Necesitábamos relaciones alternativas

Necesitábamos relaciones alternativas
Necesitábamos relaciones alternativas. Foto, Brian Rea/The New York Times.

 

Un diagnóstico de cáncer en medio de la pandemia nos hizo improvisar una boda y unirnos a una comuna, donde nuestra familia de dos se convirtió en una de catorce.

En junio pasado, en vez de una cena de ensayo durante la noche previa a nuestra boda, Scott y yo organizamos una sesión de comedia en la azotea para reírnos de su pie derecho, que pronto sería amputado. Uno por uno, nuestros amigos se turnaron para caminar hasta el micrófono, limpiarlo y quitarse el cubrebocas antes de hacer bromas sobre la extremidad condenada de mi prometido.

“Al menos por el resto de tu vida, todo lo que hagas será considerado ‘valiente’”, dijo nuestro amigo Tank.

Unos meses antes, cuando los casos de coronavirus comenzaron a aumentar y la gente empezó a acumular papel higiénico, Scott tuvo un dolor de tobillo que no se le quitaba. Como la fisioterapia no ayudó, le hicieron una resonancia magnética. Como los resultados no fueron concluyentes le hicieron una tomografía.

Después de su primera visita al oncólogo ortopédico, Scott fue a la oficina recién equipada de nuestro pequeño departamento de San Francisco y dijo: “Me explicó que sí es un tumor óseo, tendré que operarme”.

“Podemos superar esto”, le dije. “Mucha gente se opera el tobillo, ¿no?”.

“Operar significa amputar”, precisó.

Después de múltiples biopsias durante muchas semanas (Scott dijo que se sintió como si fuera un escritorio de Ikea lleno de perforaciones), su médico llamó para informarnos el diagnóstico. Salimos de la autopista, nos orillamos y pusimos la llamada en altavoz. Era osteosarcoma, una forma rara de cáncer de huesos que afecta a unos 800 estadounidenses al año. Parecía haberse extendido y la tasa de supervivencia, a cinco años, del osteosarcoma multifocal es del 30 por ciento.

Después de que colgamos, Scott, un ingeniero de inteligencia artificial vegetariano y atlético, el tipo de persona que agrega cúrcuma a toda su comida, tomó mi mano. A nuestros 32 años, habíamos estado juntos cinco.

“No te preocupes”, me dijo. “Nunca he estado por debajo del 30 por ciento de nada. Pero si me pasa algo, quiero asegurarme de que tú estés a salvo. Casémonos ahora”.

Programamos la amputación por debajo de la rodilla de Scott para diez días después, un lunes. Nuestros amigos anunciaron que nos iban a organizar una boda en el parque Golden Gate, un día antes de la operación.

Quería una celebración el día de nuestra boda, aunque fuera de último momento, para que pudiéramos festejar la ocasión con alguien más que el personal administrativo de la oficina del condado. Scott, sin embargo, quería algo más acorde con su árido sentido del humor: una sesión de comedia para burlarnos de su pie. Así es como terminamos reunidos en una azotea contando chistes sobre amputaciones y haciendo malos juegos de palabras acerca de que Scott “metió la pata” antes de la boda.

Al día siguiente estábamos de pie, practicando el distanciamiento social, en el parque Golden Gate con nuestros amigos más cercanos, reunidos tras invitarlos con una semana de antelación. Miré a Scott, guapo con su traje azul marino, y me di cuenta de que ese era el último día en que tendría dos piernas y dos pies.

Veinticuatro horas más tarde, fui a verlo a la sala de recuperación posoperatoria. Puso una sonrisa tonta, provocada por el fentanilo, pero se desvaneció a medida que los medicamentos dejaron de surtir su efecto y comenzó lo que él llamó “el dolor bélico” de su operación. Poco después, las restricciones de visitas del hospital debido a la COVID-19 me obligaron a irme, y eché un vistazo por última vez al espacio en la cama donde había estado la parte inferior de su pierna.

Cuando desempaqué la maleta de Scott en casa, descubrí su zapato derecho enrollado en una bolsa de basura. Triste por eso y por todos los zapatos derechos que ya no necesitaría, los recogí todos y los metí en el fondo del armario.

Después de nuestra luna de miel (que pasamos en el séptimo piso del hospital, seguida de la mudanza de mi suegra al departamento de al lado durante dos semanas), recibimos más malas noticias: los otros puntos sospechosos significaban que tendría que someterse a seis ciclos de quimioterapia intensiva, durante los cuales tendría que vivir en el hospital. También necesitaría dos intervenciones quirúrgicas importantes para remover las lesiones.

Nos enfrentamos al año más difícil de nuestras vidas. Las precauciones para evitar la propagación de la COVID-19 harían difícil que amigos o familiares nos ayudaran o incluso nos visitaran, y el hospital solo permitía que Scott recibiera una visita al día. Miré hacia el futuro y me vi llegar noche tras noche a un departamento vacío, escapando de mi realidad con pizza y Netflix, y pensé: “No lo lograremos solos”.

Tratamos de salir adelante, pero tuvimos problemas. Una tarde, Kristen y Phil, dos buenos amigos, nos visitaron en nuestro patio trasero y por primera vez, comprendieron la gravedad de lo que estábamos enfrentando.

Poco después, nos invitaron a su casa en Oakland para cenar al aire libre, pero “su casa” requiere una explicación. Un par de años antes, fundaron una comunidad de copropietarios llamada Radish, donde una docena de personas de entre 20 y 30 años viven juntos. La mayoría tiene su propio departamento de una habitación, pero comparten los gastos de comida, las responsabilidades de cocinar y un espacio al aire libre con jacuzzi, fogón y hamaca. Estos días, trabajaban desde casa y adoptaban protocolos de COVID extremadamente estrictos.

Como investigadora de relaciones románticas, siempre me ha intrigado ese tipo de arreglos. Las parejas modernas esperan que una pareja romántica satisfaga todas sus necesidades, pero eso puede poner mucha presión en la relación. En 2015, un equipo de psicólogos, dirigido por Elaine Cheung, descubrió que depender de diferentes personas para satisfacer distintas necesidades conduce a relaciones más felices. Eli Finkel, también psicólogo, acuñó un nombre para ese tipo de relaciones: RA (relaciones alternativas).

Una RA puede ser un amigo o un miembro de la familia que satisface una necesidad que tu pareja no puede satisfacer: un atleta de triatlón que se ejercita contigo porque tu pareja no lo hace o un hermano a quien llamas para desahogarte sobre el trabajo porque tu pareja odia la política corporativa. Esta red de apoyo no es nueva, pero para muchos de nosotros se ha perdido.

Para que las parejas sobrevivan y prosperen, necesitan relaciones alternativas. Eso es especialmente cierto durante años de pesadilla como los que Scott y yo enfrentamos, que fueron exacerbados por la pandemia, la cual nos separó de nuestra red normal de apoyo.

Esa noche, mientras estábamos sentados en una mesa de pícnic en Radish, uno de los residentes trajo espárragos asados, una ensalada con semillas y bayas, y una bandeja de camotes, un fuerte contraste con toda la pizza fría y comida de hospital que habíamos ingerido. Mientras comía y reía, me sentí feliz y relajada por primera vez en meses.

Cuando nos subimos al auto para ir a casa, le dije a Scott: “Deberíamos mudarnos aquí”.

Scott y yo somos profesionales dedicados a nuestras carreras. Vivir en una comuna no había sido exactamente nuestro plan de vida. Por otra parte, nada de esto lo había sido. Así que nos adaptamos. Y después de meses de pérdidas, finalmente conseguimos una victoria: Radish tenía un departamento de una habitación en el primer piso. Tres semanas después nos mudamos.

La vida en Radish ha sido como encender las luces después de vivir en la oscuridad durante meses. Mi nueva familia, mucho más grande, y yo hemos cocinado cenas sofisticadas, nos hemos quejado de nuestros compañeros de trabajo complicados y hemos pasado horas haciendo que la piel se nos arrugue de tanto estar en el jacuzzi.

Scott todavía estaba confinado en gran medida en el hospital, pero yo, en lugar de ver una alfombra manchada de pizza al regresar a casa después de visitarlo, era recibida con abrazos y té. Y Scott recibía visitas regulares de muchas más personas.

Un domingo por la mañana, cuando Scott volvió a casa, me metí en la ducha antes de que se despertara. Allí, en los azulejos de porcelana blanca, había mechones de pelo corto y rojo. Los limpié y regresé a la cama, donde volteó a verme, medio dormido, y dijo: “Se me está cayendo el pelo”.

“Ya lo sé”.

“No quiero que las enfermeras me lo afeiten con un rastrillo sin filo”, dijo. Por la mañana, volvería al hospital para someterse a otra semana de quimioterapia.

Tuve la fuerza para aguantar la sesión de chistes sobre sus pies, y la boda de último momento, pero algo sobre la caída de su cabello me dejó destrozada, quizá porque me encanta su pelo rojo. Así que envié un mensaje de texto al grupo, y en minutos decidimos organizar una ceremonia de afeitado.

Esa noche, Misha puso canciones del musical “Hair”, mientras Lauren nos mostraba una serie de diapositivas con imágenes de hombres calvos y sexis. Todos nos turnamos para afeitarle la cabeza a Scott, pasando por una serie de mohicanos falsos antes de rasurarlo todo.

Al escuchar a Scott riendo, supe que lo lograríamos. Antes sabía, en teoría, lo importante que era tener relaciones alternativas en la vida, pero ahora estaba sobreviviendo gracias a ese tipo de nexo.

Una mañana, no hace mucho, mientras estaba escalfando huevos en la cocina comunal, Scott me envió un mensaje de texto: “¿Dónde están mis zapatos derechos?”.

No me imaginé que los volvería a necesitar, pero claro que sí lo haría, para su prótesis. Su primera prueba fue por la mañana. Nuestro compañero de casa, Alex —que, a diferencia de mí, es ingeniero de hardware deportivo— se había ofrecido a llevarlo.

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