“Televisión” no es un insulto. No es el tipo de palabra que se profiere en momentos de ira, se grita con resentimiento o se refunfuña con los dientes apretados. No es una palabra con carga emocional ni vinculada al desprecio, el oprobio o la furia. No es una palabra que tenga un tono. Al menos no en la mayoría de los contextos.
Pero en el fútbol, “televisión” es la palabra más insultante que puedas imaginar. Es objeto de desprecio, frustración y, a veces, odio. Los entrenadores y, ocasionalmente, los jugadores protestan contra su poder para dictar cuándo y con qué frecuencia se juegan los partidos. Resienten su escrutinio y su grandilocuencia. Nunca se menciona a la televisión como la raíz de algo placentero. La televisión no causa más que problemas.
No hay necesidad de ahondar mucho en la ironía y la hipocresía de esto. La televisión, por supuesto, también es lo que paga sus salarios. Es lo que los ha convertido en marcas y empresas. Gracias a la televisión los entrenadores pueden tener escuadras llenas de estrellas y se van con paquetes de compensación generosos cuando los despiden. La televisión y el dinero que paga para transmitir el fútbol son lo que hace posible todo el circo.
No obstante, en todo caso, el desprecio que sienten los futbolistas y entrenadores por la televisión palidece en comparación con el de la mayoría de los fanáticos. Ellos también se refieren a la televisión con un tono específico: para los hinchas, la televisión es la fuerza responsable de la erosión de los valores del juego, la impulsora de cambios no deseados y la raíz de todo mal.
Para muchos fanáticos, la televisión se ha convertido en casi lo opuesto a la tradición. Es la televisión la que ha hecho que se pierda el juego como era antes al distorsionar su forma para sus propios fines. Es por las necesidades de la televisión que los partidos se reparten a lo largo del fin de semana en lugar de realizarse todos la tarde del sábado, como era antes. Por culpa de la televisión, los fanáticos se ven obligados a trasladarse a lugares lejanos en horarios inconvenientes. A la televisión le debemos que el juego se sienta más distante, como una religión reducida a una forma más de entretenimiento.
Hay, y siempre ha habido, una jerarquía estricta de autenticidad entre los aficionados. En la cima están quienes siguen a su equipo a todos lados para apoyarlos cuando juegan como locales y como visitantes, quienes dedican incontables horas de su vida y todo su dinero a la gloria suprema de sus colores. Pueden ser ultras, en algunos casos, o miembros de un grupo organizado de hinchas, aunque no es necesariamente un prerrequisito.
Debajo de ellos están los que poseen un abono de temporada para los partidos locales. Un escalón más abajo se ubican varios tipos de fanáticos que van a los partidos: los que asisten con regularidad, los que van a veces y así sucesivamente, hasta que llegamos a lo más bajo, donde encontramos a los que siguen el juego, a su equipo, desde la comodidad de sus hogares a través de la televisión. Y ahí se empieza a oír ese tono de nuevo.
Tanto esa jerarquía como esa actitud están integradas en el panorama conceptual de la mayoría de los aficionados. Es lo más cerca que llega el fútbol a una verdad universal. Incluso las organizaciones más generales, las que hablan a favor de los derechos de los fanáticos y trabajan para proteger sus intereses, se sitúan entre el desinterés y el desprecio total a los “hinchas de sillón”.
En el último informe anual de la Asociación de Seguidores del Fútbol (FSA, por su sigla en inglés), un órgano importante y bienintencionado que representa a los fanáticos del fútbol en Inglaterra, hay una sección titulada “El infierno de la televisión”.
Así comienza: “En los años anteriores, este capítulo ha abundado en las penas que los cambios en las transmisiones han infligido en los fanáticos que van a los partidos. Desde cambios de último momento al horario de inicio de un partido hasta juegos de visitante realizados los lunes por la noche a unos 500 kilómetros de distancia, la relación de los hinchas con las emisoras de los partidos ha sido tensa y conflictiva”.
Lo que mencionaré a continuación no tiene como objetivo sugerir que alguna de esas quejas no tiene validez. Sería bueno pensar que, para cuando los fanáticos regresen a los estadios después de la pandemia, tanto las ligas como las emisoras de los partidos, tras darse cuenta dolorosamente en su ausencia de lo fundamentales que son para el espectáculo del fútbol, tomarán mucho más en cuenta que antes las necesidades de los hinchas que asisten a los encuentros.
Fijar un precio máximo de los boletos sería un buen comienzo, una manera de garantizar que ver deportes en persona no sea una actividad que denote un privilegio inherente solo disponible para ciertos grupos demográficos. El público asistente necesita volverse más joven y diverso en cuanto a color y género, y el costo (como lo explica el chiste de Chris Rock sobre los hoteles de lujo), es la principal barrera para ello.
Aparte de eso, subsidiar los viajes a los partidos (como ocurre en Alemania), reflejaría la importancia de los seguidores para la experiencia. También lo haría calendarizarlos de una manera que facilitara tanto como sea posible que los hinchas asistan. No más encuentros en lunes por la noche en Londres para los aficionados del Newcastle; no más juegos que terminen después de que el último tren a casa se haya ido.
Sin embargo, que una organización como la FSA sugiera que la relación entre los fanáticos y la televisión es inherentemente conflictiva, es un malentendido grave de la dinámica entre ambos. Esta confusión no es exclusiva de la FSA, pero sirve para reforzar lo que es, en realidad, un cisma completamente falso.
Eso es porque todos somos, en lo más profundo, fanáticos de sillón. Si no todos, sí una mayoría abrumadora: puede haber, es cierto, algunos cientos de hinchas de hueso colorado de cada club que viajen para apoyar a su equipo tanto en casa como de visitante y que nunca vean otros partidos de fútbol.
No obstante, para la mayoría de nosotros, incluso para hinchas que vamos a los partidos, la televisión es el medio por el que consumimos el deporte, ya sea que tengamos un abono de temporada y sigamos los partidos de visitante de manera remota o seamos aficionados que, por un simple accidente geográfico, vivimos a miles de kilómetros del estadio que nuestro equipo llama casa.
Puede que seas un seguidor fervoroso de un equipo empantanado en las ligas menores, que con regularidad sintoniza el partido destacado del fin de semana. Puede que te sientes a ver un partido lejano de la Liga de Campeones la mayoría de las tardes entre semana en otoño y primavera. Tal vez apoyas a un equipo, pero disfrutas y te interesa el fútbol en general. Posiblemente te guste quedarte dormido mientras ves el resumen de la jornada de fútbol en “Match of the Day”. Cualesquiera que sean tus circunstancias, la televisión es el medio que lleva a la mayoría de los fanáticos una buena parte de su amado deporte.
Además, esos fanáticos (aunque la jerarquía tradicional no lo reconozca), también merecen que se defiendan sus intereses, porque sus intereses son nuestros intereses. De hecho, sus intereses son los intereses del fútbol.
Esta es la parte que nunca se toma en cuenta cuando el deporte lamenta el poder de la televisión: “televisión”, esa palabra sucia, en realidad no significa televisión. Ni siquiera significa verdaderamente las televisoras que producen el contenido y transmiten los partidos. Significa en esencia los aficionados que ven, compran las suscripciones, siguen los partidos y hacen que los espacios de publicidad sean valiosos.
Porque, a final de cuentas, la televisión no paga el fútbol, sino que lo pagamos nosotros. Las televisoras solo pagan grandes cantidades de dinero por los derechos de transmisión de las ligas, porque saben que nosotros las sintonizaremos. Su objetivo es obtener ganancias de su inversión, ya sea directas, a través de las ventas de publicidad y suscripciones, o indirectas, como es el caso en el Reino Unido, donde tanto Sky como BT, las principales emisoras de la Liga Premier, ven el futbol como un arma en la guerra para dominar el mercado de la banda ancha del país.
En realidad, no es la televisión lo que mantiene el circo en marcha, somos nosotros. Somos los que pagamos los salarios, los que proporcionamos los millones, los que hemos convertido a los jugadores en estrellas. (Resulta que este mismo argumento puede sustentar la necesidad de mayor transparencia en el fútbol).
La relación entre la televisión y los hinchas no es conflictiva porque la verdad es que los aficionados son la televisión. Cuando el futbol se disponga a definir cómo será en la era pospandémica, sería bueno que recordara lo anterior, que no debe etiquetar a aquellos que asisten a los partidos y a quienes no lo hacen como antagonistas, sino como dos grupos que se empalman, con intereses que coinciden más de lo que los dividen. “Televisión” no debería ser un insulto en el fútbol. La televisión, en realidad, somos todos nosotros.
Fútbol político (repetición)
Los hospitales del Reino Unido están cerca de su punto de quiebre. Las unidades de terapia intensiva están llenas o a punto de estarlo. Las ambulancias hacen fila en las áreas de ingreso. Más de mil personas mueren cada día. Los índices de casos se han disparado. La población, o al menos la parte de ella que no está obligada a ir a trabajar, está en confinamiento una vez más.
Los niños de escasos recursos reciben papas individuales y bolsas herméticas llenas de queso en lugar de almuerzos escolares. Las terribles realidades del brexit comienzan a sentirse en los puertos y muelles del país. Aun así, al escuchar una porción sustancial de la opinión pública del país esta semana, podría parecer que el tema más apremiante en el Reino Unido son los futbolistas que se abrazan después de anotar un gol.
Hemos tocado este punto con anterioridad. En la primavera, durante la primera ola de la pandemia, los legisladores británicos respaldaron de manera entusiasta la idea de que todas las estrellas millonarias de la Liga Premier aceptaran un recorte a su sueldo, como muchos de los clubes solicitaban. Matt Hancock, el secretario de Salud, aprovechó una conferencia de prensa para exhortarlas a “hacer una contribución”, aunque no quedaba claro cómo el permitir que los dueños multimillonarios de los equipos ahorraran dinero ayudaría al asolado Servicio Nacional de Salud.
En esta ocasión, el eje central del debate es un poco diferente. Al parecer, al gobierno le preocupa el hecho de que las afectuosas celebraciones de los jugadores cuando anotan un gol “manden el mensaje equivocado” en un momento en que el país entero tiene prohibido por ley incluso ver a amigos y familiares, ni qué decir de abrazarlos. Los legisladores se han puesto en contacto con las ligas para recordarles la necesidad de cumplir las restricciones. Como es debido, las ligas han comunicado esta necesidad a sus clubes. Los medios informativos han estallado en recriminaciones.
Para ser claros: hay protocolos en vigor a los que los jugadores y sus clubes deben adherirse para que el fútbol pueda continuar durante la pandemia, reglas para su propia protección y la protección de la sociedad en general. Los futbolistas que se ha demostrado que han ignorado los protocolos fuera de la cancha no han recibido suficiente castigo.
Sin embargo, esos protocolos no incluyen una prohibición a celebrar los goles. Todos los jugadores se han hecho la prueba, a menudo más de una vez a la semana. Si están en la cancha, tenemos que asumir que están libres del virus. Si no podemos asumir eso, no deberían jugar. No están a menor distancia durante las celebraciones que durante los saques de esquina. Si las primeras no son seguras, tampoco lo son los segundos. No ha habido casos de transmisión entre equipos durante los juegos ni entre miembros de un mismo equipo. Donde se han registrado brotes, parece que han ocurrido en instalaciones de entrenamiento.
En otras palabras, celebrar los goles no es un problema. El que se haya permitido que se convierta en una controversia para distraer la atención de todas esas cosas que en verdad importan se debe a que los legisladores necesitan de nuevo a un villano conveniente y a que algunos medios informativos no pueden dejar pasar la oportunidad de generar esta indignación pasajera que atrae tantos clics. Y tanto los legisladores como esos medios noticiosos saben exactamente hacia dónde voltear en este tipo de circunstancias.