Quizás el coronavirus nos esté obligando a aceptar nuestras prioridades. Quizás esta sea una oportunidad para imaginar qué tipo de mundo deseamos habitar una vez que haya pasado la crisis.
El desafío de la Semana Santa y la Pascua judía, su paralelo religioso, es aceptar el sufrimiento. La Pascua recuerda la esclavitud y la eventual liberación del antiguo Israel de la servidumbre del faraón, mientras que, en los días desde el Domingo de Ramos hasta la Pascua, los cristianos conmemoran la crucifixión de Jesús y la redención de la humanidad.
En 2021, con el mundo entero recuperándose de su peor pesadilla en décadas, el desafío para los fieles, para todos, radica en encontrar algún sentido a nuestra aflicción.
Al ver el comercio y la economía paralizados, con la consecuente miseria de los trabajadores sin ingresos, somos testigos de los efectos en cadena del sufrimiento. Y en la desaceleración forzada, es tentador preguntarse si la crisis de la pandemia fue un intento de despertarnos a un peligro más profundo. ¿El incesante ajetreo y la búsqueda desenfrenada de bienes de consumo realmente valen el daño colateral al planeta? ¿Es el desempeño de los mercados financieros el índice real de nuestra felicidad? ¿Son las calificadoras y el grado de inversión de la banca las que nos van a decir qué tan bien o mal estamos?
¿Y qué decir de la desigualdad del sufrimiento? Considere, por un lado, a los menos pudientes, prisioneros o refugiados confinados en espacios reducidos con comida y atención médica inadecuados, un caldo de cultivo para la enfermedad. Y, por otro, a los más pudientes o personas privilegiadas huyendo a sus segundas residencias, mientras que los menos afortunados tenían que refugiarse en entornos mucho menos saludables. Algunas víctimas tuvieron cierto acceso a la atención médica; otras no.
El Gobierno ha gastado cientos de millones de dólares en vacunas y suministros médicos para hacer frente a la crisis. Pero una gran cantidad de dinero ha sido desviada para otros fines, y al hacerlo está dinamitando las emociones y sentimientos de un pueblo que llora a sus muertos y clama por justicia para los niños en los albergues. Al mismo tiempo, miles de personas no saben cómo negociarán las necesidades más básicas de refugio y alimentación en las próximas semanas, al tiempo que las empresas buscan normalizar sus mercados para darles sustento y empleo a sus trabajadores.
Quizás el coronavirus nos esté obligando a aceptar nuestras prioridades. Quizás esta sea una oportunidad para imaginar qué tipo de mundo deseamos habitar una vez que haya pasado la crisis.
Finalmente, ¿cómo aceptamos a quienes han sucumbido al coronavirus? Muchos, si no la mayoría, han muerto solos, separados de sus familiares y seres queridos que no pudieron arriesgarse a estar presentes allí, a la sombra de la muerte. Como Jesús en su momento de angustia del Viernes Santo, estaban solos.
El coronavirus, la Pascua y la Semana Santa nos recuerdan que el sufrimiento es parte de la condición humana; todos enfrentamos la perspectiva de la muerte. Pero rara vez nuestra propia contingencia se ha enfrentado a tantos de nosotros de manera tan vívida y urgente.
Los cristianos creemos que el triunfo del Domingo de Resurrección no hubiera sido posible sin la miseria del Viernes Santo. Por tanto, esperamos que todos nosotros, de alguna manera, encontremos la gracia y la sabiduría para discernir destellos de esperanza y significado, y, tal vez, incluso, una reforma de nuestras vidas en este tiempo de sufrimiento.