“Solo al participar en democracia y unirnos todos por un mismo objetivo, se podrá definir una hoja de ruta que nos lleve como país por la senda del desarrollo”.
Hay muchas cosas que preocupan en este país, y no solo las calles con huecos, los apagones de luz, la falta de agua, el pésimo servicio de recolección de basura, los tranques de vehículos mañanas y tardes, la impunidad a funcionarios y la ausencia de valores en toda la sociedad. Sumémosle estos ahora a los problemas coyunturales de la pandemia, como escuelas sin clases, casi medio millón de trabajadores suspendidos, miles de familias traumadas por la pérdida de seres queridos, afectaciones mentales causadas por los encierros arbitrarios, y la incertidumbre por la quiebra de muchas empresas que no sobreviran la COVID-19.
Sin duda, situaciones muy graves, tal vez como nunca en nuestra historia, y que son mucho más profundas que lo que refleja una caída de 18 % del PIB o del 20 % en el empleo. Incluso mucho peor que los $1100 millones de déficit fiscal o los $6 mil millones que el Gobierno necesita para balancear su presupuesto y pagar gastos corrientes. Definitivamente, una crisis sinigual que no tiene paragón en lo político ni tampoco en lo institucional.
Es una crisis de confianza. Aquí se ha perdido la confianza en todo: en la familia, en las creencias religiosas, en los albergues infantiles, en las instituciones públicas, en los sindicatos y la empresa privada. Ya nadie cree ni en la lotería, mucho menos en la Policía ni en los bomberos. Hemos llegado a este punto como consecuencia de curas pedófilos, pastores violadores, clubes cívicos juegavivo, educadores sin vocación, médicos aprovechadores, funcionarios corruptos, diputados y magistrados en contubernio, inversionistas “amiguetes” y todos aquellos que por años se han preocupados más por amasar dinero ajeno que en resolver los problemas fundamentales del país.
Desafortunadamente, no hay vacunas ni protocolos que ayuden a crear confianza de la noche a la mañana. Al final, la confianza debe provenir de nosotros mismos. Y para eso debemos aprender como sociedad a solidarizarnos con las cosas del país, manifestarnos sobre los temas importantes y defender nuestros derechos como ciudadanos con sensatez y respeto. Y esto se hace participando precisamente en democracia.
El 5 de mayo de 2024 celebraremos las próximas elecciones generales y quién quita que alguien decente que nunca haya participado en política, pueda ser electo y representarnos como una alternativa y posible solución a nuestra actual crisis. El país necesita de gente honesta que represente la juventud acumulada de experiencia y conocimiento para aprovechar las oportunidades en la industria, el comercio, la agricultura y las ciencias. Solo al participar en democracia y unirnos todos por un mismo objetivo, se podrá definir una hoja de ruta que nos lleve como país por la senda del desarrollo.
Esperamos que en su discurso del próximo 1 de julio el mandatario sorprenda a la Nación con cambios precisos en su gabinete y destituciones puntuales donde haya habido la mínima sospecha de corrupción, y rinda cuentas por los logros y desaciertos durante estos primeros dos años. Además, nos debe informar sobre cómo reactivará la economía y las obras de infraestructura pendientes como el Corredor de playas, el túnel para la línea 3 y el 4to puente sobre el Canal, por mencionar tres de muchas que prometió durante la campaña.
Vienen tres años difíciles para el mundo entero y esperamos que en Panamá exista la estructura técnica y política, con capacidad y moral, que permita enrumbarnos hacia un puerto seguro. El síndrome de “sálvese quien pueda”, presente y vigente durante 200 años desde la independencia de España, ya no es una opción para nuestro futuro. Ahora, o todos empujamos para el mismo lado o vamos rumbo al precipicio. De allí la importancia que el presidente Cortizo, con liderazgo y valentía, nos guie a todos en estos momentos cruciales para el país.
Hemos tenido la bendición de que en Panamá nunca ha habido hambruna extrema ni guerras sangrientas, como es el caso en decenas de países alrededor del mundo. La magnitud y la gravedad de nuestra crisis se acentúan por la incapacidad moral de los funcionarios y la participación de los poderes fácticos en las decisiones, las cuales debilitan las instituciones y corrompen el sistema.
El costo humano y económico de hacer así las cosas ha sido muy severo y nos ha retrasado años de progreso, aumentando la pobreza y ensanchando la desigualdad. Además, se ha debilitado la cohesión social y está desapareciendo la clase media.
Por eso, apostemos con todo lo que tenemos para que, en los próximos tres años, las prioridades se centren en realizar las transformaciones necesarias para aprovechar las oportunidades y lograr el bienestar pleno para la población. Solo así se podrá rescatar la confianza perdida.