Es bueno que hayamos terminado por fin nuestro fútil compromiso en Afganistán y, aun así, temer algunas de las posibles consecuencias de la debilidad e incompetencia expuestas en esa retirada.
En uno de los videos más impactantes que circularon tras la caída de Kabul, un periodista sigue a un grupo de combatientes talibanes hasta un hangar donde hay helicópteros estadounidenses abandonados y dañados. Solo que los combatientes no se ven como solemos imaginarnos a los talibanes: con su equipo, armas y cascos (presumiblemente robados), se parecen a los soldados estadounidenses que su larga insurgencia derrotó.
Como alguien lo señaló rápidamente en Twitter, la escena del hangar se asemejaba mucho al fin del Imperio romano, con los combatientes talibanes representando a los visigodos o vándalos, que adoptaron partes de la cultura romana aunque pusieron fin a su imperio. Por un momento, ofreció una visión de cómo sería un mundo después del Imperio estadounidense: no la desaparición de todas nuestras obras y engaños, no en mayor medida que la repentina desaparición de la cultura romana en el año 476 d.C., sino un mundo de gente intentando confusamente actuar como estadounidenses en las ruinas de nuestras principales exportaciones, las bases militares y los centros comerciales.
Sin embargo, la visión que ofrece el video no es necesariamente un anticipo del verdadero colapso imperial. En otros aspectos, nuestro fracaso en Afganistán se asemeja más a los fracasos romanos que tuvieron lugar lejos de Roma: las derrotas que los generales romanos sufrieron en los desiertos de Mesopotamia o en los bosques alemanes, cuando el imperio fue más allá de sus alcances.
O, al menos, así es como sospecho que se verá a la fría luz de la retrospectiva, cuando algún futuro Edward Gibbon se disponga a contar la historia del Imperio estadounidense en su totalidad.
Esa visión fría, desde algún lugar a siglos de distancia, podría describir tres Imperios estadounidenses, no solo uno. En primer lugar, está el imperio interior, los Estados Unidos continentales con sus satélites del Pacífico y el Caribe.
Luego está el imperio exterior, formado por las regiones que los estadounidenses ocuparon y reconstruyeron tras la Segunda Guerra Mundial y que pusieron bajo su manto militar: básicamente, Europa Occidental y la cuenca del Pacífico.
Por último, está el imperio mundial estadounidense, que existe espiritualmente en todos los lugares donde llega nuestro poder comercial y cultural, y más prácticamente en nuestro mosaico de Estados clientes e instalaciones militares. En cierto modo, ese tercer imperio es nuestro logro más notable. No obstante, su inmensidad se resiste inevitablemente a una integración más completa, a un tipo de control estadounidense más directo.
Vistas desde esa perspectiva, las derrotas estadounidenses más claras de nuestra era imperial, primero en el Sudeste Asiático en la década de 1960 y luego en Medio Oriente y Asia Central después del 11 de septiembre, se han producido por la idea arrogante de que podíamos hacer del imperio mundial una simple extensión del imperio exterior, universalizando los acuerdos al estilo de la OTAN y aplicando el modelo de Japón y Alemania tras la Segunda Guerra Mundial a Vietnam del Sur o Irak o el Hindú Kush.
Hemos experimentado fracasos similares, con menos derramamiento de sangre, pero con consecuencias estratégicas más importantes, en nuestros recientes esfuerzos por americanizar a posibles rivales. Nuestros desastrosos esfuerzos de desarrollo en Rusia en la década de 1990 condujeron a una reacción putinista, no a la relación al estilo alemán o japonés que habíamos imaginado. La imprudente relación especial “Chimérica” de las últimas dos décadas parece haber allanado el camino a China para convertirse en un verdadero rival, no en un socio menor en un orden mundial pacífico.
Los dos tipos de fracaso y sus consecuencias —el revanchismo ruso y el creciente poderío chino combinados con el embrollo en Irak y la derrota en Afganistán— han debilitado significativamente el imperio mundial estadounidense y extinguido la fantasía posterior al 11 de septiembre de dominar verdaderamente el mundo.
No obstante, mientras tengamos los otros dos imperios, desde nuestra fría perspectiva gibboniana la situación sigue pareciendo más un escenario como el de Roma cuando perdió guerras fronterizas contra Partia y las tribus germánicas al mismo tiempo —una situación negativa pero recuperable— que un colapso imperial total.
Dicho esto, las derrotas en las fronteras lejanas también pueden tener consecuencias más cercanas al núcleo imperial. El Imperio estadounidense no puede ser derribado por los talibanes, pero en nuestro imperio exterior, en Europa Occidental y Asia Oriental, la percepción de debilidad de Estados Unidos podría acelerar procesos que realmente amenazan el sistema estadounidense tal como ha existido desde 1945, desde el entendimiento germano-ruso hasta el rearme japonés o la invasión china de Taiwán.
De manera inevitable, esos acontecimientos afectarían también al imperio interior, donde la sensación de aceleración del declive imperial se infiltraría en todas nuestras discusiones nacionales, ampliaría nuestras ya enormes divisiones ideológicas y fomentaría la sensación de resquebrajamiento y guerra civil inminente.
Por eso se puede pensar, como yo lo hago, que es bueno que hayamos terminado por fin nuestro fútil compromiso en Afganistán y, aun así, temer algunas de las posibles consecuencias de la debilidad e incompetencia expuestas en esa retirada.
Además, aplicado al Imperio estadounidense en su conjunto, este temor apunta a una dura verdad: se puede pensar que nuestro país estaría mejor sin un imperio, pero hay muy pocos caminosde vueltadel imperio, de vuelta a ser simplemente una nación ordinaria, que no impliquen una caída verdaderamente desgarradora.