Cómo el 11 de septiembre nos dio el 6 de enero

Cómo el 11 de septiembre nos dio el 6 de enero
Transeúntes observan las consecuencias del ataque al World Trade Center, el 11 de septiembre de 2001. Foto, Angel Franco/The New York Times.

El ataque al Capitolio fue un resultado directo de la guerra contra el terrorismo.

Desde que los insurrectos invadieron el Capitolio, hemos escuchado que los hechos del 6 de enero cerraron un capítulo en la historia de Estados Unidos. Ya no debe pensarse que los enemigos más peligrosos de Estados Unidos son extranjeros —un eufemismo para “musulmán”— sino nacionales, un eufemismo para “estadounidenses predominantemente blancos de extrema derecha”. “La era ‘pos 11-S’, en la que nuestras mayores amenazas a la seguridad nacional eran externas, ha terminado”, afirmó la representante Elissa Slotkin (demócrata por Míchigan), exfuncionaria de la CIA y del Pentágono.

Sin embargo, el 6 de enero no es tanto un colofón de la era del 11 de septiembre sino más bien una manifestación de ella.

La guerra contra el terrorismo acostumbró a los estadounidenses blancos a verse a sí mismos como contraterroristas. Los estadounidenses blancos armados de extrema derecha podían formar milicias, ya sea en estados del norte como Míchigan o en la frontera del sur, y enfrentar pocas represalias por parte de las fuerzas del orden. Esta impunidad condujo a situaciones como la ocurrida en 2016, relatada en una denuncia penal relativamente rara, cuando miembros de una milicia de Kansas con el nombre revelador de Los Cruzados confabularon para asesinar a sus vecinos de ascendencia somalí. “Si vas a usar tu arco en esas cucarachas, asegúrate de mojar las flechas en sangre de cerdo antes de dispararles”, declaró uno de ellos. Consideraban que estaban haciendo lo que Estados Unidos venía haciendo todo este tiempo: combatir el terrorismo, ya que, como eran patriotas, en su mente no había manera de que estuvieran cometiendo un acto terrorista.

A medida que las guerras en el extranjero se fueron convirtiendo en desastres, la facción de la extrema derecha, que se volvió en parte de la coalición MAGA (sigla en inglés del eslogan “Haz a Estados Unidos grande otra vez”), del presidente Donald Trump fue interesándose cada vez menos en las guerras y más en la violencia civilizadora. Muchos simpatizantes MAGA celebraron cuando Trump, siendo candidato presidencial, dijo que “no pararía de bombardear” al Estado Islámico y pidió que se prohibiera la entrada de musulmanes al país. Según la historia contada por Trump y sus aliados, los líderes de las agencias de inteligencia estadounidenses y las fuerzas militares no estuvieron dispuestas a desatar la suficiente violencia contra la cantidad adecuada de musulmanes, se negaron a cerrar las fronteras y estuvieron demasiado enfocados en “cambiar regímenes y consolidar naciones” en países desconocidos y estaban alineados con enemigos como el presidente Barack Obama, quien Trump sugirió podía ser musulmán en secreto.

Los enfrentamientos con la policía de Washington D. C. poco antes de la insurrección revelaron cómo se veían a sí mismos los insurrectos. “¡Somos los veteranos de guerra!” gritó uno. Entre las primeras 176 personas acusadas de delitos vinculados con la insurrección, 22 de ellas tenían experiencia militar. Ashli Babbitt, la mártir MAGA y devota de QAnon —una teoría conspirativa que fantasea con encarcelar a liberales en la bahía de Guantánamo— sirvió en Irak y Afganistán.

Pero muchos otros eran solo guerreros de “cosplay”, con chalecos antibalas, cascos y guantes de nudillos reforzados, a imitación de aquellos a quienes la guerra contra el terrorismo había valorado durante 20 años como los verdaderos héroes estadounidenses. “Esto es una guerra”, supuestamente declaró durante la insurrección un instructor de yoga proveniente de California.

La era del 11 de septiembre también se manifestó en la reacción del gobierno de Biden al 6 de enero. Días después de la insurrección, el fiscal interino para Washington en ese momento, Michael Sherwin, sugirió que los cabecillas de los hechos del 6 de enero podrían recibir cargos de “sedición y conspiración”. La mayoría de las personas que irrumpieron en el Capitolio lo hicieron porque Trump les dijo que lo hicieran. Pocos se habrían movilizado para robar unas elecciones si una falange de republicanos elegidos no les hubiera dicho que las elecciones ya habían sido robadas. Pero los fiscales no llegaron ni siquiera a calificar a Trump de coconspirador no acusado. Prefirieron levantar cargos contra quienes respondieron al llamado, en vez de a quienes hicieron el llamado. La impunidad de las élites, una característica no solo de la guerra contra el terrorismo sino de la historia de Estados Unidos, venció el compromiso con la preservación democrática.

El Congreso optó por no recurrir a los poderes de la Decimocuarta Enmienda para remover del cargo a los miembros que fomentaron y aplaudieron la insurrección, como el senador Josh Hawley, de Misuri, quien saludó a la turba mientras avanzaba hacia el Capitolio. Ocho meses después, seguimos sin ningún tipo de respuesta política a la insurrección, y solo tenemos una respuesta de seguridad dirigida contra los soldados rasos. La guerra antiterrorista debió haberle enseñado a Estados Unidos la lección de que las respuestas de seguridad a problemas políticos son inútiles.

En lugar de eso, el gobierno de Biden, los legisladores demócratas y las agencias de seguridad están determinando el nivel de empoderamiento agresivo que debe tener el FBI en una guerra contra el “extremismo nacional”. En febrero, un alto funcionario del Departamento de Justicia dijo que la ausencia de una ley nacional de terrorismo nacional no debería considerarse un obstáculo insuperable para instaurar la vigilancia y enjuiciamientos a gran escala, ya que otras definiciones legales de terrorismo “acrecientan muchas facultades que podemos utilizar”. La representante Slotkin aboga por aumentar la capacidad del Departamento de Seguridad Nacional para monitorear a los extremistas nacionales. En marzo, reiteró que había llegado el fin de la era del 11 de septiembre durante una audiencia del subcomité en la que propuso ampliar el alcance del Departamento de Seguridad Nacional, una medida sacada directamente del libro de estrategias de la era del 11 de septiembre.

Por supuesto, aquellos que cometieron actos de violencia insurreccional deben ser procesados. Pero responder con medidas de seguridad en lugar de desacreditar a las voces líderes de la insurrección solo confirmará el discurso insurreccional de que el gobierno los está persiguiendo. Los aliados de los insurrectos utilizarán esas herramientas amplificadas de seguridad cuando regresen al poder.

“No soy un terrorista”, insistió Adam Newbold, un exmiembro de los Equipos Tierra, Mar y Aire de la Armada de Estados Unidos, que publicó que había irrumpido en el Capitolio. La guerra contra el terrorismo lo había acostumbrado a pensar que, por definición, no podía ser un terrorista. Pero el terrorismo más persistente en este país es el terrorismo de los hombres blancos. Una guerra no puede derrotarlo, pero la lucha política tenaz sí puede hacerlo. Necesitamos acciones organizadas y de base para derrocar a los aliados insurrectos de sus cargos, anular las medidas estructurales de la supremacía blanca como la supresión de votantes, y demoler la arquitectura institucional de la guerra contra el terrorismo antes de que amenace aún más las vidas y las libertades de los estadounidenses. Esa, y no declaraciones vacías de consumación, es la única manera de terminar verdaderamente con la era del 11-S.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *