistemas políticos favorecen a las élites vinculadas al antiguo régimen y no a los ciudadanos de a pie.
La desigualdad en Chile está en un nivel similar al de la época de Pinochet en tanto que el tráfico de influencias por parte de los ricos —algunos de los cuales adquirieron sus fortunas por medio de conexiones con Pinochet y la privatizaciones de empresas estatales— es ubicuo.
Esta mezcla tóxica explotó hace un año desatando manifestaciones callejeras generalizadas que trastocaron la reputación que el país se había forjado como un modelo de estabilidad y progreso en América Latina a lo largo de cuatro décadas de economía de mercado. Desde entonces, la reputación de Chile solo ha empeorado debido a la respuesta deficiente del país a la pandemia. Incluso dentro de una región gravemente afectada por la COVID-19, Chile no tardó en destacar como un foco de contagio, con tasas de infección per cápita entre las más elevadas del mundo.
Este hecho refleja una vez más cómo Sebastián Piñera, el multimillonario presidente empresario de Chile, está sumamente desconectado de la manera en que viven la mayoría de los chilenos. La pandemia ha devastado barrios pobres donde la gente vive hacinada, los servicios de salud son limitados y los ciudadanos no pueden darse el lujo de refugiarse en casa.
El plebiscito para convocar una convención constituyente en Chile podría derivar en un nuevo documento que acerque más el liderazgo al pueblo con una descentralización del sistema político y la introducción de mecanismos formales de consulta ciudadana y referendos. También podría ampliar los derechos de los sindicatos, consagrar la atención médica y la educación como derechos fundamentales, garantizar la igualdad para las mujeres y otorgar mayor autonomía a los pueblos indígenas.
El gobierno de Piñera está consciente de esto y está tomando medidas para oponerse a un cambio político radical. Los activistas informan que el gobierno ha usado la pandemia como un pretexto para intensificar la represión y callar a la oposición. Apenas la semana pasada, se difundió un video que mostraba a un policía empujando a un adolescente hasta hacerlo caer de un puente durante una protesta, lo cual provocó una indignación generalizada. Esto se suma a las agresiones brutales que las fuerzas de seguridad ya habían ejercido en contra de los manifestantes en otoño del año pasado.
Chile es un ejemplo de cómo los dictadores que redactan constituciones pueden dejar de lado los intereses del pueblo. La Constitución chilena protegió a los militares y a sus aliados del régimen autoritario cuando entregaron el poder en 1990. Les concedió a los altos mandos del ejército escaños en el Senado, les otorgó a los militares la autoridad de elegir al comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y desvió el 10 por ciento de los enormes ingresos del cobre de Chile al presupuesto del ejército. También les brindó amnistías a Pinochet y a otros generales, estableció un sistema electoral diseñado para sobrerrepresentar a los partidos conservadores y prohibió la participación de los partidos de extrema izquierda.
Con el correr de los años, ha habido varias reformas constitucionales. En 2005, se fortaleció el control civil sobre la milicia y se eliminaron los escaños vitalicios designados en el Senado. Aun así, los umbrales de mayoría cualificada para las reformas han protegido muchos de sus elementos básicos.
La mayoría de los manifestantes chilenos y sus simpatizantes están motivados por cuestiones de primera necesidad, como mejores salarios, igualdad de género, mayor acceso a los servicios de salud y atención médica de calidad, reforma de las pensiones, más derechos para los pueblos indígenas, acceso a transporte público asequible y educación pública gratuita. Sin embargo, también quieren tener una voz política y ser respetados por las instituciones de gobierno, que desde hace mucho se han enfocado en equilibrar presupuestos, atraer inversión y preservar la estabilidad.
Los manifestantes consideran que una nueva constitución es la clave para satisfacer estas demandas. El statu quo está extremadamente desacreditado: los índices de aprobación del Congreso y del presidente son significativamente bajos. Una convención constituyente puede llenar el vacío de liderazgo actual al incluir a los ciudadanos en un proceso de consulta para dirigir al país hacia el futuro y enaltecer sus principales intereses para dar nueva forma a su liderazgo político.
El proceso de reforma no necesariamente tiene que descarrilar el estatus de Chile como una fuerza económica en la región. Un sistema político más inclusivo que promueva los intereses de la mayoría de sus ciudadanos también puede beneficiar a los empleadores mediante estabilidad política y una fuerza laboral más feliz y saludable. Algunas de las democracias más antiguas y desarrolladas del mundo, como Suecia y Dinamarca, anularon sus constituciones autoritarias y se embarcaron en un camino rumbo al éxito.
No obstante, el proceso conlleva riesgos. En vista de que el plebiscito inicial programado para abril se pospuso y el debate continúa, se ha incrementado el riesgo de que grupos radicales de la izquierda o la derecha se apropien del discurso.
Muchos manifestantes actuales predijeron este riesgo desde un inicio, por lo que centraron sus esfuerzos en organizar miles de foros de debate para involucrar a sus vecinos, así como a través obras de arte gráfico y música para transmitir y difundir su mensaje. Otros, sobre todo las mujeres, se organizaron en grupos de decenas de miles en torno a una demanda amplia de inclusión para garantizar que sus voces sean escuchadas. Sin embargo, desde que las reuniones presenciales están restringidas por la pandemia, los foros en línea y las redes sociales han cobrado más relevancia y han subido el volumen de voces extremas pero bien financiadas.
Otras democracias que viven bajo el yugo de constituciones escritas por regímenes autoritarios deberían seguir el ejemplo de Chile. Esto no siempre es fácil. Birmania programó un referendo nacional para reformar su Constitución, promulgada por el ejército en 2015. No obstante, los militares, que habían conservado una cuarta parte de los escaños en el Congreso y fijado el umbral para enmendar la Constitución en más de tres cuartas partes, ayudaron a socavar los cambios más importantes y el referendo se pospuso de manera indefinida.
Otras naciones han obtenido mejores resultados. Colombia se deshizo de una constitución autoritaria en 1991 y apuntaló su democracia. Aunque en el país sigue habiendo desigualdad y problemas relacionados con la guerra civil, como la restitución de tierras, su Constitución ha proporcionado una plataforma para que hasta los ciudadanos marginados puedan proteger sus derechos básicos mediante un sencillo mecanismo legal conocido como acción de tutela. Túnez remplazó una Constitución autoritaria en 2014. Lo mismo sucedió en varios de los antiguos Estados satélite de la Unión Soviética, como Bulgaria, República Checa y Georgia (por desgracia, Viktor Orbán se ha apropiado del proceso de reforma en Hungría para atrincherar su poder político).
Si la reforma constitucional de Chile allana el camino hacia una democracia más auténtica, servirá de ejemplo para que otras nuevas democracias que enfrentan desafíos similares —como Indonesia, Guatemala y Perú— hagan lo mismo.
Michael Albertus es profesor asociado de ciencias políticas en la Universidad de Chicago y autor de
Authoritarianism and the Elite Origins of Democracy
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