Mi inesperada compañera de ensueño durante la pandemia

Mi inesperada compañera de ensueño durante la pandemia
En mayo, volví a caminar. Mi madre empezó a hornear panquecitos y guisos para mí, y llenó mi congelador de comida. Un lunes, se puso unos guantes de cocina de goma, cubrebocas y se dirigió al aeropuerto, para volver a su casa. Ilustración, Brian Rea/The New York Times.

En silencio nos odiábamos, hasta que hicimos espacio para el dolor y la buena comida.

En marzo pasado, antes de que mi madre volara desde Washington, D. C., para visitarme en Nueva Orleans, negociamos la duración de su estancia. Yo me sometería a una cirugía de rodilla después de haber sufrido un aparatoso desgarro en el menisco y el ligamento cruzado anterior durante un desfile de Mardi Gras, y ella se ofreció para ayudarme durante la recuperación.

Quería quedarse siete días. Le dije que cinco días era lo máximo que podía soportar. Al final, se quedó 53.

Eso es porque comenzó la pandemia, junto con una orden de confinamiento en toda la ciudad. Y se instaló la monotonía. Comimos y vimos películas sin nada más que hacer, mientras aprendíamos a alternar entre el deseo de mi madre de ver viejas películas sobre la guerra y la inmigración, y mi deseo de ver programas de telerrealidad sobre citas que a ella le parecían repugnantes. Nos aborrecíamos en silencio, sin entender aún cómo cambiar la dinámica que habíamos construido durante 38 años.

Al principio, como muchos estadounidenses de su edad, mi madre no se tomó en serio la pandemia. Fue un esfuerzo de equipo para mis hermanos (en Los Ángeles) y para mí conseguir que se pusiera cubrebocas y se quedara en casa. Encontraba en casa alimentos como helados o queso de anís trenzado, pruebas de sus escapadas a Baskin Robbins y al supermercado palestino local.

Al principio, me disgustaba su tristeza y el colapso de mi autonomía adulta. Mi madre había sustituido a mi primera cuidadora, Abby, una amiga y curandera de Nueva Inglaterra, que me atendió como a una niña antes y después de la operación.

Mi madre no se veía optimista como Abby, todavía. Su mirada lucía triste. Mi padre había muerto de manera repentina hacía solo unos meses, y ella llevaba su corazón roto de una habitación a otra como si fuera una mochila. Me sentía mal por necesitarla y culpable por todo el esfuerzo que tenía que hacer para cuidarme. Ya tenía mucho que hacer.

Cuando me bañé por primera vez después de la operación, me espanté al ver mis puntos y empecé a gritar. Creí que mi madre no sabría qué hacer, pero se apresuró a traer un banco para mi rodilla y se sentó a los pies de la bañera, con un café helado en la mano. Al verla allí, sentada conmigo, desnuda en una silla forrada con bolsas de plástico, como si fuera algo normal, empecé a notar y apreciar lo mucho que me quería.

Me sorprendieron sus sencillos actos de devoción. Tenía que confiar en ella para que me levantara la pierna y me ayudara a pasar de la cama a las muletas para ir al baño, cada vez que debía ir. Tenía que depender de ella para llevar mis cosas de una habitación a otra, para encontrar mi ropa, para alimentarme. Preparaba huevos, tostadas y matzo brei, aprendió cómo me gustaba el té, hacía mi cama y lavaba mi ropa.

Hace años no dejaba que nadie estuviera tan cerca de mí. Se estaba convirtiendo en la compañera de mis sueños.

Como escritora gastronómica, mi madre fue probando recetas. Cocinó mini panqueques holandeses una semana, se mostró extrañamente exuberante con su hummus casero caliente, e hizo y rehizo varias versiones de la mujadara judía iraquí, un plato que se sirve a los dolientes, hecho con lentejas, cebollas caramelizadas y arroz o bulgur.

Odio cocinar para mí. Nos inscribió al programa local de agricultura comunitaria, donde tenían muchas alcachofas y duraznos. Teníamos comida hasta para intercambiar.

Y entonces llegaron los emisarios. Josh, que vivía en la casa de atrás, apareció con mermelada de fresa de Ponchatoula, Luisiana. Fue muy amable y la dejó a tres metros de donde yo estaba sentada en el porche. Hubo una advertencia: “¿Te importaría si voy a tu patio trasero?”, preguntó. “Mi gallina voló a tu árbol de níspero”.

Este fue el comienzo de muchas fugas de gallinas y de muchos intercambios. Les dimos a Josh y a su novio, Michael, pastel y pan; ellos nos dieron curri y permitieron que mi madre cosechara sus moras.

Ese fue también el comienzo del amor renovado entre mi madre y yo. Ella cobró vida cuando lo hizo el vecindario; dejó a mi padre en la tumba y se unió a los vivos mientras recolectaba las moras de la calle y se presentaba con los vecinos que asomaban la cabeza por la ventana para hablar con ella mientras recogía. Hizo moras secas, pastel de moras, panquecitos de moras y mermelada de moras. Le encantaban las moras como si fueran cocteles. Me maravillaba.

Nuestra vecina, Annie, empezó a venir a recoger nuestros kumquats y limones con sus dos hijos. Nos hacía galletas y las dejaba en nuestra entrada cada semana. Nosotras le dábamos chili, estofado y challah casero.

Virginia apareció poco después, desde el otro lado de la calle. Ella y mi madre empezaron a hablar junto a la cerca, y eso hizo que se estrecharan más los lazos. Virginia nos trajo cátsup, nos hizo nuestros primeros cubrebocas y luego le enseñó a mi madre su sagrada sala de manualidades de Mardi Gras, donde los zapatos para el Krewe of Muses estaban cubiertos de brillantina. Le enseñó a mi madre cosas sobre las zarigüeyas y nos trajo nuestra propia caja de fresas de Ponchatoula. Dejamos una porción de pierna de cordero ahumada en su buzón cuando Alon Shaya, un chef local, trajo una.

La monotonía de la cuarentena dio paso a una convivencia gobernada por el distanciamiento social, con actividades nocturnas y todo. Los ojos de mi madre se iluminaban cuando compartía las historias de los encuentros del día durante la cena que preparaba o cuando disfrutábamos la comida pecaminosamente deliciosa que pedíamos de los restaurantes locales. Empecé a relajarme, a aceptar los cuidados que me sentía tan culpable de recibir: las tres comidas diarias cocinadas por mi madre, necesitar a alguien, dejar de lado una independencia casi feroz que había construido a lo largo de los años.

Mi madre se veía muy contenta. Daba largos paseos con cubrebocas a solas y exploraba Nueva Orleans a pie, mientras descubría los nombres judíos ocultos en muchos cementerios, las horribles estatuas de la confederación y la irreal belleza de City Park.

Con el tiempo, empezamos a procesar nuestro dolor, a encontrar el espacio que es tan difícil hallar cuando dos personas sufren de manera simultánea. A veces era en medio de la noche, como cuando oí el chillido de un gato (que quizá agonizaba o se apareaba) y la desperté, asustada. O la vez que la gallina de nuestro vecino lanzó su último graznido cuando un halcón la robó de su patio, la llevó a mi tejado, la mató y la dejó caer frente a mi ventana.

Para nosotras, la cuarentena no fue aburrida.

Empezamos a saber que estábamos de duelo por dos hombres diferentes. El suyo era el marido que conoció en la década de 1970, un compañero y amigo que iba al cine con ella y la acompañaba por el mundo, que la apoyaba emocionalmente, dormía a su lado, que le hizo un espacio en su carrera.

Y yo lloraba la pérdida de mi padre, alguien un poco más distante, que fue mío solo durante 38 años, y al que anhelaba tener con nosotros en el sofá, riendo de la mala televisión, embelesado con las películas antiguas.

Pedimos ropa nueva para ella, ya que había hecho la maleta para solo cinco días y necesitaba cosas para ponerse durante casi dos meses. Empezamos a cogernos de la mano mientras veíamos nuestra extraña selección de películas: “Goodbye, Columbus”, “Baby Boom” y “Force Majeure”, o la delicia de “Mi amiga brillante”, nuestro programa durante toda una semana.

Ese contacto entre nosotras se sintió como si saliéramos de un vacío. Fue como abrir el infierno para organizar un picnic tranquilo.

Encontramos un ritmo, sus paseos de dos horas mientras yo impartía clases a mis alumnos de Tulane en Zoom, seguidos de un almuerzo juntas y un repaso de mi plan de estudios. Los domingos, un amigo la llevaba a dar un paseo en bicicleta, y más tarde nos poníamos cubrebocas y conducíamos por el Barrio Francés vacío hasta el Bywater, donde saludábamos a los amigos desde la distancia y comprábamos cocteles para llevar.

Habíamos encontrado nuestro camino.

Cuando volvió a animarse, llena de color y vida, la ayudé a maquillarse y a vestirse para asistir a sus seminarios de Zoom, y nos sentamos al amanecer, yo en la cama, ella en el asiento de la ventana, y hablamos de la pérdida. Pero no las dos a la vez. Aprendimos a hablar también de moras y pollos, y flores recién recogidas, a hornear y respirar y a escuchar las vidas que estábamos viviendo, lo importante que era estar plenas para poder finalmente hacer espacio para hablar de nuestro vacío.

En mayo, volví a caminar. Ella empezó a hornear panquecitos y guisos para mí, y llenó mi congelador de comida. Y entonces, un lunes, se puso unos guantes de cocina de goma, cubrebocas y se dirigió al aeropuerto, muy vacío, para volver a casa.

Habíamos superado los 53 días de cuarentena por el coronavirus. Mi padre me seguía faltando. Su marido seguía faltándole a ella. No iba a volver. Y en su ausencia, sin nadie más cerca, mi madre y yo aprendimos a cuidarnos mutuamente.

Mi inesperada compañera de ensueño durante la pandemia. 

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