La confianza en las instituciones —el gobierno, la prensa, la religión, las grandes empresas— está en su punto más bajo de la historia, o por lo menos muy cercano a él.
El otro día, fui a ver al médico para que me realizara un examen aplazado de COVID. En vez de hablar sobre lo que me aquejaba, quería hablar sobre lo que nos aquejaba a todos nosotros: un país distópico, una torre de Babel de desinformación, la falta de confianza en todos y en todo.
“¿Y cómo se convirtió Fauci en el enemigo?”, preguntó. Mi médico es moderado en términos políticos y tiene una inteligencia bipartidista. Después de tanto desahogo, yo quería decir: ”Ya basta con los signos vitales de los estadounidenses. ¿Cómo están los míos?”.
La confianza en las instituciones —el gobierno, la prensa, la religión, las grandes empresas— está en su punto más bajo de la historia, o por lo menos muy cercano a él. Mi propia profesión, el periodismo, ha sido relegado al rincón del repudio. De acuerdo con las encuestas anuales de Gallup, casi el 40 por ciento de los estadounidenses no confían en los periódicos o confían muy poco en ellos, un aumento respecto al 24 por ciento del año 2000.
Sin embargo, la “prensa”, el hogar de la libertad de expresión y toda su confusión cacofónica, ha sido usada como saco de boxeo desde hace algún tiempo. Más alarmante es que, según una encuesta de Morning Consult, cerca del 50 por ciento de las personas no confían en nuestro sistema electoral. La menor confianza en las elecciones es uno de los peores legados atroces de Donald Trump.
No obstante, debajo de este escepticismo y desconfianza hay algo en verdad triste: Estados Unidos se está convirtiendo en un país mezquino.
Tomemos de ejemplo la noticia de la pasajera de una línea aérea que le rompió los dientes a una sobrecargo, un incidente que forma parte de un atemorizante incremento de viajeros insubordinados. Recordemos también al hombre que mató de un disparo a una cajera de supermercado en Georgia cuando esta le pidió que se pusiera bien el cubrebocas. Además, fue una pena el absurdo suceso del festival de comida de Filadelfia, el cual fue planeado para celebrar la diversidad culinaria y luego fue cancelado tras la controversia suscitada por la decisión de retirarle la invitación a una gastroneta que iba a vender comida israelí.
Una infracción en verdad inquietante fue cuando el representante republicano de Carolina del Sur, Joe Wilson, le gritó “¡Miente!” al presidente Barack Obama en 2009. Ahora todo un partido político está vociferando la Gran Mentira del fraude electoral y castigará a quienes insistan en la verdad.
El tribalismo, junto con los odios corrosivos que lo acompañan, siempre ha estado apenas por debajo de la superficie en el arriesgado experimento de nuestra democracia multiétnica. En los últimos tiempos, ha salido a la superficie en muchas de nuestras interacciones cotidianas y explica gran parte de la mezquindad de este momento.
Me parece que el desdén de la prensa se remonta a Rush Limbaugh, cuyo objetivo durante mucho tiempo fue poner al mismo nivel lo que llamaba la “prensa sensacionalista” —es decir, las organizaciones de noticias que comprueban los hechos y están integradas por personas mal remuneradas consagradas a su oficio— con charlatanes partidistas muy bien pagados que contradicen los hechos, como él mismo. Y esto funcionó.
Alguna vez, los chiflados solo podían hablar solos en los bancos de los bares; ahora tienen una enorme comunidad en los rincones oscuros del internet. Esto explica por qué hasta una cuarta parte de los republicanos, tras exponerse al humo de QAnon, ahora creen que el país está bajo el control de pedófilos adoradores de Satanás. También es la razón más probable de que una tercera parte de los estadounidenses sigan creyendo la invención de que Joe Biden llegó a la presidencia mediante fraude.
El salto de una premisa de falsedad demostrable a los ataques físicos no requiere pericia. En enero, en los Estados Unidos mezquinos, casi tres de diez personas encuestadas manifestaron que respaldaban la violencia por motivos políticos cuando es necesaria.
Tristemente, el ataque del 6 de enero al Capitolio —tan desgarrador y un verdadero porrazo a las normas— fue más un reflejo de esta época que una aberración.
La izquierda comparte la culpa por su cultura de la cancelación, la estridencia de su pensamiento de grupo y su política identitaria, tácticas que ahora emplea la derecha (la revocación de Liz Cheney es una muestra de la fidelidad del partido a la mentira de que Trump ganó las elecciones).
El verano pasado, hubo manifestantes que se presentaron en casa de algunos funcionarios electos en Seattle, incluyendo la de Debora Juarez, una progresista firme y la única integrante indígena del Ayuntamiento de Seattle. Juarez señaló que sintió que fueron a “aterrorizarla” luego de que se burlaron de ella profiriendo insultos a través de megáfonos y la amenazaron haciendo centellear faros de automóvil. Su delito fue no respaldar el objetivo de retirarle el 50 por ciento de financiamiento a la policía. La clase política de la ciudad casi no se pronunció.
He estado trabajando en un libro sobre el Ku Klux Klan en la década de 1920, una época en la que hasta cinco millones de estadounidenses pertenecían al grupo de odio más antiguo del país. Esa fue una década mezquina, en la que las leyes de segregación estaban en apogeo, la ley seca se aplicaba en todo el territorio y no se aceptaban inmigrantes que no fueran protestantes blancos.
Una táctica preferida del Klan en los años veinte eran las visitas nocturnas a las casas de la gente con el fin de aterrorizarla.
El tema implícito de toda esta mezquindad es la intolerancia.
Mi lado más noble, que en la actualidad está en receso, me dice que la mayoría de las personas de hoy en día no son tan terribles como parecen ser en las redes sociales, las cuales premian el odio que se expresa a un alto volumen. Pero, ¿quién o qué premia la civilidad y la moderación?
Podría ser que, como dice el escritor George Packer, Estados Unidos se encamine hacia “una fría guerra civil que sigue debilitando la democracia”. Ningún país puede sobrevivir durante mucho tiempo como referente sin algunas verdades manifiestas.
Hay un dicho que se atribuye a los sioux: un pueblo sin historia es como el viento en los pastizales del búfalo. Lo que quizá sea peor es un pueblo sin corazón, incapaz de ver a la mitad de sus compatriotas como tales, no como el enemigo.