Es un lugar común: el mundo ha cambiado, nuestra vida ha cambiado, mi vida ha cambiado. Pero me quedaré con lo que subyace a todo eso, nuestro inevitable deseo de gregarismo.
PHOENIX, Arizona — Esta es una columna extraña, por personal. En 2020 todos bebimos —respiramos— la misma historia: una pandemia brusca y brutal que enferma a millones, mata en días, hundió la economía global y nos confinó tanto en nuestras casas como en el miedo, la conspiranoia, la distancia. La hemos revisitado desde cada ángulo posible y llamado a la acción con un ruego coincidente: cuiden y cuídense.
Así que el tema de esta historia es usual, pero no la aproximación. Más que un texto de opinión del Times, esta es una carta a mí mismo: el desmadejamiento de ideas que van y vienen en la noche cuando apoyas la cabeza en la almohada después de un suspiro hondo. En un punto, quizás, tal vez, sea una carta para todos. Un balance de fin de año de un año desbalanceado.
Supongo que en el resumen de 2020 todos incluiremos, con certeza, cuán trascendentes pueden ser las cosas simples que antes llamábamos “lo cotidiano”. Podría enumerar lo vano y mundano: un café en una acera, ir a bailar o al estadio, salir de casa sin preguntarte si llevas de regreso el virus infeccioso. Pero me quedaré con lo que subyace a todo eso, y es nuestro inevitable deseo de gregarismo.
Muchos compartimos la sensación de que el mundo ha cambiado. Y aun así esa es una idea demasiado grande e inasible, un lugar común. Nuestra vida ha cambiado, mi vida ha cambiado. Eso, ahí: más pequeño y más visible.
Antes del virus, yo solía viajar la mitad del año. Ahora viajo casi nada más que para ver a mis hijos, que viven en países distintos. Antes, subirse a un avión era como ponerse en fila para entrar a un metro. Ahora es tenso, como si cada uno fuera una temible bomba biológica para los demás. Ya no quiero viajar demasiado: solo quiero ver a mis hijos. Como pocas veces he comprendido que mi vida se puede apagar en un acto efímero y que ellos son la única forma de amor puro que sé atesorar. No arriesgaría un descuido por egoísmo.
Hemos rogado cada mes del año para que el año se acabe cada mes. Hemos llorado, gritado, maldecido. Hemos visto sucumbir demasiado. Vidas, honores, posibilidades. De los héroes —el anónimo personal sanitario y los trabajadores llamados esenciales que mantienen al mundo andando— hemos hablado hasta con el silencio, porque esa gente nos ha mantenido vivos, pero no debemos cansarnos de señalar a quienes cometieron errores cuando no debían. La subestimación de la pandemia fue —es— el peor. Cientos de miles de muertos después, un número inconcebible de personas pretende que el daño no es tan severo. La ignorancia es prepotente y puede ser inconscientemente criminal, pero quien sabe y niega debe asumir su deshumanización.
¿Será 2021 parecido a 2019 o una copia más o menos peor de 2020? Tal vez tengamos un mundo más injusto, aun sin quererlo. La reacción después de la crisis hablará de nosotros tanto como esta mismísima mala hora. Cuando todo haya pasado será fácil olvidar y ocuparnos solo de nosotros. La rutina. La, dizque, normalidad. ¿Habremos ahora alimentado una falsa sensación de comunidad? ¿Una solidaridad catódica, insostenible cuando volvamos a rozarnos los codos?
Quién sabe. Por ahora, no puedo pensar en mucho más que en el tiempo perdido, los amores extraviados, las horas idas. La vida no vivida de un modo elegido. Todos hemos tenido tristeza, angustia; quizás, depresión. Al final, temprano o tarde, nos hicimos a la idea de que esa vida no elegida no podía ser una no-vida. No hemos ido a combatir en una guerra. Nada más resistimos para sentirnos vivos.
Siempre resentí los deseos de paz y amor. Vacuos, clichés, saludos de ocasión. Pero en estos tiempos revisé el sentido. “Paz” sigue siendo un significante vacío, pero ¿“amor”? Dioses, quieran y quiéranse. He visto a decenas de personas narrar en las redes sociales la pérdida de una madre, un hijo, hermanos, sus parejas. Exhiben sus dramas allí para que otros estén alertas de que no es una broma lo que nos inunda los pulmones y envenena la sangre. Y los he visto recibir el cariño digital, que jamás sentí frío por su condición electrónica sino revestido de la proximidad de quienes saben que un like puede significar estoy ahí. Gente queriendo gente del modo que puede.
Por supuesto, conversamos a diario con nuestros afectos —tal vez más que nunca— y somos conscientes de que la pantalla no reemplaza el cuerpo a cuerpo. Nadie es iluso. Extrañamos las formas más sublimes de la intimidad: familiaridad, amistad, amor. El abrazo a un amigo, los ojos acuosos de tus viejos, reír con tus hijos si están lejos de casa —llorar, regañar, fantasear: todo con tus hijos—; el amor, la caricia de los otros. Los chistes tontos en nuestro oído. El olor ajeno.
Pero hemos aprendido a vivir con lo que tenemos. Son tiempos de mínimos. Vivir en sociedad —en el sentido de ser solidarios— ha significado aceptar cierta forma del aislamiento. Ya volveremos. Mientras, nos emparchamos el amor con veinte minutos de Zoom al día e inventamos formas de la diversión para convertir a Twitter en un bar. Como astronautas en nuestro propio planeta, las pantallas hicieron de ventana al mundo y la ternura.
Y si ha de ser así, que sea. Hoy no haya mejor voto de afirmación de nuestra responsabilidad como ciudadanos —de nuestras familias, barrios, ciudades: mundo— que quedarnos solos. Brindar a través del cristal simulando la cercanía de los astronautas. Lo hemos hecho por un año, no tiene porqué ser distinto en estos días: es solo una semana más. Ya habrá tiempo para querernos en persona, pero para eso tenemos que seguir vivos: cuidar y cuidarnos. Aun en la distancia eléctrica de las pantallas, te digo que mi casa es tu casa.
Diego Fonseca es colaborador regular de The New York Times y director del Institute for Socratic Dialogue de Barcelona. Voyeur es su último libro publicado en España.